VEN A LA PUERTA TRASERA DE LA BIBLIOTECA EL MARTES A LAS 11 DE LA NOCHE, W. P.

Lo envió en un sobre usado de la compañía eléctrica; recortó su dirección con una cuchilla y la sustituyó por otra hecha con letras de periódico.

Cuando Lula recibió la nota por correo la rompió en cuatro pedazos y soltó más tacos que un estibador.

«Ni lo pienses, Parker, después de que me maltrataras de esa forma y me llamaras puta. ¡Vete a la mierda!»

Pero Lula era Lula. Innegablemente apasionada. Cuanto más pensaba en Will Parker, más caliente se ponía. Ese hombretón. Ese pedazo de marine. Con esos hombros, esas piernas y ese enfurruñamiento. Le encantaba el enfurruñamiento, y también le encantaban los silencios inquietantes. Pero había visto una muestra de su genio y, si explotaba de ese modo en medio de un buen polvo… ¡bueeeeno! ¡Sería memorable! Y otra cosa que había descubierto: los hombres que tienen los lóbulos de las orejas largos suelen tener la polla a juego, y los lóbulos de las orejas de Parker no eran lo que se dice pequeños.

A las nueve del martes por la noche Lula estaba pegando con cinta adhesiva la nota rota. A las nueve y media sentía un ardor terrible en sus partes. A las diez estaba metida en una bañera llena de burbujas, preparándose.


Harley Overmire estaba agazapado bajo una llovizna fría de diciembre, maldiciéndola. Pero tenía suerte en una cosa: en los estados de la costa seguía vigente la obligación de mantener las luces apagadas por la noche. No había farolas. No había ventanas iluminadas. Nadie estaba en la calle a partir de las diez a no ser que dispusiera de autorización.

«Venga, Lula, venga. Tengo frío y estoy empapado, y quiero ir pronto a casa a acostarme.»

Tenía la puerta trasera de la biblioteca dos metros y medio por encima de la cabeza, al final de un tramo de peldaños altos de hormigón con una barandilla de hierro. Había oído a Parker cerrarla con llave e irse hacía más de media hora, y se había quedado escondido sin moverse, como un francotirador en un árbol, oyéndole bajar las escaleras, poner en marcha el coche e irse sin encender los faros.

Ahora estaba allí agazapado con su chaqueta negra de caucho y su viejo sombrero de fieltro, notando que la lluvia se le colaba por un roto del hombro. Se abrazó, con la espalda apoyada en el frío hormigón de la pared, y siguió escuchando cómo el agua de lluvia goteaba de los aleros de la biblioteca al callejón. El trapo untado de aceite le rodeaba la mano. Era algo sólido a lo que aferrarse.

Cuando oyó los pasos de Lula, el corazón se le aceleró como el de un mapache al ver una manada de lobos. Llevaba zapatos de tacón alto (clic, clic, clic), seguramente destapados, porque pisó un charco y soltó un taco. Esperó a que llegara al tercer peldaño y entonces se deslizó rápidamente para situarse sigilosamente detrás de ella.

Había planeado hacerlo deprisa, limpiamente, de modo anónimo. Pero el condenado trapo era viejo y se rasgó, de modo que Lula pudo soltarse, volverse y verle la cara.

– Harley…, no…, por…

Y se vio obligado a terminar el trabajo con las manos.

No había planeado ver la impresión y el horror en el rostro de Lula. Ni la brutalidad de su agonía. Pero la falta de luz no era tan absoluta como para ocultarlo. Y Lula forcejeó. Parecía mentira que una mujer de su tamaño pudiera luchar tanto tiempo y con tanta energía.

Cuando por fin sucumbió, Harley bajó tambaleándose los peldaños y vomitó en la pared de la biblioteca.

Capítulo 21

Un día de finales de diciembre, Elly estaba trabajando en la cocina cuando levantó la mirada y vio que Reece Goodloe llegaba al patio en un polvoriento Plymouth negro con los faros regulables y la palabra sheriff en la puerta. Llevaba en el cargo desde que Elly tenía uso de razón, desde antes de que llamara a la puerta de la casa de Albert See para obligarlo a dejar que su nieta fuera al colegio.

Reece había engordado con los años, y la barriga se le movió como un globo de agua cuando se puso bien los pantalones en la cintura mientras se acercaba a la casa. Tenía el pelo fino y escaso, la cara rubicunda y los orificios de la nariz tan grandes como un par de huellas de casco en el barro. A pesar de lo poco atractivo que era, a Elly le caía bien: había sido el responsable de que pudiera salir de aquella casa.

