Comieron en la habitación y estuvieron en ella hasta que otra botones fue a preguntarles si iban a quedarse un segundo día. Prepararon su escaso equipaje y se detuvieron ante la puerta para echar un vistazo a la habitación que les había proporcionado refugio las últimas dieciocho horas. Se miraron y trataron de mostrarse valientes, pero su último beso en privado estuvo acompañado de labios temblorosos y pensamientos desesperados.
Salieron a la calle y deambularon por Augusta hasta que encontraron un parque con un quiosco de música desierto rodeado de bancos de hierro. Se sentaron en uno y extendieron una manta en la hierba, donde dejaron a Lizzy para que jugara con las placas de identificación de Will. Miraron los árboles, el cielo despejado de Georgia, la niña que jugaba a sus pies, pero sobre todo se miraron. De vez en cuando, se besaban, pero con suavidad, con los ojos abiertos, como si fuera insoportable dejar de ver al otro aunque sólo fuera un instante. Más a menudo se tocaron. Will le acariciaba el omoplato o Elly le ponía una mano en el muslo mientras él jugueteaba con el anillo de la amistad que le había dejado, efectivamente, el dedo verde.
– Cuando vuelva, te compraré una alianza de oro de verdad.
– No quiero una alianza de oro de verdad. Quiero la que me puse el día que me casé contigo.
Sus ojos se encontraron: unos ojos tristes que ya no negaban lo que les aguardaba.
– Te amo, Ojos Verdes. No lo olvides.
– Yo también te amo, soldado mío.
– Intentaré escribirte a menudo, pero… Bueno, ya sabes.
– Te escribiré todos los días, te lo prometo.
– Lo van a censurar todo, así que puede que no sepas dónde estoy, incluso aunque te lo diga.
– Me dará igual mientras sepa que estás bien.
Otra larga mirada terminó cuando Will apoyó la frente en la suya. Permanecieron así, con los dedos entrelazados, varios minutos. En algún lugar del parque, un par de gaviotas gritaron. En el agua sonó la sirena de un barco. De más cerca les llegaba el tintineo de la cadena y las placas de identificación que Lizzy agitaba. Y sobre todo eso estaba el olor de las petunias purpúreas que florecían al pie de una pequeña fuente.
Will notó que se le hacía un nudo en la garganta y tragó saliva con fuerza.
– Tengo que irme -dijo.
– Oh… Por supuesto -soltó Elly con una falsa animación en la voz-. Madre mía, será mejor que acompañemos a papá a la estación, ¿verdad, Lizzy?
Will llevó a la niña en brazos y Elly cargó con el equipaje hasta que volvieron a estar en la ruidosa y concurrida estación, donde se miraron y, de golpe, se les trabó la lengua. Lizzy se quedó fascinada con un botón de la guerrera de Will y trataba de arrancárselo con una manita rolliza.
– ¡Pasajeros del tren de las dos horas treinta minutos con destino a Columbia, Raleigh, Washington y Filadelfia, diríjanse al andén número tres!
– Es el mío.
– ¿Tienes el billete? -preguntó Elly.
– Sí.
Se miraron a los ojos y Will le sujetó el mentón con la mano libre.
– Da un beso a los niños de mi parte y dales las chocolatinas.
– Sí. Envíame tu dirección en cuanto te… -No pudo seguir, por miedo a que le salieran los sollozos que estaba conteniendo en el pecho.
Will asintió con el semblante compungido.
– Ultima llamada para los pasajeros del tren con destino a Columbia, Raleigh…
Los ojos de Elly eran un surtidor de lágrimas, los de Will estaban relucientes.
– Oh, Will…
– Elly…
Se abrazaron torpemente, con el bebé entre ambos.
– Vuelve.
– Ya lo creo que lo haré.
Su beso fue algo terrible, una mezcla de «ten cuidado» y de «adiós» con las lenguas espesas debido a la necesidad de llorar. Sonó un silbato. «¡Al treeeeen!» Y el tren cobró vida.
Will terminó el beso, le dejó a la niña en los brazos y corrió, saltó, se subió al vagón y se volvió en el último momento para captar una imagen borrosa de Elly y de Lizzy saludándolo con la mano en medio de una multitud de desconocidos en una estación sucia de una ciudad calurosa de Georgia.
Hacía mucho que Eleanor Parker había dejado de rezar, así que tal vez fuera una impetración más que una oración lo que soltó con la voz entrecortada y un puño en la boca.
– Maldita sea, haz que no le pase nada, ¿me oyes?
