Con todas esas flores y con las temperaturas calurosas, habría miel, sin duda. Bajó al colmenar a comprobarlo, para pasar el rato volviendo a familiarizarse con las abejas mientras esperaba a Elly.
La tierra estaba cubierta de un manto de hierba tupida, pero no tenía problemas para avanzar con las muletas por el camino abandonado que el tractor de Glendon Dinsmore había compactado hacía mucho. Todo estaba como lo recordaba: los nogales y los robles, verdes como la cáscara de una sandía, los saltamontes jugueteando entre la larga hierba, la rama muerta en forma de pata de perro y, mucho más adelante, el magnolio al que le crecía un roble en una cavidad del tronco. Culminó una pequeña cuesta y vio el colmenar en la colina siguiente, bajo el cálido sol de mayo, mientras olía ligeramente la fruta fermentada de años anteriores y las plantas silvestres que bordeaban los árboles y el bosque circundante. Dejó que sus ojos vagaran admirados por los árboles achaparrados (melocotoneros, manzanos, perales y membrillos) de la ladera oriental de la colina, ordenados como si estuvieran en formación. Y, a lo largo del extremo sur, las colmenas con la base de color rojo, azul, amarillo y verde que él había pintado. Y a medio camino… una… ¿una mujer? Will estiró el cuello. ¿Lo era? ¿Con un sombrero con velo y pantalones? ¿Llenando las bandejas de agua salada? ¡No, no podía ser! ¡Pero lo era! Una mujer trabajaba con unos guantes amarillos de agricultor que le llegaban a los puños de una de sus viejas camisas de batista azul, con el cuello abrochado y vuelto hacia arriba para cubrirle las mandíbulas. Llevaba dos cubos en el carro de juguete de los niños y estaba agachada para verter el agua con un cazo de metal en las bandejas. ¡Una mujer, su mujer, se ocupaba de las abejas!
Sonrió y sintió que lo invadía un amor lo bastante fuerte como para terminar la guerra si se hubiera podido contener y canalizar.
– ¿Elly? -gritó lleno de júbilo mientras la saludaba con una mano.
Elly se enderezó, lo miró, forzó la vista, se levantó el velo de la cara, se llevó una mano a la frente para protegerse los ojos del sol… y, finalmente, lo reconoció.
– ¡Will! -Dejó caer el cazo y corrió. A toda velocidad, con los brazos y las piernas a pleno rendimiento-. ¡Will! -gritó. El sombrero se le cayó, pero siguió corriendo y saludándolo con la mano enguantada-. ¡Will! ¡Will!
Will sujetó con fuerza las muletas y avanzó cojeando hacia ella, de prisa, con fuerza, de modo que el cuerpo se le balanceaba como la campana de una iglesia un domingo por la mañana. Sonriente. Con el corazón acelerado. Con los ojos húmedos de lágrimas, viendo cómo Elly corría hacia él y los niños salían de entre los árboles y corrían también al oír que su madre gritaba:
– ¡Will está en casa! ¡Will! ¡Will!
Se encontraron junto a un manzano alto y delgado con la fuerza suficiente para tirar una muleta al suelo, y también a Will si no hubiera estado ella ahí para sujetarlo. Brazos, bocas y almas unidos de nuevo mientras las abejas zumbaban una canción de reencuentro y el sol caía sobre una gorra de soldado que yacía sobre el verdor del suelo. Lenguas y lágrimas, y dos cuerpos que se anhelaban mutuamente en medio de un torrente de besos apasionados, apresurados, incrédulos. Se aferraron, embargados de emoción, hundiendo la cara en el otro, oliendo al otro (jabón de afeitar y rosas aplastadas), bocas y lenguas unidas para saborearse una vez más. Y, para ellos, la guerra había terminado.
Los niños llegaron a toda pastilla gritando su nombre y Lizzy P. salió de entre los árboles llorando, olvidada.
– ¡Kemo sabe! ¡Renacuajo!
Will se agachó con rigidez para abrazarlos contra sus piernas. Los rodeó con los brazos y les besó las caras calientes, pecosas, acercándoselos más al cuerpo, oliéndolos también: un par de niños sudorosos que habían estado jugando al sol un buen rato.
– Cuidado con la pierna de Will -advirtió Elly, pero los abrazos siguieron en cuarteto, sin que ella hubiera apartado los brazos de Will, ni siquiera cuando éste saludaba a los niños. Todos se besaban, reían y se tambaleaban al unísono mientras, más abajo, Lizzy estaba quieta al sol, frotándose los ojos y llorando.
– ¿Por qué no nos has avisado de que venías?
– Porque quería sorprenderos.
Elly se secó las lágrimas con los guantes y, luego se los quitó de un tirón.