– Buenos días, señor Goodloe -lo saludó desde el porche, al que había salido poniéndose un jersey hecho a mano.

– Buenos días, señora Parker. ¿Ha pasado unas buenas Navidades?

– Sí, señor. ¿Y usted?

– También, muchas gracias -aseguró Goodloe, que echó un vistazo al claro, al patio despejado para el invierno y sin el montón de trastos viejos que había antes. No había duda de que aquel sitio tenía otro aspecto desde que había muerto Glendon Dinsmore-. Tiene todo muy buen aspecto.

– Oh, muchas gracias. Will lo ha hecho casi todo.

– ¿Está él aquí, señora Parker? -preguntó Goodloe tras dedicar un instante a mirar a su alrededor.

– Está ahí abajo, en el cobertizo, pintando unas alzas para las colmenas, preparándolo todo para la primavera.

Goodloe apoyó una bota en el peldaño inferior.

– ¿Le importaría ir a buscarlo, señora Parker? -pidió.

– ¿Pasa algo, sheriff? -dijo Elly con el ceño fruncido.

– Tengo que hablar con él sobre una cosita que pasó anoche en el pueblo.

– Oh… Bueno…, sí, claro -comentó, haciendo un esfuerzo por mostrarse alegre-. Voy a buscarlo.

Mientras cruzaba el patio, Elly tuvo el primer mal palpito. ¿Qué querría el sheriff de Will? Estaba segura de que se trataba de algo oficial. Era evidente que toda esa cháchara era para disimular el motivo real de su visita. Pero ¿cuál sería? Cuando llegó a la puerta abierta del cobertizo sus dudas se le reflejaban claramente en la cara.

– ¿Will?

Will se enderezó y se volvió con la brocha en la mano y el placer, inconfundible, en el semblante.

– Me echabas de menos, ¿verdad?

– El sheriff ha venido a verte, Will.

– ¿Para qué? -Había dejado de sonreír.

– No lo sé. Quiere que vayas a la casa.

Will se quedó inmóvil diez segundos. Luego, dejó con cuidado la brocha atravesada sobre el borde de la lata, tomó un trapo y lo empapó de trementina.

– Vamos -dijo, y siguió a Elly limpiándose las manos.

A cada paso que daba, Elly notaba que el palpito era mayor y empezó a sentir temor.

– ¿Qué puede querer, Will?

– No lo sé. Pero supongo que pronto lo sabremos.

«Que no sea nada -suplicó mentalmente Elly-. Que sea que quiere un carburador para el Plymouth polvoriento, o que Will puso ese cartel del camino en un lugar que es propiedad del condado o que quieren usar prestadas las sillas de la biblioteca para celebrar un baile. Que sea alguna tontería.»

Miró a Will, que iba despacio pero sin vacilaciones, impertérrito. Había adoptado su expresión de disimular lo que pensaba, una expresión que preocupaba a Elly más que verlo fruncir el ceño.

El sheriff Goodloe los estaba esperando junto al Plymouth, con los brazos cruzados sobre la barriga, apoyado en el guardabarros delantero. Will se detuvo frente a él limpiándose aún las manos con el trapo.

– Buenos días, sheriff-dijo.

– Parker -respondió Goodloe, saludándolo con la cabeza y separándose del coche.

– ¿Puedo hacer algo por usted?

– Contestar unas preguntas.

– ¿Ocurre algo?

Goodloe no le contestó.

– ¿Trabajó en la biblioteca ayer por la noche? -quiso saber en cambio.

– Sí, señor.

– ¿La cerró como de costumbre?

– Sí, señor.

– ¿A qué hora?

– A las diez.

– ¿Qué hizo entonces?

– Venir a casa y acostarme, ¿por qué?

Goodloe se dirigió a Elly.

– ¿Estaba usted en casa entonces, señora Parker?

– Claro que sí. Tenemos familia, sheriff. ¿De qué va todo esto?

Goodloe tampoco respondió a eso. Descruzó los brazos para adoptar una postura más firme antes de disparar su siguiente pregunta a Will.

– ¿Conoce a una mujer llamada Lula Peak?

Will notó que la ansiedad empezaba a subirle desde las piernas en forma de un cosquilleo punzante y ardiente. Sin dejar que se le notara la preocupación, se metió el trapo en el bolsillo trasero del pantalón.

– Sé quién es. No puede decirse exactamente que la conozca, no.

– ¿La vio anoche?

– No.

– ¿No entró en la biblioteca?

– Nadie entra en la biblioteca cuando yo estoy en ella. Está cerrada.

