– ¿Desde cuándo fumas?

– Desde hace un tiempo.

– No me lo contaste en tus cartas.

– No creí que te gustara. Todo el mundo lo hace. Hasta nos dan cigarrillos gratis con nuestras raciones de combate. Además, calma los nervios.

– Hace que me resultes extraño.

– Si no te gusta, lo…

– No. No, no he querido decir eso. Es que… Hace tanto tiempo que no te veo y, cuando lo hago, vas con una ropa que no habías llevado nunca, un peinado que te da un aspecto diferente y tienes hábitos nuevos.

Will inspiró hondo y soltó el humo por la nariz.

– Pero no he cambiado interiormente -aseguró.

– Sí que lo has hecho. Eres más orgulloso -replicó Elly y, cuando Will no contestó, añadió-: Y yo también. Lydia y yo hablamos de ello. Al principio le dije que no soportaba que tuvieras que irte, pero ella dijo que tendría que estar orgullosa de que llevaras un uniforme. Y ahora que te he visto con él, lo estoy.

– ¿Sabes qué, Elly? -Dejó la ceniza del cigarrillo en el cenicero sin decir nada hasta que, por fin, alzó los ojos hacia su mujer-. Es la ropa más bonita que he tenido en mi vida.

Su comentario hizo que Elly entendiera mejor que nunca las privaciones que había soportado antes su marido, y que en los Marines había dejado de ser el raro para pasar a ser como todos los demás.

– Cuando te he visto en la estación… Bueno, fue algo curioso. Mientras venía en el tren, todo el rato te imaginaba como cuando estabas en casa, y a mí también. Pero entonces te he visto y… Bueno, me ha pasado algo… aquí -dijo, poniéndose la mano en el corazón-. Un golpeteo alocado, ¿sabes? Quería que fueras el mismo, pero me he alegrado de que no lo fueras. Esta ropa… -Lo recorrió con la mirada-. Es increíble lo bien que te sienta esta ropa.

Will esbozó una sonrisa torcida y le sostuvo la mirada, pero de alguna forma Elly supo que quería recorrerla con los ojos.

– A mí me ha pasado lo mismo cuando te he visto. Sentada ahí, en esa butaca, haces que todo vuelva a ocurrir.

Se observaron mientras Lizzy succionaba. Will bajó los ojos hacia el pecho desnudo de Elly y dio una calada larga al cigarrillo.

– ¿No vas a comerte la hamburguesa? -preguntó Elly.

– Ahora mismo no tengo demasiado apetito. ¿Cómo está la tuya?

– Deliciosa -contestó, pero la había dejado a medio comer y los dos sabían por qué. Bebió un poco de leche. Una gota de condensación cayó del vaso frío a la mejilla de Lizzy, que se sobresaltó y soltó de golpe el pezón de Elly mientras mostraba con la cara y los puños su contrariedad por haber sido interrumpida de ese modo.

– Shhh… -dijo Elly para calmarla, y la cambió al pecho derecho.

Los ojos de Will se concentraron en el abandonado, con la punta húmeda e hinchada. Se levantó bruscamente de la cama, apagó el cigarrillo y se metió en el cuarto de baño. Elly echó la cabeza atrás, cerró los ojos y notó que estaba cada vez más preparada para él.

«Oh, Lizzy P., termina deprisa, cielo.»

En el cuarto de baño corría el agua. Se oyó el ruido de un vaso y, después, se hizo el silencio… Un silencio tenso hasta que Will apareció de nuevo en la puerta, desde donde la miró secándose las manos con una toalla blanca. Lanzó la toalla a un lado, se quitó la camisa y se quedó con una camiseta que le marcaba los músculos.

Cuando habló, lo hizo con una voz grave, a punto de perder el control.

– ¿Sabes qué, Elly? Te deseo como no había deseado nunca a una mujer en toda mi vida.

– Ven aquí, Will -susurró.

Echó la camisa a un lado, se situó detrás de la butaca, pasó una mano por encima del hombro desnudo de Elly y le recorrió el pecho con los dedos. Agachó la cabeza y ella ladeó la suya para que pudiera accederle al cuello. Cuando Elly levantó el brazo libre para rodear la cabeza de Will, notó la rigidez inusual de su pelo erizado. Mientras él le deslizaba la mano por el pecho desocupado, la piel le olía a un jabón desconocido.

– ¿Cuánto tiempo tenemos? -preguntó Elly con los ojos cerrados.

– Tengo que presentarme a las dieciocho cero cero de mañana.

– ¿Qué hora es ésa?

– Las seis de la tarde. Tengo que tomar un tren a las dos y media. Lizzy ha terminado de comer. ¿Podemos acostarla ya?

– ¿Eres siempre así? -preguntó con una sonrisa.

– ¿Así, cómo? -replicó Will con la voz suave y ronca.