– Madre mía, ¿pero qué hago con guantes?
– Ven aquí. -Will la sujetó por la cintura, la besó de nuevo en medio de los niños, que no paraban quietos sin soltarlo ni un minuto mientras lo acribillaban a preguntas y a comentarios: «¿Te quedarás en casa? Tenemos gatitos. Caramba, ¿es éste tu uniforme? Tengo vacaciones. ¿Mataste algún japonés? Oye, Will, ¿sabes qué?»
De momento, ni Elly ni Will prestaban atención a los crios.
– Oh, Will… -exclamó Elly con los ojos brillantes de alegría-. No me puedo creer que estés aquí. ¿Cómo tienes la pierna? -Se acordó de repente-. Niños, va, apartaos para que Will pueda sentarse. Puedes sentarte en la hierba, ¿no?
– Sí -confirmó, bajando el cuerpo con rigidez tras inspirar una buena bocanada de aire del huerto frutal.
Más abajo, Lizzy seguía llorando. Donald Wade se probó la gorra de Will, que le tapaba las cejas y las orejas.
– ¡Vaya! -alardeó-. ¡Miradme! ¡Soy un soldado!
– ¡Dame! -pidió Thomas-. ¡Quiero ponérmela!
– ¡No, es mía!
– ¡No es verdad! ¡Yo también quiero!
– Niños, id a buscar a vuestra hermana y traedla aquí.
Salieron disparados como cachorrillos tras una pelota. Donald Wade iba delante, con la gorra puesta, y Thomas le pisaba los talones. Elly se sentó sobre las rodillas junto a Will y le rodeó el cuello.
– Qué buen aspecto tienes, tan moreno y tan guapo.
– ¡Guapo! -rio, y le acarició la cadera.
– Bueno, más que yo con estos pantalones y tu vieja camisa. -No podían dejar de tocarse, de mirarse.
– Yo te veo estupenda. Para comerte.
Le mordisqueó juguetonamente la mandíbula. Elly rio y encorvó un hombro. La risa remitió cuando sus miradas se encontraron, lo que provocó otro beso, esta vez tierno, pausado, nada sexual. Una formalización. Cuando terminó, Will aspiró la fragancia de su mujer con los ojos todavía cerrados.
– Elly… -dijo como si diera las gracias a Dios.
Por fin, salieron de su ensimismamiento.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó entonces Will.
– Ocuparme de tus abejas.
– Eso me ha parecido. ¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?
– Desde que te fuiste.
– ¿Por qué no me lo contaste en tus cartas?
– ¡Porque yo también quería darte una sorpresa!
Había mil cosas que quería decir, como haría un poeta. Pero era un hombre corriente, ni era elocuente ni tenía nada de labia. Sólo pudo decirle en voz baja:
– Eres una mujer increíble, ¿lo sabías?
Elly sonrió y le tocó el pelo, que volvía a llevar largo, con mechones rubios, y le caía sobre la cara como a ella le gustaba. Apoyó los codos en los hombros de Will para rodearle la cabeza con los brazos y sujetarlo, de modo que él volvió a sentir la fragancia de rosa de su piel. Hundió la nariz en el cuello de Elly.
– ¡Dios mío, qué bien hueles! Como si te hubieras restregado el cuerpo con flores.
– Lo he hecho -rio Elly-. No me gustó la menta y, después de leer tus folletos, pensé que podía probar con rosas y me fue bien, así que me las paso por el cuerpo. ¿Sabes qué, Will? -preguntó, entusiasmada. Echó el cuerpo hacia atrás para verle la cara pero sin dejar de rodearle el cuello con los brazos.
– ¿Qué?
– Tenemos miel.
Will cerró los ojos, hizo un gesto sugestivo con los labios y le rodeó los pechos, ocultos entre ambos, con las manos.
– Ya lo sé, cariño. He comido un poco en casa. ¿Quieres probarla?
Elly notó que el corazón se le aceleraba y sintió algo maravilloso en lo más profundo de su ser.
– Más que nada en el mundo -susurró, y le rozó los labios con los suyos.
Como los niños estaban cerca, Will se echó hacia atrás con las manos apoyadas en la hierba cálida mientras ella inclinaba la cabeza para saborearlo a fondo. Cuando Will abrió la boca, inmóvil, la lengua de Elly jugueteó con la suya en una serie de movimientos provocativos. El le devolvió el favor cubriéndole la boca con besos apasionados en los que le chupaba el labio inferior.
– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Donald Wade, que había llegado a su lado con Lizzy P. apoyada en la cadera mientras Thomas se acercaba con la gorra de Will puesta.
