¡Sólo seis días más, Ojos Verdes!…
19 de abril de 1942
Querido Will:
¿Cuántos pasteles de membrillo quieres…?
21 de abril de 1942
Querida Elly:
No sé cómo decirte esto porque sé que te partirá el corazón. Preferiría hacer cualquier cosa antes que decirte esto, cariño, pero acabamos de recibir órdenes y creo que no nos van a dar las semanas de permiso prometidas, sino que nos han destinado a la Base de Marines de New River, que está en Carolina del Norte, y vamos a ir allí directamente desde aquí el próximo jueves. No nos dicen por qué no tenemos permiso, pero hay muchas quejas y algunos se marcharon sin permiso en cuanto nos lo dijeron. No quiero que te preocupes por mí, cariño, me va bien. Espero que a ti y a los niños también y que lo comprendas y sigas animada…
23 de abril de 1942
Queridísimo Will:
Intenté con todas mis fuerzas no llorar, porque sé que tú eres el que está haciendo lo más difícil, y me aguanté hasta la hora de acostarme después de que llegara tu carta, pero entonces no pude contener más las lágrimas…
3 de mayo de 1942
Querida Elly:
Bueno, ya estoy aquí, en los nuevos barracones, y puedes enviar las cartas al soldado de primera William Lee Parker, Primer Batallón de Asalto del Primer Regimiento de Marines, Base de Marines de New River, New River, Carolina del Norte. Me han ascendido, y tuve que pagar un dólar a Bilinski para que me cosiera el galón dorado porque soy muy torpe con la aguja. Bilinski es un carnicero polaco de Detroit que está en mi unidad y que siempre está dispuesto a ganarse un dólar. Así que lo llamamos Dólar Bilinski. Esta vez Red y yo tenemos catres contiguos y me alegro de que no nos separaran.
6 de mayo de 1942
Querido Will:
La señorita Beasley y yo miramos un mapa y encontramos New River y ahora te imagino ahí donde el mapa muestra ese río que atraviesa la tierra junto al mar…
14 de mayo de 1942
Querida Elly:
Siento haber tardado tanto en escribir, pero nos han tenido muy ocupados. Toda la unidad se pregunta qué pretenden hacer con nosotros y cuándo, pero parece que será pronto y que irá de veras cuando nos vayamos de aquí, porque nos están dando un entrenamiento intensivo de combate, incluso de combate cuerpo a cuerpo. He preparado la mochila de combate tantas veces que podría hacerlo a oscuras con los dedos pegados con cola. Hay de cinco tipos y tenemos que saber qué poner en cada una. Desde la grande, para el transporte, que lo incluye todo, hasta la más ligera, que sólo contiene lo más básico. Nos hacen pasar mucho rato en el agua en unas balsas de goma. El otro día Red y yo comentamos por qué nos entrenarán tanto y, sea lo que sea, pensamos que será importante…
17 de mayo de 1942
Querido Will:
Sé que tendría que ser valiente, pero me da miedo cuando pienso que irás al frente. Tu lugar está en el colmenar criando abejas. Recuerdo lo que me preocupaba cuando hacías eso y, ahora, comparado con lo que podrías tener que hacer, me parece una tontería que me preocupara por las abejas. Oh, mi querido Will, cómo me gustaría que estuvieras aquí, porque empieza a haber miel y me gustaría verte en el colmenar, bajo los árboles, llenando las bandejas de agua y quitándote el sombrero para secarte la frente con la manga…
4 de junio de 1942
Querida Elly:
Ya es seguro que tenemos órdenes, pero no nos dicen para dónde son. Lo único que nos dicen es que tenemos que estar preparados para partir en cuanto nos avisen…
Capítulo 17
– Biblioteca Municipal Carnegie, dígame.
– ¿Es la señorita Beasley?
– Sí.
– Soy Will.
– Oh, Dios mío, Will… Señor Parker, ¿está bien?
– Sí, estoy bien, pero tengo un poco de prisa. Escuche, siento llamarla al trabajo pero no se me ocurrió otra forma de avisar a Elly. Y tengo que pedirle que me haga el favor más grande de mi vida. ¿Podría ir a casa o pagar a alguien para que vaya a avisarla? Acabamos de saber que nos vamos el domingo y tenemos cuarenta y ocho horas de permiso. Pero si voy en tren, cuando llegue ya tendré que volver. Dígale que quiero que tome el tren y se reúna conmigo en Augusta. Es lo único que se me ha ocurrido, que nos encontremos a mitad de camino. Dígale que saldré de aquí en el próximo tren y que la esperaré en la estación. Oh, Dios mío, ni siquiera sé si es muy grande. Pero dígale que la esperaré cerca de los lavabos de señoras, así sabrá dónde buscarme. ¿Podría hacer eso por mí, señorita Beasley?
