– ¡Muy bien! El Atlanta Constitution, supongo.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Lula Peak?
– No me acuerdo.
– Bueno, trate de recordarlo.
– A principios de esta semana… No, fue la semana pasada. Puede que el miércoles, o el martes. No sé, no me acuerdo, pero fue cuando iba a trabajar en coche. Estaba cerrando el Café de Vickery cuando pasé de camino a la biblioteca.
– ¿Y no la ha visto desde el martes o el miércoles de la semana pasada?
– No.
– ¿Pero admite que ayer por la tarde fue a trabajar como de costumbre y que volvió a casa alrededor de las diez de la noche?
– No alrededor de las diez. A las diez. Siempre me voy exactamente a las diez.
Goodloe cambió de postura para poder ver bien tanto a Will como a Elly.
– Anoche Lula Peak fue estrangulada en los peldaños traseros de la biblioteca. El forense sitúa la hora de la muerte entre las nueve y las doce de la noche.
La noticia sacudió a Will como un puñetazo en el plexo solar. En cuestión de segundos pasó de acalorado a helado, de colorado a pálido.
«No, yo no, esta vez no. Ya pagué por mi crimen. Maldita sea, déjame en paz. Déjanos en paz a mí y a mi familia.»
El miedo crecía en su interior, pero permaneció inmóvil, receloso de reaccionar del modo equivocado por si el sheriff lo malinterpretaba. Le temblaba todo. Empezaron a sudarle las manos, se le secó la garganta. En ese instante sombrío en que el sheriff le lanzó su bomba, una mezcla de emociones le pasó por la cabeza junto con las cosas que más valoraba: Elly, los niños, la vida que se habían forjado, un buen hogar, la estabilidad económica, el futuro, la felicidad. Pensar que podía perderlos, e injustamente, lo desesperó.
«Ay, Dios mío, ¿qué hay que hacer para ganar… alguna vez?», se dijo a sí mismo.
Pensó que era irónico haber combatido en aquella espantosa guerra, haber sobrevivido y haber vuelto a casa para eso. Pensó en todo lo demás a lo que había sobrevivido: ser huérfano, los años de vida solitaria yendo de un lado para otro, los años en la cárcel, los días de hambre tras salir de ella, los insultos, las burlas. ¿Para qué? La rabia y la desesperación lo dominaron y le provocaron el terrible deseo de hundir el puño en algo duro, de golpear algo, de maldecir el destino cruel que negaba una y otra vez la felicidad a Will Parker.
Pero nada de lo que sentía o pensaba se reflejó en su cara.
– ¿Y usted cree que yo lo hice? -preguntó, inexpresivo, con la garganta seca.
El sheriff sacó una segunda bolsa de plástico, igual que la primera, que contenía los recortes de periódico con el críptico mensaje.
– Tengo pruebas bastante convincentes, Parker, empezando por ésta de aquí.
Will bajó los ojos hacia la nota incriminatoria y, luego, los dirigió de nuevo a Goodloe antes de alargar la mano para tomarla y empezar a leerla. Una oleada de odio le recorrió el cuerpo. Por Lula Peak, que no aceptaba un no por respuesta. Por la persona que la había matado y le había cargado el muerto. Por ese sheriff panzudo que era demasiado idiota para ver más allá de sus narices.
– Habría que ser muy tonto para dejar un mensaje así de claro y esperar salir impune de ello.
Elly lo había estado escuchando todo con un temor creciente, como si estuviera viendo fascinada cómo una serpiente venenosa se le acercaba serpenteante. Cuando Will le devolvía la bolsa a Goodloe, la interceptó.
– Déjeme verlo.
ven a la puerta trasera de la biblioteca el martes a las 11 de la noche, w. p. Mientras la leía, la puerta de la cocina se abrió, y Thomas la llamó desde el porche.
– ¡Mamá, Lizzy vuelve a ir mojada!
Elly no oía nada aparte del latido frenético de su corazón, no veía nada aparte de la nota y de las iniciales W. P.
«Oh, Dios mío, no -pensó aterrada-. Will no. Mi Will no.»
– ¡Mamá! ¡Ven a cambiarle el pañal a Lizzy!
Clavó los pulgares en el borde de la bolsa simplemente por tener algo a lo que aferrarse, algo que estabilizara su mundo desequilibrado. Oyó de nuevo la voz de Will admitiendo hacía poco cosas que hubiese deseado no haber oído nunca: «Solíamos ir al burdel que había en La Grange.» «Yo no era nada quisquilloso. Me quedaba con la que estuviera libre.» «Alargué la mano hacia una botella.» «Cayó como un árbol.» «Se murió tan rápido que apenas sangró.»
