– Tú no lo mataste; intentabas salvarle la vida.

La rabia sustituyó al pesar.

– ¡Maté a mi mejor amigo y me dieron un condenado Corazón Púrpura por ello!

Hubiera podido replicarle que se había ganado el Corazón Púrpura merecidamente, en otra batalla, pero vio que no era el momento de razonar. Will necesitaba expresar su rabia, expulsarla como el pus de una herida. Así que le acarició los hombros, contuvo sus propias lágrimas y le ofreció el apoyo silencioso que sabía que necesitaba.

– Y ahora su prometida me escribe. ¡Dios mío, cuánto la amaba Red! Y va y me dice: «No tiene que culparse de nada, cabo Parker.» -Agachó la cabeza de nuevo entre sus brazos-. ¿Es que no comprende que yo tengo la culpa de todo? Él siempre estaba hablando sobre cómo los cuatro nos veríamos después de la guerra, y que quizá podríamos comprar un coche e ir de vacaciones juntos a la montaña, tal vez a las Smoky Mountains, donde el verano es fresco, y él y yo podríamos ir a pescar.

Se volvió y se lanzó a los brazos de Elly, impulsado por la fuerza del sufrimiento. Se aferró a ella, acurrucado, y aceptó por fin el consuelo que ella le ofrecía. Elly lo abrazó, lo meció, dejó que le empapara el vestido con sus lágrimas.

– Ay, Elly… Elly… Maldita guerra.

Elly le sujetó la cabeza como si fuera tan pequeño como Lizzy, cerró los ojos y lloró con él, por él, y volvió a ser una vez más la madre/esposa que él siempre necesitaría que fuera.

Al final, la respiración de Will empezó a normalizarse, su abrazo a suavizarse.

– Red era un buen amigo -concluyó.

– Háblame de él.

– ¿Quieres leer la carta?

– No. Ya leí más que suficientes cuando estabas fuera. Cuéntamelo tú.

Y él lo hizo. Esta vez tranquilamente, le contó lo que había sido realmente estar en Guadalcanal. Le habló del sufrimiento, del miedo, de las muertes y de la carnicería. De la «última cena» a bordo de The Argonaut, con bistec y huevos ilimitados para llenar la tripa a cualquiera antes de llegar a la playa donde se esperaba que se la vaciaran a tiros; de la balsa neumática en la que se embarcaron en medio de un mar terrible que bramaba tan fuerte en los imbornales del submarino que nadie podía oír nada por encima del ruido; del trayecto lleno de sacudidas sobre un coral peligrosísimo que amenazaba con rasgar las embarcaciones neumáticas, de modo que todos sus ocupantes se hubieran ahogado antes incluso de llegar a la costa infestada de japoneses. De lo que era llegar empapado y seguirlo estando los siguientes tres meses; ver cómo el enemigo hacía huir a tu flota y te dejaba sin suministros por tiempo indefinido; atacar una choza con el dedo en el gatillo y ver a seres humanos salir disparados hacia atrás y caer con la sorpresa reflejada aún en sus rostros; aprender qué tres especies de hormigas son comestibles mientras permanecías dos días tumbado boca abajo con un francotirador esperando en un árbol, y las hormigas que te pasaban por debajo de la nariz se convertían en tu alimento. Le contó la sangrienta batalla de Bloody Ridge; lo que había sido ver a hombres sufrir lo indecible durante días mientras las moscas ponían huevos en sus heridas; comer cocos hasta que preferías tener malaria a tener diarrea. Le habló de lo que un cuerpo humano se retorcía incluso después de muerto. Y, por último, de Red, del Red que él había querido. Del Red vivo, no del muerto.

Y cuando Will se hubo depurado, cuando se sintió vacío y exhausto, Elly le tomó la mano y volvieron a casa juntos bajo el sol de última hora de la tarde, cruzando el huerto de árboles frutales y pasando por debajo de la pérgola cargada de flores, para empezar la ingrata tarea de olvidar.

Capítulo 20

La guerra había sido dura con Lula. La había privado de todo lo que más le importaba: las medias de nailon, el helado de chocolate… y los hombres. Especialmente los hombres. Los mejores, los sanos, jóvenes y viriles se habían ido. Sólo habían quedado mierdas como Harley, de modo que no tenía más remedio que seguir obteniendo lo que necesitaba de ese pedazo de bruto. Pero ya ni siquiera podía chantajearlo. En primer lugar, no había gasolina para ir a Atlanta a mirar escaparates como hacía antes. ¡Quién podía ir a ninguna parte con diez míseros litros a la semana! Y aunque pudiera hacerlo, en las tiendas no había nada por lo que valiera la pena hacer chantaje. Ese condenado Roosevelt lo controlaba todo: no había coches, no había horquillas, no había secadores de pelo. ¡Y no había nada, absolutamente nada, de chocolate! Lula no entendía por qué todos los soldados que estaban en Europa tenían tantas chocolatinas que podían regalarlas mientras que ellos, en casa, tenían que pasarse sin ellas. Había aguantado mucho, pero que Roosevelt dictara una orden estableciendo de qué sabores podían hacerse los helados fue la gota que colmó el vaso. ¿Cómo diablos esperaba que un restaurante siguiera abierto sin helado de chocolate? ¿Y sin café?