– Recibirá el mensaje en menos de una hora, se lo prometo. ¿Quiere que le llamemos con su respuesta?
– No tengo tiempo. Mi tren sale dentro de cuarenta y cinco minutos.
– Hay más de un modo de despellejar un gato, ¿verdad, señor Parker?
– ¿Cómo dice?
– Si esto no la saca de esa casa, nada lo hará.
– No había pensado en ello -rio Will-. Dígale que la amo y que la estaré esperando.
– Recibirá el mensaje de manera sucinta.
– Gracias, señorita Beasley.
– Oh, no diga tonterías, señor Parker.
– ¿Señorita Beasley?
– ¿Sí?
– También la quiero a usted.
Hubo una pausa.
– ¡El señor Bell no inventó este aparato para que los Marines pudieran usarlo para flirtear con mujeres lo bastante mayores como para ser sus madres! -soltó entonces la señorita Beasley-. Y, por si no lo sabía, estamos en guerra. Las líneas telefónicas deben mantenerse libres el mayor tiempo posible.
– Adiós, preciosa -rio Will de nuevo.
– ¡Será majadero! -Gladys Beasley colgó coloradísima.
Elly sólo había ido una vez en tren, pero era entonces demasiado pequeña para acordarse. Si alguien le hubiera dicho cuatro meses antes que se estaría comprando un billete para cruzar sola Georgia, se habría reído en su cara y le habría llamado iluso. Si alguien le hubiera dicho que iba a hacer el viaje con un bebé lactante y que haría transbordo en Atlanta para ir a una ciudad que no había visto nunca y llegar a una estación que no conocía, habría preguntado quién era el chiflado, si ella o ese alguien.
Antes de marcharse, Will había dicho que las mujeres tendrían que hacer más cosas por su cuenta, y ahí estaba, sentada en un vagón de tren que no dejaba de traquetear, rodeada de uniformes y de vestidos con hombreras, de mucho ruido y demasiado poco sitio, y de una semana de colillas aplastadas en el suelo. Esos días los trenes viajaban con exceso de pasaje, de modo que la gente iba de pie o sentada en los pasillos, y tres o cuatro personas se apiñaban en asientos pensados sólo para dos. Pero como viajaba con un bebé, la gente había sido considerada con ella. Y como Lizzy P. se había estado quejando, había sido servicial. Una mujer con los labios pintados de carmín rojo vivo, con unos zapatos de tacón alto rojo vivo y con un vestido de estampado tropical rojo y blanco se ofreció a cargar a Lizzy un rato. El soldado que la acompañaba se quitó las placas de identificación y las agitó en el aire para entretener a la niña. En el grupo de cuatro asientos situado al otro lado del pasillo, ocho soldados jugaban al póquer. Todo el mundo fumaba. El aire del vagón era del color del agua de lavar, pero no tan transparente. Lizzy se cansó de las placas de identificación y empezó a llorar de nuevo, llevándose los puños a los ojos y retorciéndose en busca de Elly. Cuando la mujer con el vestido tropical imaginó que la niña tenía hambre pero que Elly le daba de mamar, le susurró algo a su joven teniente y éste encontró enseguida a un mozo que vació un compartimento, donde Elly dispuso de treinta minutos de intimidad para dar de mamar a Lizzy y cambiarle el pañal.
La estación de Atlanta estaba tan concurrida como el vagón de tercera clase. Era un tumulto de gente que corría, se daba empujones, chocaba, se besaba, lloraba. La megafonía y el ruido de los trenes asustaron a Lizzy, que berreó los cuarenta minutos que duró la espera, hasta que la misma Elly estuvo al borde de las lágrimas. Le dolían los brazos de dominar a la pequeña, que no paraba de moverse. Le dolía la cabeza del ruido. Le dolían los omoplatos de la tensión. Una serie de preguntas aterradoras le martilleaban la cabeza: ¿Qué haría si, al llegar a Augusta, Will no estaba? ¿Y dónde dormirían? ¿Y qué harían con Lizzy?