Capítulo 18
18 de junio de 1942
Querida Elly:
Qué locura. Ayer estaba contigo y hoy estoy en un tren de camino a San Francisco. Red está conmigo, pero no es una compañía tan buena como tú ni por asomo. No dejo de pensar una y otra vez en lo maravilloso que fue estar contigo y en lo mucho que te amo y en lo contento que estoy de que pasáramos juntos ese día. Fue como estar en el cielo, Ojos Verdes…
18 de junio de 1942
Querido Will:
Te escribo porque tengo que hacerlo. Tengo la impresión de que el corazón me va a explotar si no te digo lo que siento sobre nuestra noche en Augusta. No sé cuándo te llegará esta carta porque no sé dónde enviarla, pero mis sentimientos serán los mismos aunque la leas dentro de un mes. (La guardaré y te la enviaré cuando reciba tu dirección.) ¿Sabes qué, Will? Cuando te conocí, te dije que todavía amaba a Glendon, y creía que así era. Glendon fue la primera persona amable que llegó a mi vida. Me trataba como si yo hubiera venido a este mundo para algo más que para arrepentirme y ser el hazmerreír de todo el mundo. Glendon era un buen hombre y el tiempo que estuve casada con él fui feliz por primera vez en mi vida, así que pensaba que eso significaba que lo amaba mucho. Y lo amaba, no me malinterpretes, pero cuando Glendon y yo hacíamos cosas íntimas no fue jamás como cuando estoy contigo. Nunca te lo he dicho, pero la primera vez que Glendon y yo lo hicimos fue en el bosque, y lo hicimos porque su padre había muerto y él estaba muy triste. Recuerdo que estaba allí, boca arriba, mirando las ramas verdes y pensando en el sonido de un pájaro que no dejaba de cantar una y otra vez a lo lejos, y me preguntaba cuál sería, y que mucho después me enteré de que era el canto en vuelo de una agachadiza, que es un silbido melancólico que va subiendo cada vez más y más y más. Ahora que lo recuerdo, es curioso: siempre estaba pensando en otras cosas cada vez que Glendon y yo teníamos intimidad. Engendré tres hijos suyos, y eso tendría que implicar que estábamos lo más unidos en cuerpo y alma que pueden estar un hombre y una mujer, pero tú y yo hemos pasado dos noches de intimidad y han sido esas dos noches las que me han enseñado lo que es realmente el amor. El canto en vuelo de la agachadiza es lo último en lo que estaba pensando cuando tú y yo hacíamos el amor, Will. No puedo dejar de pensar en ello y en cómo me sentí al mirarte, antes incluso de que te desnudaras. Miro cómo te mueves al quitarte la corbata y la guerrera y noto un fuego en mi interior que me enciende las entrañas. Me digo: nadie se mueve como él. Nadie se desabrocha los puños como él. Nadie tiene los ojos tan bonitos como él. Nadie tiene tanta suerte como yo.
Acabo de leer lo que te he escrito y no me parece haber expresado bien lo que siento, pero explicar cómo es el amor se parece mucho a explicar cómo es el canto de un pájaro. Lo oyes y lo reconoces y lo tienes tan interiorizado que estás convencida de que puedes repetírselo a alguien. Pero no puedes. Sólo quería que supieras que te amo de un modo distinto a como amaba a Glendon. Dicen que todo el mundo pasa por la vida buscando su otra mitad y ahora sé que tú eres mi otra mitad porque, cuando estoy contigo, me siento completa…
23 de junio de 1942
En algún lugar del océano Pacífico
Querida Elly:
Bueno, estoy en un barco, Ojos Verdes, y eso es más o menos todo lo que estoy autorizado a decirte (pero no su nombre ni nuestro destino, que todavía no nos han dicho). Aunque todos tenemos nuestras sospechas, a juzgar por la dirección en que viajamos. Fuimos en tren hasta San Francisco y embarcamos allí el 21 de junio. La vida a bordo de un transporte de tropas no está tan mal. La Marina nos hace de anfitriona, de modo que vamos a vivir bien un tiempo y podemos desmelenarnos. El rancho es bueno, con carne, patatas y verduras frescas, y la Marina se encarga de él. Casi lo único que hacemos es ir a clases para informarnos sobre los japoneses, y todos los días practicamos ejercicios de agilidad y fuerza en cubierta, pero mañana dicen que será día de maniobras, lo que significa que tenemos que limpiar la zona de nuestro catre de arriba abajo. El mío está en la bodega, hacia la proa del barco, a estribor (lo que es bueno). No se oye excesivamente el ruido de los motores y la navegación es suave. Red duerme en el catre de al lado y te aseguro que parecen camas de camping. Jugamos bastante al póquer y muchos chicos leen cómics y se los intercambian. Algunos leen libros de bolsillo y todo el mundo habla de su enamorada. Yo no hablo de ti salvo con Red, porque a él lo considero amigo mío y no va diciendo por ahí lo que le cuento. No le he explicado cosas personales sobre Augusta, pero sí lo de la vez que me lanzaste el huevo, y se partió de risa. Quiere conocerte cuando esta condenada guerra termine. Bueno, aquí tienes mi dirección hasta que te diga otra cosa: soldado de primera William Lee Parker, Primer Batallón de Asalto, Primer Regimiento de Marines, Sur del Pacífico.
