– No pasa nada, Elly -aseguró Will antes de dirigirse al niño-: Eran personas, como tú y como yo.

– Oh.

Donald Wade se puso serio para reflexionar sobre aquello. Su madre se levantó.

– Tengo que acabar de llenar las bandejas de agua. No tardaré nada.

Besó la ceja izquierda de Will, se puso los guantes de agricultor y lo dejó con los niños para volver al trabajo. Mientras se alejaba, se volvió una vez para volver a ver a su marido e intentar asimilar que estaba allí para quedarse.

– ¡Te amo! -le gritó delante de un peral nudoso.

– ¡Yo también te amo!

Elly sonrió y siguió adelante.

Los niños observaron el uniforme de Will: los galones, las insignias. Lizzy ya no recelaba tanto de él y empezó a dar pasos vacilantes por la hierba. El sol caía a plomo, y Will se quitó la guerrera, la dejó a un lado y, tras tumbarse de espaldas, cerró los ojos a la luz brillante que los rodeaba. Pero tras sus párpados cerrados, esa luz se volvió roja. Como la sangre. Y lo vio pasar todo otra vez. Vio a Red gateando como podía por una extensión de carrizo, junto al río Matanikau, y quedarse de repente inmóvil, a descubierto, mientras desde la otra orilla, en manos enemigas, las armas del calibre veinticinco restallaban como látigos, las metralletas retumbaban y un lanzagranadas enviaba sus mortíferos proyectiles cada vez más cerca. Y ahí estaba el pobre Red, en el suelo, sin cobertura, boca abajo, temblando, mordiendo la hierba, paralizado por un pánico terrible que un soldado afortunado no llega a conocer. Se vio a sí mismo saliendo a gatas bajo el fuego enemigo, oyó el suspiro engañosamente suave de las balas que pasaban volando por encima de su cabeza, el ruido sordo de algo que golpeaba detrás de él, a la izquierda, a la derecha. Cuando una granada cayó a cuatro metros y medio, llovió tierra hacia arriba.

– ¡Por el amor de Dios, hombre, tienes que salir de aquí! -gritó a Red, que yacía sin moverse, incapaz. Will sintió su propio pánico, la subida de adrenalina mientras sujetaba a Red para arrastrarlo hacia atrás por el barro y entre matas de hierba arrancadas y llevarlo hacia una trinchera con quince centímetros de agua turbia-. Quédate aquí, macho. ¡Voy a por esos hijos de puta!

Luego volvió a salir con los dientes apretados, reptando, impulsándose con los codos de modo que la punta de la bayoneta se movía a derecha y a izquierda. Entonces aparecieron los aviones de la nada, se oyó el silbido de advertencia mientras Red seguía detrás de él, en la trinchera, donde cayó la bomba.

Will se estremeció, abrió los ojos y se incorporó. A su lado los niños seguían jugando. Las abejas aterrizaban en las aberturas de las colmenas con lo que habían recolectado. Elly regresaba tirando del carro de juguete y los dos cubos vacíos repiqueteaban como un carillón cada vez que las ruedas pillaban un bache en el terreno desigual. Parpadeó para borrar el recuerdo y observó cómo su mujer se acercaba con su atuendo masculino.

«No pienses en Red, piensa en Elly», se dijo. La miró hasta que su sombra le cubrió el regazo.

– Ven aquí -dijo en voz baja con el brazo extendido y, cuando ella se arrodilló, la sujetó. Nada más. Esperaba que ella bastara para sanarlo.


Esa noche, cuando hicieron el amor, fue excelente.

Pero cuando terminaron, Elly notó que Will se alejaba de algo más que de su cuerpo.

– ¿Qué te pasa?

– ¿Qué?

– ¿Qué te pasa?

– Nada.

– ¿Te duele la pierna?

– No mucho.

No lo creyó, pero no era de los que se quejaban, nunca lo había sido. Notó que alargaba la mano hacia el paquete de Lucky Strike para fumar en la oscuridad y vio que la punta del cigarrillo se ponía incandescente cuando Will le daba la primera calada.

– ¿Quieres hablar de ello?

– ¿De qué?

– De lo que sea. De tu pierna…, de la guerra. Creo que no mencionabas las cosas malas en tus cartas por mi bien. Tal vez ahora quieras hablar de ello.

El arco rojo que describió el cigarrillo al llevárselo a la boca creó una barrera más palpable que un alambre de púas.

– ¿Qué sentido tiene hablar de ello? Fui a una guerra, no a una fiesta. Cuando me alisté ya lo sabía.