Lula apoyó un pie en la tapa del retrete y se puso maquillaje para las piernas desde los dedos del pie hasta el muslo, irritada de nuevo por no tener medias de nailon. ¿Pero podía saberse cuántos paracaídas necesitaba el Ejército? Bueno, que no se dijera que Lula no lucía estupenda, por más obstáculos que tuviera que vencer. Cuando hubo terminado de aplicarse el maquillaje, se dibujó con cuidado una línea negra en la parte posterior de la pierna con un lápiz de ojos para simular las costuras. En bragas y sujetador, se dirigió a toda prisa a su dormitorio, se subió a la cama y se miró la parte posterior de las piernas en el espejo del tocador para comprobar el resultado. ¡Le había quedado perfecta!

Sacó del armario el vestido más sensual que tenía, largo por encima de las rodillas, ceñido en las caderas, con el talle naranja y blanco, unas hombreras enormes y un escote pronunciado. Lo probaría una vez más, sólo una. Si no conseguía nada, por lo que a ella respectaba, el engreído de Will Parker podría hacer lo que le viniera en gana. Después de todo, una mujer tenía su orgullo.

Se enfundó el vestido y regresó al cuarto de baño para hacerse su habitual recogido alto. Por lo menos tenía el rizador, y los bucles que le caían sobre la frente le rebotaban gratamente como muelles.

Toda arreglada, maquillada y perfumada, se tocó el pelo, posó delante del espejo con los brazos en jarras y las pantorrillas muy juntas, como Betty Grable, hizo su mohín más coqueto, se miró los dientes para comprobar que no estuvieran manchados de carmín y decidió que aquel hombre tenía que estar loco si prefería a la chiflada de Elly antes que a ella.

Se pasó la lengua por los dientes, se echó el aliento en la palma de la mano para olerlo y hurgó en el bolso para sacar una cajita de pastillas de regaliz. Maldijo a Wrigley, lo mismo que a Roosevelt, por suministrar chicle gratis al Ejército entero de Estados Unidos durante todo el tiempo que durara la guerra mientras que, en casa, la gente que quería pagar por él tenía que conformarse con chupar esas pastillitas.

Pero, a pesar de los pesares, partió en busca de su presa con un aliento agradable, unas piernas esculturales y un escote revelador. ¡Por el amor de Dios, ese hombre la hacía arder de deseo más que nunca! Ahora era un ex combatiente con un Corazón Púrpura. ¡Figúrate! Y todavía cojeaba un poco al andar, lo que lo hacía más atractivo aún.

Lo había visto a través del escaparate del café el día de mayo que había vuelto de la guerra, y casi se había ahogado en su propia saliva al verlo subir con las muletas los peldaños de la biblioteca para ir a ver a la vieja señorita Beasley. Antes de que hubiera llegado a la puerta, Lula había apretado el pubis contra la parte posterior de la barra para aliviarse un poco, y la reacción de su cuerpo al verlo no había cambiado nada desde entonces. En agosto seguía mirando la plaza sin cesar para atisbarlo un momento, y cuando no estaba en el pueblo, bastaba con que pensara en él para que todo se le removiera por dentro. Había que verlo con ese uniforme, con esas muletas, con ese bronceado y con esos ojos seductores bajo la visera de su gorra. Era el mejor pedazo de carne que había en aquel pueblo, y Lula juró por Dios que sería suyo por mucho que le costara lograrlo.

La puerta trasera de la biblioteca no estaba cerrada con llave. Giró el pomo sin hacer ruido. Dentro, oyó una radio que sonaba bajito y vio una luz tenue al final del estrecho pasillo de atrás. Lo recorrió de puntillas y se detuvo para asomarse a la sala principal de la biblioteca. Will sólo tenía una luz encendida y había corrido las cortinas para evitar que se viera desde el exterior. ¡Qué íntimo! ¡Eso sí que era tener suerte!

