Pensó en rebatir los cargos, pero ¿para qué? Estaba cansado de luchar, muy cansado. Tenía la impresión de haber estado luchando toda su vida, y muy especialmente los dos últimos años: por Elly, por ganarse la vida, por hacerse respetar, por su país, por su propia dignidad. Y justo cuando lo había conseguido todo, una sola mirada inquisitiva lo había destrozado. Otra vez. ¿Cuándo aprendería? ¿Cuándo dejaría de pensar que podía importarle alguna vez a alguien como algunas personas le importaban a él? Era un imbécil. Un idiota. Un gilipollas. Un borde. Asimiló el significado de la palabra, se lo restregó por la mente como sal en una herida para aumentar voluntariamente su dolor por alguna razón extraña que no entendía. Porque, después de todo, era incapaz de despertar el amor de nadie, porque la vida se lo había demostrado siempre. Parecía que las personas como él, a las que era imposible amar, venían a este mundo a acumular todo el dolor del que los afortunados, los amados, se libraban como por arte de magia. Elly no lo amaba o hubiera salido en su defensa sin pensarlo, como Thomas. ¿Porqué? ¿Por qué? ¿Qué le faltaba? ¿Qué más tenía que demostrar? «Eres un desgraciado, Parker -pensó-. ¿Cuándo vas a crecer y a darte cuenta de que estás solo en este mundo? Nadie luchó por ti cuando naciste, nadie luchará por ti ahora, así que ríndete. Quédate aquí tumbado, en medio del hedor de los meados y acepta que eres un fracasado. Y que siempre lo serás.»


En un claro situado delante de una casa en el camino de Rock Creek, Eleanor Parker vio cómo el sheriff se llevaba a su marido a la cárcel y sintió un pavor mayor que el miedo a perder la propia vida, una desesperación más intensa que el dolor físico y un remordimiento más abrumador que el que le provocaban los sermones sobre el castigo eterno que su abuelo pronunciaba con tanto ardor.

Sabía, ya antes de que el automóvil desapareciera entre los árboles, que había cometido uno de los errores más graves de su vida. Sólo había durado segundos, pero ese breve tiempo era todo lo que Will había necesitado para mostrarse gélido. Había visto y notado su distanciamiento como un bofetón en la cara. Y era culpa suya, únicamente suya. Podía imaginarse lo que estaría sufriendo de camino al pueblo, con las manos esposadas. Estaría desolado, desesperado, y todo por su culpa.

¡Bueno, no era perfecta, caray! De modo que había reaccionado mal. ¿Pero quién diablos no lo hubiera hecho? Will Parker era tan incapaz de matar a Lula Peak como de matar a Lizzy P., y ella lo sabía.

La sangre ardiente de Albert See se le aceleró de repente en las venas, donde se había mantenido oculta desde su nacimiento a la espera de un motivo por el que fluir con fuerza. ¡Y menudo motivo, el amor de su marido! Había tardado demasiado tiempo en encontrarlo, había sido demasiado feliz disfrutando de él, había mejorado demasiado bajo su influencia para perderlo ahora, junto con él.

Así que irguió la espalda, maldijo con fuerza y convirtió su pavor en energía, su desesperación en resolución y su remordimiento en promesa.

«Te sacaré de ahí, Will. Y cuando lo haya hecho, sabrás que lo que viste en mis ojos durante ese insignificante instante no significa nada. Fue algo humano. Soy humana. Y sí, he cometido un error. ¡Pero verás cómo lo corrijo!»

– ¡Thomas, ponte la chaqueta! -gritó, y entró a zancadas en la casa-. Y toma tres pañales limpios para Lizzy P. Y baja al sótano a buscar seis tarros de miel; ¡no, que sean ocho, por si acaso! ¡Nos vamos al pueblo!

Tomó cupones de racionamiento, una caja de melocotones para llevar la miel, una lata de galletas de avena, un bote con sobras de sopa, a Lizzy (con el pañal mojado), una llave maestra y un cojín para poder ver por encima del volante. Cinco minutos más tarde aquel volante le temblaba en las manos. El miedo la hacía aferrarse a él con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. Pero el miedo no detendría a Elly.