Se sintió excluida y dolida. Tenía que darle tiempo para que se abriera, porque esa noche no iba a hacerlo, eso seguro. Así que buscó temas para acercarlo de nuevo a ella.

– Seguro que la señorita Beasley se sorprendió al verte.

– Sí -rio Will.

– ¿Te enseñó el álbum de recortes de periódico que hizo sobre toda la acción en el sur del Pacífico?

– No, no lo mencionó.

– Recortó artículos sólo sobre las zonas donde creía que podrías estar combatiendo.

Will rio entre dientes.

– ¿Sabes qué? -dijo Elly entonces.

– ¿Qué?

– Creo que la tienes cautivada.

– ¡Oh, venga ya! Podría ser mi abuela.

– Las abuelas también tienen sentimientos.

– ¡Por favor!

– ¿Y sabes qué más? Creo que tú sientes algo parecido por ella.

Will notó que se ruborizaba en la oscuridad al recordar las veces que había usado a propósito sus encantos con la bibliotecaria.

– Estás loca, Elly.

– Sí, ya lo sé, pero no me importa. Después de todo, nunca tuviste abuela, y que la quieras un poquito no me quita a mí nada.

Will apagó el cigarrillo, la acercó de nuevo hacia sí y le besó la parte superior de la cabeza.

– Eres una mujer increíble, Elly -dijo.

– Sí, lo sé.

Se apartó un poco para mirar la cara de su mujer, olvidando momentáneamente las visiones inquietantes que le acudían a la cabeza sin que él quisiera. Soltó una carcajada, y Elly volvió a apoyarle una vez más la mejilla en el pecho.

– Sea como sea -comentó para seguir distrayéndolo-, la señorita Beasley se ha portado de maravilla mientras has estado fuera, Will. No sé qué hubiera hecho sin ella. Y Lydia también. Lydia y yo nos hemos hecho muy buenas amigas. ¿Y, sabes qué? No había tenido nunca una amiga. -Reflexionó un momento antes de continuar-. Podemos hablar de cualquier cosa… -comentó mientras jugueteaba con el vello del pecho de Will-. Me gustaría que viniera un día con los niños para que pudieras conocerla mejor. ¿Qué me dices, Will?

Esperó, pero Will no contestó.

– ¿Will?

Silencio.

– ¿Will?

– ¿Qué?

– ¿Has oído lo que te decía?

Will apartó el brazo y lo estiró para tomar otro cigarrillo. Elly comprendió que había vuelto a alejarse de ella.


No había ninguna duda, Will estaba cambiado. No sólo era la cojera, eran también los silencios. Los tuvo a menudo los días posteriores: silencios prolongados en que se quedaba absorto pensando en cosas que se negaba a explicar. Una conversación se convertía en un monólogo, y al volverse, Elly veía que tenía la mirada perdida y que estaba absorto, a kilómetros de distancia. También había otros cambios, como el insomnio. A menudo se despertaba y se lo encontraba sentado, fumando a oscuras. A veces soñaba y hablaba dormido, maldecía, gritaba, agitaba brazos y piernas. Pero cuando lo despertaba y lo animaba a hablar, le contestaba que no era nada, que sólo había sido un sueño. Después, se aferraba a ella hasta volver a quedarse dormido e, incluso entonces, seguía teniendo las palmas de las manos sudadas.

Necesitaba pasar tiempo a solas. A menudo bajaba al colmenar a pensar, a sentarse mirando las colmenas y reflexionar sobre lo que fuera que lo perseguía.

Hasta el ruido más insignificante lo sobresaltaba. Un día que a Lizzy se le cayó el vaso de leche de la trona, se levantó de golpe de la silla, explotó y se fue de la casa sin terminar de comer. Regresó treinta minutos más tarde, excusándose, abrazando y besando a Lizzy como si le hubiera pegado. A modo de disculpa, llevó a la niña un juguete sencillo, una bramadera que había hecho él mismo.

Esa tarde se pasó una hora entera con los tres niños en el patio, haciendo girar la madera situada en el extremo de la larga cuerda hasta que hacía un ruido que recordaba el de un motor acelerando. Y, después de haber estado con los niños, parecía más tranquilo.

Hasta la noche que hubo una tormenta a las tres de la madrugada. Un trueno tremendo zarandeó la casa, y Will se levantó de un salto de la cama gritando como si tuviera que hacerse oír por encima de un bombardeo:

– ¡Red! ¡Dios mío, Reeed!

– ¿Qué pasa, Will?

– Elly, oh, Dios mío, abrázame.

Volvió a ser su salvación, pero aunque Will temblaba violentamente y sudaba como si estuviera bajo los efectos de una fiebre tropical, se guardó sus terrores para sí.