– Nos estamos besando -respondió Elly, que había vuelto la cabeza hacia su hijo sin apartar los brazos de Will-. Será mejor que os acostumbréis porque vamos a hacerlo mucho.
Imperturbable, se sentó en la hierba junto a su marido y alargó las manos hacia la pequeña para sujetarla.
– Ven aquí, cielo. Ven a ver a papá. Pero bueno, qué forma de llorar. ¿Acaso creías que íbamos a dejarte sola?
Soltó una risita y apoyó la mejilla de la niña contra la suya antes de sentársela en el regazo para empezar a secarle las lágrimas de la cara. La pequeña miraba atentamente a Will.
Los niños se dejaron caer en la hierba e hicieron lo que hacen los hermanos mayores. Thomas tomó la palma de la mano de Lizzy y la volvió a soltar.
– Lizzy -dijo a la vez, para llamar su atención.
– Este es Will, Lizzy -le explicó alegre Donald Wade, que se había agachado hasta poner sus ojos a la altura de los de la niña-. ¿Puedes decir «papá»? Di «papá», Lizzy -pidió antes de volverse a Will y explicar-: Sólo habla cuando quiere.
Lizzy no dijo «papá» ni «Will», sino que, cuando éste la tomó en brazos, le empujó el tórax esforzándose y retorciéndose para volver con su madre. También volvió a llorar, de modo que, al final, Will se vio obligado a soltarla hasta que se familiarizara de nuevo con él.
– El huerto frutal tiene buen aspecto -dijo-. ¿Hiciste fumigar los árboles?
– No los hice fumigar, los fumigué yo.
– Y el jardín, es lo más bonito que he visto en años. ¿También lo has hecho tú?
– Sí. Con los niños.
– ¡Mamá me dejó poner semillas en los agujeros! -intervino, feliz, Thomas.
– Pues lo hiciste muy bien. ¿Y quién construyó la pérgola para las maravillas?
– Mamá.
– Lo hicimos Donald Wade y yo -añadió Elly-. ¿Verdad, cielo?
– ¡Sí! ¡Y yo puse los clavos y todo!
– ¿En serio? -dijo Will con el debido entusiasmo-. Muy bien hecho.
– Mamá dijo que te gustaría.
– Y tenía razón. Cuando he visto el jardín, creía que me había equivocado de casa.
– ¿De verdad?
Will soltó una carcajada y apretó la nariz chata de Donald Wade con la punta de un dedo.
Se quedaron callados mientras oían el zumbido de las abejas y el viento en las ramas de los árboles que los rodeaban.
– Puedes quedarte en casa, ¿verdad? -quiso saber Elly en voz baja.
– Sí. Me han concedido la licencia absoluta por razones médicas.
Sin dejar de rodear las caderas de Lizzy con un brazo, encontró los dedos de Will en la hierba, detrás de ambos, y los entrelazó con los de ella.
– Eso está bien -se limitó a comentar mientras pasaba una mano por el pelo de Lizzy sin apartar los ojos del rostro de su mando, que estaba moreno e irresistiblemente atractivo con la corbata y la camisa de su uniforme bien abrochada-. Eres un héroe, Will. Estoy muy orgullosa de ti.
– Bueno -dijo Will, que había torcido la boca y reía avergonzado-, yo no lo tengo tan claro.
– ¿Dónde está tu Corazón Púrpura?
– En casa, en mi petate.
– Deberías llevarlo puesto aquí -aseguró Elly apoyándole una mano en la solapa. Luego la deslizó debajo porque no podía dejar de tocarlo.
Notó los latidos fuertes y saludables del corazón de Will bajo los dedos, y recordó todas las imágenes terribles que la habían acosado sobre cómo lo acribillaban a balazos y caía al suelo de la selva, sangrando. Su querido y valioso Will.
– La señorita Beasley se lo contó a los periódicos y publicaron un artículo -explicó entonces a su marido-. Ahora todo el mundo sabe que Will Parker es un héroe.
Will adoptó una expresión pensativa con la mirada puesta en una de las colmenas.
– En esta guerra, todos son héroes. Tendrían que conceder un Corazón Púrpura a todos los soldados que combaten en ella.
– ¿Disparaste a alguien, Will? -preguntó Donald Wade.
– Por favor, Donald Wade, no tendrías que…
– Sí, hijo, y es algo terrible.
– Pero eran malos, ¿no?
La mirada de angustia de Will se fijó en Elly, pero en lugar de verla a ella vio una trinchera inundada por quince centímetros de agua, a su amigo Red, y una bomba que caía silbando del cielo y lo volvía todo colorado ante sus ojos.
– Por favor, Donald Wade, Will acaba de llegar y ya lo estás acribillando a preguntas.
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