– ¿Como si fueras a morirte si tuvieras que esperar otro minuto?

La mano se cerró alrededor de su pecho…, lo levantó…, lo moldeó. Un pulgar le recorrió el pezón erguido.

– Sí, desde el día en que estaba junto a la bomba de agua con restos de huevo en la cara y me enamoré de ti. Levántate.

Se puso de pie y observó cómo Will unía apresuradamente las butacas de nuevo, contando los segundos mientras las cubría con una colcha. Cuando ella se agachó para acostar a Lizzy, le acarició el hombro desnudo con la mano. Se enderezó y se miraron desde cada lado de las butacas, expectantes, sufriendo un último paréntesis autoimpuesto que les hizo latir con más fuerza el corazón. Will le tendió la mano y, cuando Elly puso en ella la suya, empezaron a fluir sentimientos entre ambos.

Will la sujetó con fuerza e hizo que rodeara la cuna improvisada. No dejaban de mirarse a los ojos, totalmente absortos.

Su unión fue exuberante e impaciente; dos cuerpos que se morían por estar juntos, dos lenguas resecas tras meses de separación. Era amor y deseo que se complementaban al máximo. El impacto y la inmediatez se sucedieron, en un intento desesperado de tocarlo todo, de saborearlo todo, incluso antes de haberse quitado la ropa.

– Oh, Elly… te he echado de menos. -La atrajo hacia él.

– Nuestra cama está tan sola sin ti, Will. -Desabrochó la hebilla del cinturón de su marido.

Sus prendas cayeron al suelo como velas flácidas. Se echaron sobre la cama murmurando.

– Deja que te vea -dijo Will, que se separó de ella y le recorrió el cuerpo con las manos y con los ojos, besándola donde le apetecía.

Elly, acostada, estiró los brazos por encima de la cabeza y se convirtió en el cáliz del que él bebía. Ella también lo saboreó, y su timidez desapareció, ahuyentada por la percepción remota de una última oportunidad.

Juntos por fin, encajaron a la perfección.

Tejieron una tela asombrosa y temblaron en ella, suspendidos en la dulce y esperada unión de sus corazones y sus cuerpos. Cerraron la puerta al fantasma de la muerte y de la guerra, esos silenciosos intrusos, y se impregnaron el uno de la otra, aceptando la satisfacción como algo merecido.

– Te amo -repitieron una y otra vez en susurros roncos-. Te amo.

Era lo que iba a sostenerlos cuando salieran de aquella habitación.

El sol se estaba poniendo en un horizonte que no podían ver. La campana de una boya sonó a lo lejos. El olor de aire húmedo y salado se colaba por la ventana. Un brazo pesado se apoyaba en el hombro de Elly y, una rodilla, en su muslo.

Le bajó el labio inferior con un dedo y lo soltó. Will sonrió con aire cansado, pero siguió con los ojos cerrados.

– ¿Will?

– ¿Sí?

– No sabes lo contenta que estoy de haber cruzado Georgia en esos trenes tan horribles.

– Y yo de que lo hayas hecho. -Abrió los ojos. Sus sonrisas se desvanecieron y se miraron, saciados.

– Te he echado tanto de menos, Will.

– Y yo a ti, Ojos Verdes.

– A veces, me volvía hacia el montón de leña y esperaba verte cortando los troncos.

– Volveré a hacerlo… pronto.

Esa idea los acercó demasiado al día siguiente, así que retrocedieron al momento presente y se tocaron, se susurraron, se besaron y se sintieron felices amándose. Yacían pegados y deslizaban los dedos cuerpo arriba y cuerpo abajo, mientras ponían las rodillas y los pies en sitios que parecían hechos a propósito para contenerlos. Cuando hubieron descansado, se encendieron de nuevo, y saborearon esa segunda vez a un ritmo más tranquilo, observando la cara del otro mientras el placer inundaba de nuevo sus cuerpos.

Al cabo de un rato, cuando habían hablado de casa y de cosas necesarias, como el temperamental generador eólico, la matanza del cerdo en otoño o la mina de oro que representaban las piezas usadas de automóvil, Will encendió otro cigarrillo y se quedó tumbado con la mejilla de Elly en su hombro.

Elly miró la sábana que rodeaba los dedos de los pies de Will y dio el paso que había estado temiendo.

– ¿Adónde te mandan, Will?

– No lo sé -respondió, tras dar una larga calada al cigarrillo. -¿Todavía no te lo han dicho?

– Corren rumores sobre el sur del Pacífico, pero nadie sabe dónde, ni siquiera el comandante de la base. El oficial al mando no para de usar la palabra «vanguardia», y ya sabes lo que eso significa.

– No, ¿qué?

Se acercó un cenicero, que se puso sobre el vientre, y dio unos golpecitos al cigarrillo con el dedo para que cayera la ceniza.

– Significa que lideraremos un ataque.