Cerró los ojos un momento e inspiró hondo, incapaz de superar el miedo que le atenazaba la garganta. ¿Era posible? ¿Podía haberlo hecho otra vez? Abrió los ojos y se miró los pulgares; se los notó pesados y tres veces más grandes de lo que eran.
Will observó la reacción de su mujer. Vio cómo se esforzaba por conservar el control, cómo lo perdía y lo recuperaba. Cuando alzó los ojos hacia él, eran como dos piedras apagadas en una cara que parecía de lino almidonado.
– ¿Will…?
Aunque sólo dijo su nombre, esa única palabra fue como una hoja oxidada que se le clavó en el corazón.
«Oh, Elly, Elly. Tú también, no.» Los demás podían pensar lo que quisieran pero ella era su esposa, la mujer que amaba, la que le había dado motivos para cambiar, para luchar, para vivir, para hacer planes, para mejorar. ¿Lo creía capaz de hacer algo así?
Tras una vida llena de decepciones, Will Parker debería haber sido inmune a ellas. Pero nada, nada lo había degradado tanto como ese momento. Estaba derrotado, y deseó haber estado en esa trinchera con Red, deseó no haber llegado nunca a ese claro ni haber conocido a la mujer que tenía delante y le había dado falsas esperanzas.
Una puerta se cerró de golpe en el porche.
– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Thomas.
Elly no lo oyó.
– ¿Will? -susurró de nuevo con los ojos desorbitados y la garganta tensa y seca.
Ofendido, Will se volvió.
El sheriff alargó la mano hacia la parte posterior del cinturón en busca de las esposas.
– William Parker -dijo con voz autoritaria-, es mi obligación informarlo de que queda detenido por el asesinato de Lula Peak.
La terrible realidad golpeó a Elly con toda su fuerza. Las lágrimas le asomaron a los ojos asustados y se llevó un puño a los labios. ¡Todo estaba pasando tan rápido! El sheriff, la acusación, las esposas. Verlas la angustió aún más.
En ese momento, Thomas se situó detrás de su madre.
– ¿Qué hace aquí el sheriff, mamá?
Pero ella siguió boquiabierta, incapaz de responder.
Como Will sabía muy bien lo que era tener recuerdos dolorosos de la infancia, no quería que Thomas tuviera ninguno.
– Thomas -ordenó con calma al niño mientras el sheriff le ponía el brazo izquierdo tras la espalda y le cerraba la esposa-, ve a cuidar de Lizzy P., hijo.
Esperó impávido a que se oyera el segundo clic metálico, muriéndose por dentro, pensando: «¡Maldita sea, Goodloe, por lo menos podría esperar a que el niño estuviera de nuevo dentro de casa!»
Pero Thomas había visto demasiadas películas del Oeste para interpretar mal lo que estaba ocurriendo.
– ¿Se está llevando a Will a la cárcel, mamá?
¿Llevándose a Will a la cárcel? De repente, Elly salió de su estupor, indignada.
– No puede… llevárselo así
– Estará en la cárcel del condado, en Calhoun, hasta que se fije una fianza.
– ¿Pero y…?
– Podría necesitar una chaqueta, señora.
¿Una chaqueta? Apenas podía pensar por encima del barullo mental que le ordenaba detener al sheriff de algún modo. Pero no sabía cómo, no conocía sus derechos ni los de Will. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas mientras se quedaba quieta como una tonta.
– Mamá… -Thomas se echó también a llorar. Corrió hacia Will, se le aferró a la cintura-. No te vayas, Will.
El sheriff obligó al niño a soltarse.
– Vamos, jovencito, será mejor que entres en casa.
Thomas se enfrentó al sheriff y empezó a aporrearlo con los dos puños.
– ¡No puede llevarse a Will! ¡No voy a dejarle! ¡Suéltelo!
– Métalo en casa, señora Parker -ordenó el sheriff en voz baja.
El pequeño luchó como un condenado, retorciéndose y sin permitirles calmarlo ni llevárselo de ahí.
– Suba al coche, Parker.
– Déme un minuto, sheriff, por favor… -Will puso una rodilla en el suelo y Thomas le rodeó el robusto cuello con los brazos.
– Will… Will…, no se te puede llevar, ¿verdad? Tú eres bueno, como Hopalong.
Will tragó saliva con fuerza y alzó unos ojos implorantes hacia Goodloe.
– Quíteme las esposas un momento, por favor.
Goodloe inspiró hondo y miró a Elly, avergonzado. Al ver que vacilaba, Will explotó de rabia.
– ¡No voy a escaparme, y usted lo sabe, Goodloe! -soltó.
La mirada afligida del sheriff se posó en el niño que sollozaba abrazado al cuello de Will y, siguiendo su instinto, soltó una de las muñecas de Will. Este rodeó a Thomas con los brazos, de modo que la esposa de metal se balanceaba tras la espalda estrecha del pequeño. Entonces, cerró los ojos, estrujó al niño y le habló en voz baja.
