– Creía que tal vez su marido la había abandonado. Muchos hombres lo están haciendo desde la depresión.

– Pero entonces no estaría buscando marido, ¿no cree?

– Supongo que no -respondió Will, que bajó los ojos de golpe hacia la taza de café con aire de culpabilidad.

– Y, en cualquier caso, a Glendon no se le hubiera ocurrido nunca marcharse. No tenía que hacerlo. Tenía tantos sueños que, en realidad, nunca estaba aquí, sino a kilómetros de distancia, soñando con esto o con aquello. Hubo un tiempo en que los dos tuvimos muchos sueños.

Por la forma en que lo miró, Will supo que ya no le quedaba ninguno.

– ¿Cuánto tiempo hace que murió?

– Oh, no se preocupe, el hijo que estoy esperando es suyo.

– No he querido decir eso -se sonrojó Will.

– Claro que ha querido decirlo. He visto cómo me miraba cuando ha llegado. Murió en abril. Sus sueños lo mataron. Esta vez era el de las abejas y la miel. Creía que se haría rico produciendo miel en el huerto de árboles frutales, pero las abejas empezaron a enjambrar y él tenía demasiada prisa como para utilizar el sentido común. Le dije que disparara a la rama con una escopeta, pero no me hizo caso. Se encaramó a ella y, por supuesto, la rama cedió, y él se mató. Nunca me escuchaba demasiado.

Se quedó absorta mientras Will observaba cómo toqueteaba el pelo del pequeño con las manos.

– Algunos hombres son así -comentó Will. Las palabras le resultaron extrañas al decirlas. Dar consuelo, o recibirlo, era algo ajeno a él.

– Pero fuimos felices. Glendon tenía su encanto.

Su expresión al hablar hizo que Will estuviera seguro de que, tiempo atrás, había sido el pelo de Glendon Dinsmore el que había acariciado de esa forma. Se comportaba como si hubiera olvidado que él estaba en la habitación. No podía dejar de mirarle las manos. Era otra de esas cosas dulces que le llegaban al alma: ver cómo pasaba los dedos por el pelo fino del niño mientras éste seguía con la galleta sin dejar de gorjear. Se preguntó si alguien le habría hecho eso alguna vez a él, quizá mucho antes de que pudiera recordarlo, pero no tenía conciencia de ello.

Eleanor Dinsmore volvió al presente y se encontró con que Will Parker le miraba fijamente las manos.

– ¿En qué piensa, señor Parker?

– Da igual lo de los niños -contestó Will, que alzó los ojos y los concentró en ella.

– ¿Cómo que da igual?

– Quiero decir que no me importa que los tenga. En su anuncio no lo mencionaba.

– ¿Le gustan los niños, entonces? -preguntó Elly esperanzada.

– No lo sé. No he tenido demasiados niños cerca. Los suyos parecen majos.

– Son una dicha -aseguró Elly, sonriéndoles y dándoles una palmadita cariñosa. Y su razonamiento sorprendió a Will porque parecía cansada y mayor de lo que era con sus dos, casi tres, hijos-. Pero será mejor que esté seguro, señor Parker -añadió-, porque tres son muchos. No permitiré que les ponga una mano encima cuando den problemas. Son hijos de Glendon, y él no les hubiera puesto nunca la mano encima.

¿Pero por quién lo tomaba esa mujer? Notó que se sonrojaba. Aunque, bien mirado, qué otra cosa podía pensar después de lo que le había dicho fuera.

– Tiene mi palabra.

Lo creyó. Puede que fuera por la forma en que miraba el pelo del pequeño Thomas. Le gustaban sus ojos y la expresión tierna que adoptaban cuando se posaban en los niños. Pero los niños no eran lo único que debía tener en cuenta.

– Hay que dejar las cosas claras -prosiguió-. Amaba muchísimo a Glendon. Lleva cierto tiempo olvidar a un hombre así, y no buscaría a nadie si no me viera obligada a ello. Pero se acerca el invierno, y también la llegada del bebé. Estaba en un apuro, señor Parker. Lo comprende, ¿verdad?

Will asintió muy serio, notando la ausencia de autocompasión en su voz.

– Otra cosa -añadió Elly, ruborizada, mientras empezaba a acariciar el pelo de Thomas de otra forma, como distraída-. Tener tres niños menores de cuatro años, bueno, no me malinterprete, los quiero muchísimo, pero no quiero tener más. Ya tengo más que suficientes.