– ¿No fue nunca… cuando estaba cerrada?

Will apretó los labios y tensó la mandíbula, pero miró directamente a Goodloe a la cara.

– Lo hizo un par de veces.

Elly dirigió rápidamente los ojos a Will. ¿Un par de veces? Le dio la impresión de que el estómago se le subía a la garganta mientras el sheriff repetía las palabras como si fueran una espantosa letanía.

– Un par de veces… ¿Cuándo fue eso?

– Hace cierto tiempo -contestó Will con los brazos cruzados y los pies separados.

– ¿Podría ser algo más específico?

– Un par de veces antes de alistarme, una después de que volviera a casa. En agosto más o menos.

– ¿La invitó usted a ir?

Will tensó de nuevo la mandíbula, pero ejerció un fuerte control sobre sí mismo y respondió con calma.

– No, señor.

– ¿Qué hacía ahí entonces?

Will era plenamente consciente de que Elly lo estaba observando anonadada.

– Creo que podrá imaginarlo, siendo hombre -dijo tímidamente.

– Mi trabajo no consiste en imaginar cosas, Parker. Mi trabajo consiste en hacer preguntas y obtener respuestas. ¿A qué fue Lula Peak a la biblioteca en agosto cuando ésta estaba cerrada?

Will miró directamente a los ojos estupefactos de su mujer para contestar.

– A echar un polvo, supongo.

– Will… -lo reprendió Elly consternada.

Como había esperado que se fuera por las ramas, la franqueza de Will desconcertó momentáneamente al sheriff.

– Bueno… -Se pasó una mano por la nuca, sin saber muy bien cómo seguir-. ¿De modo que lo admite?

– Admito que sé lo que quería, no que lo obtuviera -contestó tras desviar los ojos de su mujer-. Joder, en Whitney todo el mundo sabe cómo es Lula. Esa mujer ronda por el pueblo como una gata en celo y no hace nada por disimularlo.

– Y le rondó a usted, ¿verdad?

Will tragó saliva y tardó un momento en contestar. Las palabras le salieron en voz baja, a regañadientes.

– Supongo que podría decirse así.

– Will -repitió Elly, entre sorprendida y abatida-. Nunca me lo habías dicho -se quejó, acalorada, temblorosa por dentro.

Volvió a mirarla directamente con sus bonitos ojos castaños, armado sólo con la verdad.

– Porque no pasó nada. Pregunta a la señorita Beasley si le hice nunca caso a esa mujer. Ella te dirá que no.

El sheriff intervino.

– La señorita Beasley vio cómo Lula… digamos, esto… ¿lo perseguía?

La mirada de Will se dirigió de nuevo al hombre uniformado.

– ¿Estoy siendo acusado de algo, sheriff? Porque si es así, tengo derecho a saberlo. Y si esa mujer ha presentado cargos en mi contra, no son más que una vulgar mentira. Jamás la toqué.

– Según nuestros archivos, cumplió condena en Huntsville por homicidio involuntario, ¿es eso cierto?

– Sí, es cierto -contestó. La angustia lo invadía, pero exteriormente se mantuvo estoico-. Cumplí mi condena y salí en libertad.

– Por matar a una prostituta.

Will apretó los dientes y no dijo nada.

– Espero que me disculpe, señora -comentó el sheriff a Elly con una ceja arqueada-. Pero no hay forma de evitar estas preguntas. -Se dirigió entonces a Will-: ¿Tuvo alguna vez relaciones sexuales con Lula Peak?

– No -contestó Will conteniendo su rabia.

– ¿Sabía que estaba embarazada de cuatro meses?

– No.

– ¿Era suyo el hijo que estaba esperando?

– ¡No!

El sheriff metió la mano en el coche y sacó de él una bolsa de plástico sellada.

– ¿Había visto esto antes?

Con el cuerpo rígido, Will bajó los ojos para examinar el contenido de la bolsa transparente sin tocarla.

– Parece un trapo de la biblioteca.

– Lee el periódico regularmente, ¿verdad?

– El periódico. ¿Qué tiene el periódico que…?

– Limítese a responder la pregunta.

– Todas las tardes, cuando hago una pausa en la biblioteca. A veces, los traigo a casa cuando la biblioteca ya no los necesita.

– ¿Cuál lee más a menudo?

– ¿Qué diablos…?

– ¿Cuál, Parker?

– No lo sé -contestó Will, que empezaba a irritarse. Se había puesto colorado de lo furioso que estaba-. Joder…

– ¿El New York Times?

– No.

– ¿Cuál entonces?

– ¿Qué pasa, Goodloe?

– Responda.