Siento que no te dijeran más cosas justo después de que me hirieran, para que no te preocuparas tanto. Lo hubiese hecho yo mismo, pero supongo que no estaba en condiciones de escribir. Pero no te preocupes. Estoy bien, lo digo de veras.

Ya sabrás que me dio una granada enemiga mientras intentaba sacar a ocho japoneses de un refugio subterráneo cerca del campo de aviación del canal. Como ya puedo decirte dónde estaba…, en Guadalcanal. El canal era peligroso y perdimos muchos hombres, pero los hicimos retroceder y ahora la pista de aterrizaje es nuestra. Si no la hubiéramos recuperado, el Pacífico seguiría siendo suyo, y estoy muy orgulloso de lo que hicimos. Será mejor que te diga que mi amigo Red no sobrevivió. Eso es todo cuanto puedo decir de momento porque me cuesta pensar en ello. Así que, como te decía, tener que soportar un poco de metal en la pierna no parece gran cosa.

Tengo que confesarte que no había estado nunca tan contento de ver algo como cuando vi la bandera de Estados Unidos ondear sobre el Hospital Naval, cuando desembarqué aquí. Maldita sea, Elly, me muero de ganas de verte. Antes tendré que curarme la pierna, sin embargo, así que estaré aquí una temporada, pero esperaré tus cartas. Parece que, desde que me alisté en los Marines, me he pasado todo el tiempo pendiente del reparto del correo. Ahora que estoy en un sitio fijo, tus cartas me llegarán, de modo que escribe a menudo, ¿de acuerdo, Ojos Verdes? Por favor, no te preocupes por mí. Ahora que he vuelto, todo irá bien. Besa a los niños de mi parte y pide a la señorita Beasley que también me escriba.

Besos, Will


9 de diciembre de 1942

Querido Will:

¡Oh, Will, por fin estás en casa! Acaba de llegar tu carta y he llorado cuando la he leído de lo contenta que me he puesto. No volverán a enviarte a la guerra, ¿verdad? ¿Está mejor tu pierna? Estoy muy preocupada por ella y por lo que debes de estar pasando con las operaciones y el dolor. Si no estuvieras tan lejos, iría a verte otra vez, como cuando fui a Augusta, pero no sé cómo llegar hasta California. Aunque ¿no sería increíble que pudiéramos estar juntos por Navidad?…


24 de diciembre de 1942

Querida Elly:

Las enfermeras han colgado luces de colores a los pies de nuestras camas, pero cada vez que las miro se me hace un nudo en la garganta. Estoy aquí acostado pensando en la última Nochebuena, cuando tú y yo llenamos los calcetines de los niños. Me muero de ganas de estar en casa.


29 de enero de 1943

Querido Will:

Feliz cumpleaños…


5 de febrero de 1943

Querida Elly:

Hoy me han dado unas muletas para que me levantara…

Capítulo 19

Calvin Purdy dejó a Will al final del camino que llevaba hasta su casa.

– Muchísimas gracias, señor Purdy.

– No tiene que darme las gracias; es lo menos que puedo hacer por un soldado. ¿Seguro que no quiere que lo lleve el resto del camino hasta su casa?

– No, señor. Siempre me ha gustado mucho esta parte del bosque. Me apetece cruzarla tranquilamente a solas, no sé si me entiende.

– Claro que sí, hombre. No hay ningún sitio más bonito que Georgia en mayo. ¿Necesita ayuda con las muletas?

– No, gracias. Puedo solo. -Will salió del Chevrolet de Calvin Purdy mientras éste recogía el petate de Will y rodeaba el vehículo para colgárselo al hombro.

– Estaría encantado de llevarle el petate -repitió Purdy, servicial.

– Se lo agradezco, señor Purdy, pero me gustaría darle una sorpresa a Elly.

– ¿Quiere decir que no sabe que está aquí?

– Todavía no.

– Bueno, entonces ya entiendo que quiera subir solo, cabo Parker -dijo Purdy con una sonrisa. Tendió la mano a Will para estrechársela con fuerza-. Siempre que necesite que alguien lo lleve o cualquier otra cosa, avíseme. Y bienvenido a casa.