– Sí, tienes razón, renacuajo. Soy bueno, como Hopalong. Recuérdalo, ¿de acuerdo? Y recuerda que te quiero. Y cuando Donald Wade llegue a casa del colegio dile que también lo quiero, por favor.
Separó a Thomas de él y le secó las lágrimas de las mejillas con los nudillos de la mano libre antes de seguir hablando con él.
– Ahora pórtate bien y entra en casa y ayuda a tu madre a cuidar de Lizzy. Harás eso por mí, ¿verdad?
Thomas asintió mansamente con la mirada puesta en el suelo donde Will apoyaba una rodilla. Will lo giró y le dio un empujoncito en el trasero.
– Anda, ve.
Thomas rodeó a su madre sollozando y, un momento después, la puerta mosquitera dio un sonoro golpe al cerrarse. Elly vio cómo Will se incorporaba, aunque su imagen era borrosa a través de las lágrimas que le llenaban los ojos. Y también cómo, con cara de póquer, se llevaba las dos manos a la espalda para permitir que el sheriff le pusiera de nuevo las esposas.
– Will… Oh, Will… ¿Qué…? Oh, Dios mío… -dijo.
Y se movió, por fin, pero de una forma deslavazada, del mismo modo que había hablado. Echó un vistazo a su alrededor como si estuviera ida, alargó una mano, empezó a andar arriba y abajo como un animal salvaje al que han enjaulado por primera vez, como si no acabara de entender que no podía cambiar lo que estaba pasando.
– Sheriff… -Le tocó la manga, pero él ignoró su súplica, pendiente de su prisionero. De repente, Elly se volvió hacia su marido-. Will… -exclamó a la vez que lo sujetaba y se aferraba a la parte posterior de su camisa para apoyar la mejilla empapada de lágrimas en la seca de él-. ¡Will, no te pueden arrestar!
Will se quedó mirando fijamente hacia delante.
– Vámonos -ordenó entonces con frialdad.
– ¡No, un momento! -gritó Elly, alterada, volviéndose alternativamente hacia un hombre y hacia el otro-. Sheriff, ¿no podría…? ¿Qué le van a hacer? Espere, le traeré la chaqueta…
Corrió tardíamente a la casa, sin saber qué otra cosa hacer. Cuando regresó, presa de pánico, los dos hombres estaban ya en el Plymouth. Intentó abrir la puerta trasera pero tenía el seguro echado y la ventanilla subida.
– ¡Will! -gritó apretando la chaqueta contra el cristal. Había caído ya en la cuenta de lo que había motivado la frialdad y la indiferencia de su marido, y necesitaba, arrepentida, hacer algo que le indicara que se había precipitado y que había reaccionado sin pensar-. ¡Toma la chaqueta! ¡Llévatela, por favor!
Pero Will seguía sin mirarla mientras ella apretaba la prenda vaquera contra el cristal.
– Démela a mí -intervino entonces el sheriff. Tiró de la chaqueta a través de su ventanilla y le entregó, a cambio, el trapo manchado de pintura con el que Will se había limpiado las manos-. Lo mejor que puede hacer, señora Parker, es conseguir un abogado. -Puso el coche en marcha.
– ¡Pero no conozco a ningún abogado!
– Entonces se le asignará uno de oficio.
– ¿Cuándo podré verlo? -gritó mientras el Plymouth empezaba a moverse.
– ¡Cuando tenga abogado!
El coche se marchó y dejó a Elly en medio de un remolino de gases de escape.
– ¡Will! -chilló detrás del vehículo que se marchaba.
Y observó cómo se llevaba a su marido, cuya cabeza podía ver por la luna trasera. Retorció los dedos en el trapo maloliente y se tapó la boca con él. Y miró el camino horrorizada, inspirando la trementina mientras combatía el pánico.
La cárcel era un edificio de piedra, parecido a una casa victoriana, situado justo detrás del juzgado donde se había casado. Will se mantuvo imperturbable durante los trámites policiales, el cacheo, el recorrido por el pasillo en el que retumbaron sus pasos, el ruido metálico de la puerta con barrotes al cerrarse.
Estaba en la celda mirando una pared gris, oliendo los orines y el desinfectante con fragancia de pino, tumbado sobre un colchón sucio y una almohada maloliente, con tinta en la punta de los dedos y sin cinturón, con los ojos apagados y conscientemente ajeno a la familiaridad de cuanto lo rodeaba. Pensó en hacerse un ovillo pero le faltó energía. Pensó en llorar pero le faltó ánimo. Pensó en pedir comida, pero el hambre importaba poco cuando la vida no importaba nada. Su vida había dejado de valer en cuanto su mujer lo había mirado con la duda reflejada en los ojos.
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