Seguramente te escribiré cada día hasta que lleguemos donde sea que nos envíen, porque en este barco hay mucho tiempo. Un día te dije que llamamos cariño a nuestro fusil, pero cuando lo escriba ahora me referiré a ti.
Te amo, cariño. Tu Will
28 de junio de 1942
Queridísimo Will:
Esta espera es horrible porque no sé dónde estás y es imposible saber cuándo me enteraré…
16 de julio de 1942
Querido Sr. Parker:
Eleanor me enseñó su última carta y juntas hemos mirado el atlas e intentado imaginar dónde está exactamente. Le he llevado libros sobre las islas del Pacífico para que pueda ver la flora y la fauna que hay allí, y también conocer el clima y el océano.
Aquí las cosas están cambiando. El pueblo parece abandonado. No sólo se han ido los hombres jóvenes, las mujeres jóvenes también se marchan. El último cartel es la imagen de una mujer con el lema: «¿Cuál es mi trabajo en la cadena de la victoria?» Se marchan muchas a buscar trabajo en Lockheed, en Marietta, en los astilleros de Mobile, y en Packard y en Chrysler, en el norte, para fabricar motores, fuselajes y trenes de aterrizaje. Cuando yo era joven, una mujer soltera no tenía demasiadas opciones. La docencia, el servicio doméstico o ser bibliotecaria. Hasta las enfermeras estaban mal vistas entonces. Ahora las mujeres conducen autobuses en las ciudades, sueldan con soplete y manejan grúas. No puedo evitar pensar qué pasará cuando los Aliados ganen y todos los hombres vuelvan a casa. No se preocupe, su empleo lo seguirá esperando.
Todo escasea. La fruta enlatada (gracias a Dios que vivo en Georgia, donde pronto se podrá recoger en el campo), el alquitrán (las carreteras están en un estado pésimo), el azúcar (que es lo que más echo de menos), las horquillas (las mujeres se cortan el pelo tan corto que parecen reclutas durante su instrucción básica), la tela (Washington ha promulgado una directiva que establece que, mientras dure la guerra, los trajes de hombre tendrán que confeccionarse sin puños, sin pliegues y sin bolsillos de parche) y los abrelatas (gracias a Dios que tengo uno). Incluso la carne y los coches. El tema de los coches nuevos es de risa. En el periódico de ayer leí que el señor Edsel Ford no puede comprarse un coche nuevo hasta que una junta de racionamiento de Detroit estudie su solicitud. ¡Es increíble si se tiene en cuenta que su familia ha fabricado treinta millones de automóviles!
Si hay algo que esta guerra está haciendo es igualar a la gente.
En la biblioteca, todo está más o menos como cuando se fue, salvo que, desde que se alistó, Lula Peak ya no viene nunca a «superarse». Perdone la ocurrencia, pero Lula, como sabe, es un tema delicado para mí. Temo perder a Franklin Gilmore, que en lugar de hablar sobre hacer el último curso de secundaria habla de alistarse. Se publican menos libros porque muchas compañías madereras dedican sus suministros a producir cajones de embalaje en lugar de papel. Pero hay uno del que se publican muchos más ejemplares que de cualquier otro, el manual de primeros auxilios de la Cruz Roja, que es el libro más vendido de la historia.
Todavía voy a ver a Eleanor y a los niños todos los sábados, pero no he podido convencerla de que venga al pueblo. Sin embargo, ha entablado amistad con la señora Marsh y habla de ella con cariño. He creído oportuno enviar al director del colegio de primaria a su casa para que Donald Wade se matricule en el primer curso cuando llegue septiembre. No le diré a Eleanor que lo he enviado y preferiría que usted tampoco se lo dijera. Donald Wade es un niño inteligente y ya lee al nivel de primer curso. Puede recitar de memoria los anuncios que oye en cualquier emisora y canta bastante bien, lo que puede que usted no supiera. La última vez que estuve en su casa, Thomas y él cantaron para mí la canción de un programa infantil que suelen escuchar por la radio. Fue divertido, y los elogié efusivamente. También dije a Donald Wade que cuando esté en el colegio cantará todos los días, y decidí que voy a enseñarle una canción que recuerdo de cuando era niña.
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