Purdy se marchó y Will se quedó un momento escuchando el silencio. Ni cañonazos a lo lejos, ni balas «clavándose» en el suelo a su lado, ni mosquitos zumbando, ni hombres gritando. Todo estaba en silencio, en el maravilloso silencio de mayo. Los árboles del bosque tenían las ramas cargadas de hojas verdes. Junto al camino, un tramo de achicorias silvestres creaba una nube de estrellas azules. Cerca de ellas, había una mata de tréboles cohibidos, lívidos en medio de su eclosión primaveral. Algún animal se había dado un banquete de zarzaparrilla y había dejado un olor refrescante en el aire. Una reinita amarilla voló armoniosamente, se posó en una rama y cantó sus siete notas claras y dulces observando a Will con la cabeza ladeada. Volvía a estar en casa.

Avanzó por el camino, bajo el arco de las ramas que permitían ver el cielo azul. Inclinó la cabeza y lo admiró, maravillado de no tener que aguzar el oído para captar el ruido de motores a lo lejos, ni que mirar con los párpados entornados para intentar identificar la forma de un ala o un sol rojo pintado en un fuselaje.

«Olvídalo, Parker, ahora estás en casa.»

El camino estaba blando, el aire era cálido y las muletas se clavaban en la tierra rojiza. Debía de haber llovido hacía poco. Lluvia. Nunca le había gustado demasiado la lluvia, ni cuando era joven y vivía casi siempre al aire libre ni, desde luego, en el canal, donde no dejaba nunca de caer aquella condenada lluvia que inundaba las trincheras, convertía los campamentos en fétidos cenagales, pudría las suelas de las botas y favorecía la presencia de mosquitos, la malaria y un montón de hongos que crecían entre los dedos de los pies, en las orejas y en cualquier sitio donde dos superficies cutáneas estuvieran en contacto.

«¡Te he dicho que lo olvides, Parker!»

Lo extraño era que, aunque ya llevaba seis meses en Estados Unidos, seguía sin poder adaptarse. Todavía escudriñaba el cielo. Todavía estaba atento por si oía algún movimiento sigiloso detrás de él. Todavía esperaba escuchar el ruido revelador de dos tallos de bambú al rozarse entre sí. Todavía se sobresaltaba con los ruidos repentinos. Cerró los ojos y respiró hondo. Allí el aire no olía a mildiu sino a tanaceto, lo que le resultaba familiar, acogedor y era muy de la zona. Durante sus años de vagabundeo, siempre que había estado resfriado se había preparado una infusión de tanaceto y, una vez que se había cortado en una mano con un alambre de espino oxidado, lo había usado para hacerse una cataplasma y le había curado la infección.

Mientras subía por el camino y reconocía el olor de tanaceto y de zarzaparrilla fue asimilando el hecho de que estaba en casa para siempre.

Cuando llegó a la acedera arbórea se detuvo, dejó caer el petate y puso el pie izquierdo en el suelo. Era real, sólido, tal vez un poco húmedo pero americano. Seguro. Un suelo al que él mismo había dado forma con una mula llamada Madam mientras un niño lo observaba sentado, y la madre del niño llevaba néctar rojo y un hermanito en un carro de juguete.

Se resistió a las ganas de dejar caer las muletas para ir a la pendiente donde crecía una hierba muy verde y florecían las aguileñas. Se cargó el petate al hombro para dirigirse hacia el oeste, hacia el claro entre los árboles.

Al llegar a él, se detuvo, sorprendido. Durante su estancia en el sur del Pacífico, cuando imaginaba su casa, solía verla como era al principio: una colección variopinta de trastos viejos y excrementos de gallina junto a una casa destartalada con remiendos de cinc. Lo que vio entonces le hizo contener el aliento y quedarse inmóvil, maravillado.

¡Flores! Por todas partes había flores… ¡y eran todas azules! Flores alegres, indómitas, que crecían libremente sin el menor orden. Con una sonrisa en los labios pensó que era muy propio de Elly lanzar las semillas sin planificación y dejar que la lluvia, el sol y todos esos años de abono de gallina hicieran lo demás. Recorrió el claro con la vista. Azul… ¡Por Dios, jamás había visto tanto azul! Había flores de todos los tonos de azul que la naturaleza había creado. Las conocía todas de cuando se había informado sobre las abejas.