¡Por Dios santo, la idea ni se le había pasado por la cabeza! Aquella mujer tenía un aspecto casi tan lamentable como su granja, y estaba embarazada, además. Necesitaba una cama limpia, pero, a ser posible, una en la que ella no estuviera. Bajó los ojos cuando ella los alzó.

– Verá… -Se le quebró la voz. Carraspeó y volvió a intentarlo-. Verá, señora, no he venido aquí en busca de… -Calló, tragó saliva con fuerza y la miró un segundo antes de volver a bajar la mirada para proseguir-: Necesito un lugar donde vivir, nada más. Estoy harto de ir de un lado para otro.

– ¿Ha viajado mucho?

– Lo he hecho desde que tengo uso de razón.

– ¿De dónde partió?

– ¿De dónde partí? -La miró sorprendido.

– ¿Quiere decir que no se acuerda?

– De algún lugar de Tejas.

– ¿No sabe nada más?

– No, señora.

– Puede que sea una suerte -comentó.

Aunque la miró, Elly no le aclaró el comentario.

– Yo empecé aquí al lado, en Whitney -se limitó a añadir-. Lo máximo que he hecho ha sido venir hasta aquí desde el pueblo. Pero parece que usted ha viajado lo suyo.

Vio que Will Parker asentía en silencio y la complacieron de nuevo su brusquedad y su falta de curiosidad. Le pareció que podría llevarse bastante bien con un hombre así.

– De modo que sólo busca una cama limpia y un plato en la mesa.

– Sí, señora.

Lo examinó un momento: la forma en que estaba posado en la punta de la silla, sin dar nada por sentado, la forma en que llevaba el sombrero calado hasta las cejas como si quisiera proteger cualquier secreto que ella pudiera leerle en los ojos. Bueno, todo el mundo tenía secretos. Él podía quedarse con los suyos, y ella haría lo mismo con los de ella. Pero desde luego no iba a llegar a ningún acuerdo con un hombre cuyos ojos no había visto con claridad. Y, además, cabía la posibilidad que fuera él quien no quisiera quedarse con ella.

Él era un vagabundo ex presidiario; ella era pobre, poco agraciada y estaba embarazada. ¿Cuál de los dos estaba peor?

– Esta casa no es gran cosa, señor Parker, pero le agradecería que se quitara el sombrero cuando estuviera en ella.

Will levantó la mano despacio y se quitó el sombrero. Ella, entonces, encendió la linterna de queroseno y la apartó para que pudieran mirarse sin que los tapara.

Se examinaron un buen rato.

Will Parker estaba algo demacrado. Tenía los ojos castaños, del color de las pacanas, con unas bonitas pestañas negras y un par de arrugas entre dos cejas bien formadas. Tenía la nariz recta, incluso podía decirse que atractiva, y los labios bonitos, aunque con una permanente expresión avinagrada. Bueno, quizás ella pudiera hacerlo sonreír. Hablaba bajo, y eso le gustaba. Puede que tuviera los brazos flacos, pero habían trabajado lo suyo. Eso era lo que más importaba. Si había algo que un hombre iba a tener que hacer allí era trabajar.

Decidió que le serviría.

Eleanor Dinsmore tenía la piel delicada, una complexión fuerte y unos rasgos que, por separado, no eran nada desagradables. Tenía los pómulos un poco prominentes, el labio superior fino y llevaba el pelo descuidado. Lo tenía de color castaño, pero se preguntó si no sería más claro cuando se lo lavara. Se fijó en sus ojos y se percató entonces de que los tenía verdes. Una mujer de ojos verdes que tocaba a sus hijos como todos los niños merecen que los toquen.

Decidió que le serviría.

– Quería que viera lo que va a tener si se queda -comentó Elly-. No es demasiado.

Will Parker no era un hombre dado a piropear, pero alcanzó a decir:

– Eso debo decidirlo yo.

– Le serviré más café, señor Parker -anunció Elly, que se levantó sin ponerse nerviosa ni sonrojarse.

Volvió a llenar las dos tazas y volvió a sentarse a la mesa con él. Will rodeó la taza caliente con ambas manos y contempló cómo la luz de la linterna jugaba en la superficie del líquido negro.

– ¿Por qué no me tiene miedo?

– Puede que se lo tenga.

– Pues no lo parece -comentó Will mirándola a los ojos.

– A veces la gente lo oculta.

– ¿Lo está usted ocultando? -Tenía que saberlo.

Volvieron a observarse a la luz de la linterna. Lo único que se oía era el ruido que hacía Donald Wade al golpear con los dedos de los pies descalzos el travesaño de la silla y el que hacía el pequeño al chuparse los dedos pringosos.