Físicamente, seguía sanando. Al cabo de una semana de regresar estaba impaciente por andar sin muletas y, al cabo de un mes, no se resistió más y lo hizo. Le encantaba la bañera, tomaba largos baños con sales que aceleraban la curación y aceptaba siempre encantado la oferta de Elly de frotarle la espalda. Aunque los médicos de la Armada le habían ordenado que se hiciera reconocimientos quincenales, se saltó la orden y se puso a cuidar de las abejas antes incluso de haber prescindido de las muletas, y volvió a trabajar en la biblioteca a las seis semanas de estar en casa, sin consultar a ningún facultativo. Hacía las mismas horas que antes, lo que le dejaba los días libres. Así que pintó un cartel que colocó en la parte inferior del camino de su casa: piezas y llantas usadas de automóvil. De este modo empezó a dedicarse a la venta de chatarra, lo que reportó una cantidad sorprendente de dinero regular. Junto con el sueldo de la biblioteca, el cheque por discapacidad del Gobierno y los beneficios de la venta de huevos, leche y miel, productos de los que había constante demanda debido a que el azúcar estaba racionado, sus ingresos subieron hasta un punto totalmente desconocido hasta entonces por Will o por Elly.

Ahorraban la mayor parte del dinero porque, aunque Will seguía soñando con proporcionar lujos a Elly, la Junta de Producción Bélica había detenido hacía mucho la producción de la mayoría de artículos para el hogar, de modo que la ropa, los alimentos y los enseres domésticos estaban estrictamente racionados, y en la tienda de Purdy los puntos que valían figuraban junto a los precios en los estantes. Lo mismo ocurría en la gasolinera, aunque Will y Elly estaban catalogados como agricultores, con lo que recibían más cupones de racionamiento de los que necesitaban.

El único lugar en el que podían disfrutar de su dinero era el cine de Calhoun. Iban todos los sábados por la noche, aunque Will se negaba a hacerlo si daban una película de guerra.

Entonces, un día, llegó una carta de Lexington, Kentucky. La enviaba Cleo Atkms. Elly la dejó apoyada en la mesa de la cocina y, cuando Will entró, se la señaló.

– Hay algo para ti -se limitó a decir antes de volverse.

– Oh… -Will la recogió, leyó el remite y repitió en voz más baja-. Oh.

Pasado un minuto de silencio, Elly se giró hacia él.

– ¿No vas a abrirla?

– Sí, claro. -Pero no lo hizo. Se quedó mirándola y pasando el pulgar por las letras escritas.

– ¿Por qué no te la llevas al huerto de árboles frutales para leerla, Will?

– Sí, eso es lo que haré -contestó tras alzar los ojos, llenos de dolor, y tragar saliva con fuerza…

Cuando se hubo ido, Elly se sentó pesadamente en una silla de la cocina y se tapó la cara con las manos, llorando por él, por la muerte de su amigo al que no podía olvidar. Recordó que hacía mucho le había hablado del único otro amigo que había tenido, el que lo había traicionado y había declarado en su contra. ¡Qué solo debía de sentirse ahora! Era como si cada vez que tendía la mano a otro hombre esa amistad le fuera arrebatada. Antes de la guerra, no hubiese imaginado nunca lo valioso que era un amigo. Pero ahora tenía dos amigas, la señorita Beasley y Lydia, de modo que entendía el dolor de Will por la pérdida de su compañero de fatigas.

Le dio media hora y fue a buscarlo. Estaba sentado al pie de un manzano viejo y nudoso cargado de fruta verde, con la carta en el suelo, junto a la cadera. Con las rodillas dobladas, los brazos cruzados y la cabeza agachada, era la viva estampa del abatimiento. Se acercó sin hacer ruido por la hierba y se arrodilló delante de él para ponerle las palmas de las manos en los antebrazos y apoyarle la cara en un hombro. Y él empezó a sollozar. Elly le deslizó las manos hacia la espalda y lo sujetó cariñosamente mientras él depuraba sus penas.

– Dios mío, Elly -soltó por fin-. Yo lo maté. Lo llevé hasta esa trinchera y lo dejé en ella, y entonces le cayó una bomba de lleno, y me volví y vi su pelo rojo volando en pedazos y grité…

– Ssss…

– ¡Red! ¡Reeeeeed! -gritó de nuevo entonces con la cara levantada hacia un cielo silencioso. Fue un grito tan largo y tan fuerte que las venas de las sienes, del cuello y de los puños cerrados le sobresalieron como si estuvieran grabadas en mármol.