Junto a la casa había grandes Phlox de Persia azules que bordeaban el porche, gruesos, altos y copetudos, y daban paso a las campánulas, cuyos colores iban desde el púrpura más intenso hasta un violeta pálido. A los pies de Will empezaba una extensión de helio-tropos de una tonalidad violeta azulada. Una clemátide se enredaba por un entramado de cordel contra la pared del gallinero, a partir del cual se extendía una alfombra de acianos de tallo alto, de un azul tan intenso como el cielo, que continuaba a lo largo de la alambrada adyacente formando una pared de color espectacular. En el extremo sombreado, bajo los árboles, empezaban las violetas de color pálido, seguidas de nomeolvides de tonos intensos que invadían la zona situada a pleno sol hasta encontrarse con una extensión de verbenas azules. En el lado opuesto del patio, una rueda de madera de carro pintada de blanco servía de fondo a un grupo de espuelas de caballero majestuosas que abarcaba toda la gama de azules, del morado al celeste pasando por el añil. Delante había una zona de flores de lino, mucho más cortas y delicadas, que la brisa agitaba en el extremo de unos tallos parecidos a heléchos. Y, en medio de ese conglomerado, se distinguían también petunias púrpura en flor. Will las olió mientras recorría el camino bordeado de frondosos agératos. Donde ese camino llevaba a la parte trasera de la casa había una pérgola nueva, cargada de dondiegos de día con las flores mirando al cielo. Había pájaros volando como flechas por todas partes en una cacofonía de voces. Un colibrí en los dondiegos. Varios chochines lo bombardeaban con su canto desde la rama baja de un manzano silvestre, lo mismo que un par de ruiseñores adecuadamente azules que estaban cerca de una calabaza. Viéndolos recordó con una sonrisa cuando Donald Wade había sugerido que su madre pusiera el ruiseñor azul de cristal en el alféizar de la ventana. Bueno, ahora tenían sus propios ruiseñores azules.

Y abejas…, abejas por todas partes, colectando néctar y polen del mar de color que más les gustaba, zumbando, elevándose con unas alas sedosas para desplazarse hacia la flor siguiente y unir la música de su aleteo a la de los pájaros.

No se encontró con algo de color rojizo hasta que se acercó más a la casa. A poca distancia del último peldaño del porche, había un barreño grande pintado de blanco del que sobresalían las rosas, en tal cantidad que caían en cascada por encima de los bordes. Las había de color carmesí, coral y rosa, y eran tan fragantes que le dio vueltas la cabeza. En los peldaños del porche había unas cuantas aplastadas, marchitas. Las levantó para olerlas y echó un vistazo al claro antes de volver a dejarlas como estaban, con cuidado, como si fueran los adornos de una ceremonia religiosa.

Alzó los ojos hacia la puerta mosquitera, subió los peldaños y la abrió esperando oír en cualquier momento a Elly o a los niños preguntar quién era.

En la cocina no había nadie.

– ¿Elly? -gritó, dejando caer el petate.

En medio del silencio que le respondió observó los rayos de sol que cruzaban el suelo y subían por el zócalo. La cocina olía bien, a pan y a especias. En la mesa había un tapetito de ganchillo y un jarro de loza gruesa blanca lleno de una selección de flores del patio; en el alféizar de la ventana, el ruiseñor azul de cristal. La habitación estaba ordenada, limpia. Recorrió con los ojos el armario donde había una tartera de esmalte blanco cubierta con un paño de cocina. Levantó una esquina del trapo y vio qué había debajo: barritas de miel con pacanas sin glasear, a medias. Tomó un pellizco, se lo puso en la boca y asomó la cabeza al salón.

– ¿Elly?

Silencio. Un silencio de tarde de primavera que le envolvió el alma.

En su dormitorio tampoco había nadie. Se quedó en la puerta saboreando los detalles conocidos: el juego de tocador de encaje de Madeira, una bandejita en forma de zapatilla que contenía horquillas, un montón de pañales limpios doblados… La cama. Descubrió que no era ninguna decepción haberse encontrado la casa vacía al llegar. Había tenido muy poco tiempo para estar solo. Esos minutos de readaptación le resultaron de lo más reparadores.

Tampoco había nadie en la habitación de los niños. Observó que la cuna de la pequeña estaba ahora allí.

De vuelta en la cocina, tomó una de las barritas doradas y le dio un mordisco (miel, pacanas, clavo y canela). Mmm… Delicioso. Se metió el pedazo que le quedaba en la boca y se acercó cojeando hacia la puerta para salir de la casa.

– ¿Elly? -gritó desde el porche antes de detenerse para escuchar-. ¿Ellyyyyyyyy?

Desde el otro lado del establo, una mula rebuznó como si protestara por que la hubieran despertado. Madam. Se encaminó hacia allí y encontró al animal, pero no a Elly. Fue a mirar en el gallinero; estaba despejado; todos los cobertizos tenían las puertas cerradas; en el huerto no se veía a nadie, y por último, fue al patio trasero, donde pasó bajo la pérgola con su toldo de dondiegos de día. Tampoco había nadie en el tendedero.