– ¿Qué pasaría si le dijera que sí?

– Que me iría por donde he venido.

– ¿Quiere hacerlo?

No estaba acostumbrado a que le permitieran opinar. En la cárcel había aprendido que lo mejor para evitarse problemas era tener la boca cerrada. Le resultaba extraño que le dieran libertad para decir lo que quisiera.

– No, supongo que no.

– ¿Quiere quedarse aquí a pesar de que todos los del pueblo creen que estoy como una cabra?

– ¿Lo está? -No había querido decir eso, pero había algo en Eleanor Dinsmore que inducía a un hombre a hablar.

– Puede que un poco. Lo que estoy haciendo ahora es una locura. ¿No le parece?

– Bueno…

Notó que era demasiado amable para decir que sí.

En ese momento, Will sintió una punzada en el vientre debido a las manzanas verdes, pero no quería admitirlo, así que se convenció de que sólo eran nervios. Solicitar un empleo como marido no es algo que uno haga todos los días.

– Puede pasar aquí la noche -ofreció Elly-. Así podrá verlo todo por la mañana, cuando haya luz. Y acabar de decidirse entonces. -Se detuvo un instante y añadió-: En el establo.

– Sí, señora. -Sintió otra punzada, esta vez más arriba, e hizo una mueca.

Eleanor creyó que era por lo que le había dicho, pero iba a llevarle cierto tiempo confiar en él para dejarle dormir dentro de la casa. Y, además, podía estar chiflada, pero no era ninguna fresca.

– Las noches son muy cálidas. Le prepararé un camastro.

Will asintió en silencio mientras toqueteaba el ala del sombrero como si estuviera impaciente por volver a ponérselo.

– Ve a buscar la almohada de papá, Donald Wade -pidió Elly a su hijo mayor. El pequeño la abrazó avergonzado, con los ojos fijos en Will. Elly le dio la mano-. Ven, te acompaño a buscarla.

Will observó cómo se iban, de la mano, y sintió una punzada que no tenía nada que ver con las manzanas verdes.


Cuando Eleanor regresó a la cocina, Will Parker no estaba. Thomas seguía en la trona, descontento porque ya se había terminado la galleta. Se sintió decepcionada al ver que se había marchado.

«Bueno, ¿y qué te esperabas?», pensó.

Entonces oyó unas arcadas procedentes del exterior de la casa. El sol se había ocultado tras los pinos y se había llevado su luz con él. Eleanor salió por la puerta trasera y lo oyó vomitar.

– Quédate dentro, Donald Wade -pidió a su hijo al que empujó suavemente hacia atrás antes de cerrar la puerta mosquitera. Aunque el pequeño rompió a llorar, no le hizo caso y se acercó a los peldaños medio podridos-. ¿Está enfermo, señor Parker? -No quería a ningún hombre que no estuviera sano.

– No, señora -respondió Will. Se irguió con dificultad, de espaldas a ella.

– Pero está devolviendo.

– Ya estoy bien -aseguró, después de inspirar aire fresco y secarse la frente con una manga tras echar la cabeza atrás-. Han sido las manzanas verdes.

– ¿Qué manzanas verdes?

– Las que he almorzado.

– ¡Un hombre hecho y derecho como usted debería tener más sentido común! -replicó Elly.

– El sentido común no ha tenido nada que ver, señora. Tenía hambre.

Eleanor estaba en la penumbra, con la almohada de Glendon Dinsmore contra la inmensa tripa, observando y escuchando cómo a Will Parker le daba otra arcada y se inclinaba hacia delante. Pero ya no le quedaba dentro nada que devolver. Dejó la almohada en la barandilla del porche y fue a situarse junto a él, que estaba agachado con las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Vio que las vértebras le sobresalían como piedras dispuestas para cruzar un río. Acercó la mano para ponérsela en la espalda, pero se lo pensó mejor y cruzó los brazos con firmeza.

Will se enderezó tembloroso, músculo a músculo, y soltó el aire.

– ¿Por qué no ha dicho nada? -quiso saber Elly.

– Creía que se me pasaría.

– ¿Y no ha almorzado nada más?

No respondió.

– ¿Tampoco cenó ayer?

Siguió callado.

– ¿De dónde ha sacado las manzanas?

– Las he robado de un árbol. De una casa muy bonita, con flores rosas en un tocón, que está en la carretera principal que va desde aquí hasta el aserradero.

– La casa de Tom Marsh. Son buena gente. Bueno, espero que aprenda la lección. -Se volvió hacia los peldaños-. Entre en la casa y le prepararé algo.