– ¿Un ataque?

– Una invasión, Elly.

– ¿Una invasión? -Levantó la cabeza para mirarlo a los ojos-. ¿De qué?

No quería hablar de ello y, en realidad, no sabía nada.

– Quién sabe. Los japoneses están repartidos por todo el Pacífico y controlan la mayoría de esa zona. Si nos envían allí, podríamos terminar en cualquier parte, desde Wake hasta Australia.

– Pero ¿cómo pueden enviaros a un sitio sin ni siquiera deciros adónde vais?

– La sorpresa forma parte de la estrategia militar. Si es eso lo que planean, nosotros nos limitamos a seguir órdenes, nada más.

Tardó unos minutos en asimilarlo mientras oía cómo el corazón de Will latía regularmente.

– ¿Tienes miedo, Will? -preguntó por fin en voz baja.

– Pues claro que lo tengo -contestó, acariciándole el pelo. Y, tras reflexionar un instante, añadió-: En algunos momentos. En otros me recuerdo que formo parte de la unidad mejor entrenada militarmente de la historia de la humanidad. Si tengo que combatir, prefiero hacerlo con los Marines que con cualquier otro cuerpo. Y quiero que lo recuerdes siempre que te preocupes por mí cuando me haya ido. En los Marines funciona el todos para todos. Nadie piensa primero en sí mismo, sino que todo el mundo piensa en el grupo, así que siempre tienes esa tranquilidad. Y todos los hombres están entrenados para asumir el siguiente rango superior al suyo si su oficial al mando cae herido en combate, de modo que la compañía siempre tiene un jefe, el pelotón siempre tiene un jefe. En eso es en lo que tengo que concentrarme cuando se me empiecen a poner los pelos de punta al pensar que pueden enviarme al Pacífico, y en eso es también en lo que tú tienes que concentrarte.

Lo intentó, pero no dejaban de venirle a la cabeza imágenes de bayonetas y de armas.

Él también veía las imágenes, las del noticiario en blanco y negro del cine.

– Venga, vamos, cariño -dijo. Apagó el cigarrillo y la apretujó contra su cuerpo para acariciarle la espalda desnuda-. Hablemos de otra cosa.

Lo hicieron. Hablaron de los niños. Y de la señorita Beasley. Y de Lydia Marsh. Y de cómo Will había ganado peso. Y de cómo Elly había aprendido a maquillarse y a arreglarse el pelo. Cuando había oscurecido, se dieron un baño juntos, y se tocaron y se provocaron, y rieron tras la puerta cerrada del cuarto de baño. Hicieron el amor apoyados en ella y se comieron las hamburguesas frías, y hablaron sobre la comida en la base y Will le enseñó toda la jerga de los Marines que había aprendido en la cocina. Elly se rio al oír que llamaban «vaquilla armada» a la leche enlatada, «ojos de pez» a la tapioca y «popeyes» a las espinacas. Hacia medianoche hicieron el amor en la alfombra granate con su estampado de hojas verdes. A veces, reían, tal vez de una forma un tanto desesperada porque se daban cuenta de que las horas pasaban. Will le habló sobre su compañero, Otis Luttrell, el pelirrojo de Kentucky, y sobre cómo esperaban embarcarse juntos. Dijo que Otis estaba prometido con una hermosa joven llamada Cleo que trabajaba en una fábrica de granadas en Lexington, y que nunca había tenido un amigo que le cayera tan bien como Otis.

La noche pasó volando y se sentaron en el alféizar de la ventana para observar la lejana oscuridad, donde sabían que los barcos estaban anclados. Pero no se veía nada porque habían apagado todas las luces, no fuera a ser que algún submarino alemán pudiera cruzar las defensas de la Costa Este.

La guerra estaba ahí…, existía…, por mucho que quisieran borrarla de su mente. Estaba ahí, tiñendo cada pensamiento, cada caricia, cada instante fugaz que compartían.

Hacia el alba se quedaron dormidos, en contra de su voluntad, tocándose incluso en sueños, y se despertaban de nuevo para atesorar cada momento como avaros que cuentan sus centavos.

Lizzy se despertó poco antes de las siete y la llevaron a la cama con ellos. Will se tumbó de costado con la cabeza sobre una mano para contemplar una vez más lo que nunca se cansaría de ver. Cuando Lizzy hubo comido, dijo que quería bañarla él. Elly lo observó, melancólica y anhelante, mientras se arrodillaba junto a la bañera y disfrutaba encargándose de la pequeña. Lo hizo todo, la secó, le puso el pañal y un pelele limpio y, después, la puso en la cama donde jugó con ella y rio con sus gorjeos infantiles y sus posturas de osito de peluche. Pero, a menudo, miraba a Elly, que estaba al otro lado de la niña, y el dolor se extendía entre ambos sin necesidad de palabras.