Hizo el último tramo del viaje en un tren más viejo, tan sucio que Elly temía que Lizzy fuera a pillar algo, tan abarrotado que iban como sardinas en lata, tan ruidoso que Lizzy no podía dormir por más cansada que estuviera. En un solo asiento, una mujer dormía en el regazo de un hombre y las cabezas les chocaban al ritmo que marcaban las ruedas al pasar por las junturas irregulares de las vías. Un grupo de soldados cantaba mientras uno de los hombres rasgueaba con estridencia una guitarra. Habían cantado tantas veces lo mismo que Elly hubiese querido romper la guitarra de un puntapié. Unos hombres contaban en voz alta historias sobre su campo de entrenamiento, con tacos y onomatopeyas de ametralladora. En otra zona del vagón, la inevitable partida de póquer generaba algún que otro aplauso y de vez en cuando un alarido. En el asiento contiguo al de Elly, una mujer voluminosa con bigote dormía con la boca abierta y roncaba. Una estridente carcajada femenina sonaba demasiado a menudo. El revisor se abría paso periódicamente entre los pasajeros y gritaba el nombre de la siguiente parada. Alguien olía a ajo. El humo de cigarrillo era asfixiante. Lizzy no dejaba de berrear. Elly seguía queriendo romper la guitarra. Pero, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que no era distinta de los centenares de personas a las que la guerra había sacado temporalmente de su lugar, muchas de ellas rumbo a un último encuentro, breve y frenético, con alguien a quien amaban, como ella.
Secó la nariz a Lizzy y pensó: «Voy para allá, Will, voy para allá.»
La terminal de tren de Augusta, que cubría el tráfico de ida y de vuelta de muchas bases militares, era peor que todo lo que había visto hasta ese momento. Cuando se apeó del tren se sintió perdida en un mar de humanidad. Con la maleta del abuelo See en una mano y la niña en la otra, subió como pudo una escalera, arrastrada como los restos de un naufragio por la marea alta, sin saber si iba en la dirección adecuada, pero sin tener otra opción.
Alguien le dio un golpe en el hombro y se le cayó la maleta. Se agachó para recogerla, Lizzy se le escurrió y alguien chocó con ellas desde detrás y estuvo a punto de tirarlas al suelo.
– ¡Uy, perdón! -exclamó un soldado uniformado que la ayudó a levantarse, recogió la maleta y se la entregó.
Elly le dio las gracias, hizo saltar a Lizzy en su brazo para cargarla mejor y avanzó con la multitud hacia lo que esperaba que fuera la zona principal de la terminal. Por encima de su cabeza, una voz nasal y monótona anunció como si retumbara en una alcantarilla: «Pasajeros del tren de las cinco y diez con destino a Columbia, Charlotte, Raleigh, Richmond y Washington diríjanse al andén número tres.» Tuvo la vaga impresión de pasar junto a un quiosco, un restaurante, un puesto de cigarrillos, un limpiabotas, colas de personas sin rostro que esperaban para comprarse un billete, un par de monjas que le sonrieron, y tantos uniformes militares que se preguntó quién estaría en el frente luchando en la guerra.
Entonces vio una puerta de vaivén que indicaba «caballeros» y un momento después su gemela, que ponía: «señoras».
Se paró y leyó otra vez la palabra para asegurarse, se dio la vuelta y lo vio, avanzando rápidamente hacia ella.
– ¡Elly! -la saludó sonriente con la mano-. ¡Elly!
– ¡Will! -Dejó caer la maleta y le devolvió el saludo con la mano, saltando dos veces con el corazón latiéndole desenfrenado y los ojos llenos de lágrimas. Will se le acercó zigzagueando, apartando a la gente. Un momento después, llegó a su lado.
– Elly, cariño. ¡Oh, Dios mío, has venido!
La levantó del suelo, la besó con la boca abierta, de modo que, entre ambos, apretujaban a Lizzy. «Te he echado tanto de menos, te amo, Dios mío, cuánto tiempo ha pasado…»
Ajenos al temblor del suelo que provocaba el movimiento de los trenes, a la algarabía de voces que impregnaba el ambiente y a la muchedumbre que recorría el vestíbulo, Will y Elly se dieron un beso lleno de deseo, prolongado, interminable, con las lenguas en contacto, los brazos aferrados al cuerpo del otro y la sal de las lágrimas de Elly condimentando su reencuentro.
Lizzy empezó a retorcerse y se separaron, entre carcajadas, conscientes de repente de que la habían estado estrujando.
– Lizzy P., cielo, también has venido… Deja que te vea…
Will la levantó con los brazos estirados para mirarla, y sonrió al ver sus mejillas sonrosadas y unos ojos cuyas pestañas e iris eran mucho más oscuros que la última vez que la había visto. Con tantas distracciones nuevas, Lizzy no sabía si inquietarse o reír.
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