Will estaba trabajando, de espaldas a ella, con una rodilla en el suelo para mirar la parte inferior del tablero de una mesa. Tenía un destornillador en la mano y silbaba una canción. Lula se quitó silenciosamente los zapatos, los dejó junto a la mesa de préstamos y cruzó sigilosamente la habitación.

Cuando se detuvo tras él, pudo oler su tónico capilar y se estremeció de pies a cabeza. Como era habitual, se limitó a seguir los instintos de su cuerpo. No se detuvo a pensar que no se puede abordar por sorpresa a un ex combatiente entrenado en el arte de la supervivencia, con reacciones rápidas e instintos mortíferos, que se sobresaltaba con facilidad tras luchar en Guadalcanal. Era atractivo, olía bien y estaba segura de que tocarlo iba a ser una delicia. Con un movimiento suave y femenino, se acercó a él y empezó a deslizarle las manos alrededor del tronco.

Will echó el codo hacia atrás de golpe y le dio en el vientre. Luego se puso de pie de un salto, se giró de modo que hizo perder el equilibrio a Lula, le atizó un golpe terrible en un lado del cuello y la tumbó al suelo, por donde se deslizó dos metros antes de quedar enroscada alrededor de la pata de una mesa.

– ¡Qué diablos haces aquí! -estalló entonces.

Lula no podía hablar, no después de que la hubiera dejado sin respiración.

– ¡Levántate y márchate!

Quiso decir que no podía, pero movió las mandíbulas sin lograr emitir el menor sonido. Se acurrucó como pudo y se sujetó el vientre con ambos brazos.

La guerra había enseñado a Will que la vida era demasiado valiosa para desperdiciar ni siquiera un minuto con gente que no te gustaba. Se agachó hacia Lula y la levantó bruscamente.

– A ver si te enteras de una vez de que estoy felizmente casado y no quiero nada contigo, Lula -soltó-. ¡Vete y déjame en paz!

Con el cuerpo doblado, Lula dio unos pasos tambaleantes.

– Me… golpeaste…, borde -logró decir entre jadeos.

La levantó por el pelo tan deprisa que casi le quedó el maquillaje para las piernas en el suelo.

– ¡No me llames así! -le advirtió con los dientes apretados.

– ¡Bájame, cabrón! -gritó.

– ¡Eres una puta! -la insultó, y la alzó aún más.

– ¡Cabrón!

– ¡Puta!

– ¡Ay! ¡Bájame!

Will abrió la mano y Lula cayó como un montón de ropa mojada.

– Lárgate y no vuelvas a acercarte a mí nunca, ¿me oyes? ¡Acabé harto de las de tu calaña cuando era demasiado tonto para saber lo que hacía! Ahora tengo una buena mujer. ¿Me has oído? ¡Una buena mujer! -La levantó por la parte delantera del vestido y la empujó bruscamente nueve veces hasta la puerta trasera, recogiendo los zapatos por el camino. Los lanzó como si fueran dos granadas al callejón, la empujó fuera y le soltó a modo de despedida-: ¡Si estás caliente, ve a buscarte a otro, Lula!

La puerta se cerró de golpe y se oyó el pestillo.

Lula se la quedó mirando con los ojos llenos de odio.

– ¡Maldito seas, gilipollas! -bramó-. ¿Quién te crees que eres para tratarme así? -dio un fuerte puntapié a la puerta y se torció el dedo gordo. Mientras se lo apretaba, gritó más fuerte-: ¡Gilipollas! ¡Imbécil! ¡Marine de mierda! ¡Seguro que tu polla ni siquiera me llenaría la oreja!

Con la cara manchada del rímel que se le había corrido con las lágrimas, Lula bajó los peldaños a trompicones, recogió los zapatos y se marchó cojeando.

Llegó furiosa a su casa y descolgó de inmediato el teléfono. Le chilló el número a la operadora y esperó, dándose golpecitos impacientes en el pecho con el micrófono negro, manteniendo el auricular apretado sobre el pendiente naranja.

– ¿Diga? -oyó, pasados dos timbres.

– Harley, soy Lula.

– Lula -susurró Harley con cautela-. Te tengo dicho que no me llames nunca a casa.

– Me importa un carajo lo que me hayas dicho, Harley, así que cállate y escucha. Estoy que no puedo aguantarme y necesito que hagas algo al respecto, así que no digas nada, súbete a tu condenada furgoneta y ven para acá. Si no estás en mi casa dentro de quince minutos, iré yo en bicicleta a la tuya más deprisa que un ciclón. Y cuando haya terminado mi visita, tu querida Mae ya no tendrá ninguna duda sobre cómo te salieron aquellas manchas amarillentas en el interior de los muslos, ¿comprendes? ¡Muévete, Harley!