Sólo había conducido unas cuantas veces, y lo había hecho por el patio y por el camino que llevaba al huerto de árboles frutales. La primera vez que cambió de marcha hizo un ruido tremendo. Estaba convencida de que se mataría con sus dos hijos menores antes de llegar al final del camino. Pero llegó bien y, como se abrió demasiado al girar hacia la carretera, estuvo a punto de caerse en la cuneta contraria, pero logró corregir el rumbo sin contratiempos. Sudaba por todos los poros, pero sujetó el volante con más fuerza y condujo. Lo hizo por Will, y por ella, y por los niños, que querían a Will más que a nada en este mundo. Lo hizo porque Lula Peak era una buscona mentirosa y ociosa, y una mujer así no debería poder provocar un distanciamiento entre un marido y una mujer que se habían pasado casi dos años demostrándose lo que se querían. Lo hizo porque en algún lugar de Whitney había un hijo de puta que había matado a Lula y no iba a conseguir cargarle el muerto a su marido. ¡No, señor! Aunque eso significara que tuviera que conducir aquel maldito coche hasta la ciudad de Washington para lograr que se hiciera justicia.

Dejó a Thomas y a Lizzy P. con las galletas y la sopa en casa de Lydia, a la que sólo dio una escueta explicación: «¡Han detenido a Will por el asesinato de Lula Peak y voy a contratar un abogado!» Recorrió el resto del camino hasta el pueblo a una velocidad endiablada, pasó por la plaza hacia el colegio, donde aplastó diez metros de césped antes de que el coche se detuviera con la rueda delantera del lado izquierdo sobre un rosal recién plantado que la maestra de segundo, la señorita Natalie Pruitt, había llevado del jardín de casa de su madre para embellecer el austero entorno del edificio. Elly dejó dicho que Donald Wade se bajará del autobús escolar en casa de Lydia Marsh y retrocedió después hacia la biblioteca, donde, al aparcar, subió el coche a la acera sin querer. Lo dejó ahí, impidiendo el paso a los peatones, mientras corría dentro para dar la noticia a la señorita Beasley.

– Esa sabandija de Reece Goodloe vino a casa a detener a Will por matar a Lula Peak. ¿Me ayudará a conseguirle un abogado?

Lo que siguió demostró que, si el amor de una mujer puede mover montañas, el de dos puede cambiar mareas. La señorita Beasley arrancó los libros de las manos a dos usuarios.

– Tendrán que marcharse -les ordenó-, la biblioteca va a cerrar.

Mientras seguía a Elly al exterior, el abrigo le ondeaba como una bandera cuando sopla un fuerte viento.

– Debería tener el mejor -le advirtió a Elly.

– Dígame quién es.

– Tendríamos que ir a Calhoun de alguna forma.

– Si he traído el coche hasta Whitney, puedo llevarlo hasta Calhoun.

La señorita Beasley se detuvo un momento cuando vio el Modelo A de Ford con la tapa del radiador a treinta centímetros de la pared de ladrillo. En ese momento, el municipal llegaba corriendo calle abajo, agitando el puño por encima de su cabeza.

– ¿Quién diablos ha aparcado ese trasto ahí?

La señorita Beasley le apoyó los diez dedos en el pecho y lo empujó hacia atrás.

– Cállese, señor Harrington, y salga del medio o le contaré a su mujer cómo se come con los ojos a las aborígenes australianas desnudas en los números atrasados de National Geographic los jueves por la tarde, cuando ella cree que está en la planta baja comprobando los carteles de los diez fugitivos más buscados. Sube, Eleanor. Ya hemos perdido bastante tiempo. -Cuando las dos mujeres estuvieron en el coche, bajando bruscamente de la acera, la señorita Beasley asomó la cabeza por la ventanilla para advertirle, inmutable, en su habitual tono didáctico-: Cuidado con Norris y Nat, Eleanor; prestan un gran servicio a este pueblo, ¿sabes?

Bajaron de la acera, cruzaron la calzada y subieron a la acera de enfrente, con lo que casi arrancaron al par de octogenarios de su banco de tallado antes de que Elly se hiciera con el control del coche y pusiera la primera. Los pechos de la señorita Beasley iban dando bandazos en el aire como las orejas de un perro spaniel. El coche salió propulsado hacia delante, dobló una esquina a treinta kilómetros por hora y frenó en seco junto al surtidor de White Eagle, al otro lado de la plaza. Cuatro cupones de racionamiento más tarde, Elly y la señorita Beasley se dirigían a Calhoun.

– El señor Parker es inocente, por supuesto -afirmó la señorita Beasley sin dudarlo.

– Por supuesto. Pero esa mujer fue a la biblioteca persiguiéndolo y eso lo perjudicará.

– ¡Bah, tengo una o dos cosas que decir a vuestro abogado sobre eso!

– ¿Qué abogado vamos a contratar?

– Sólo hay uno si quieres ganar el caso: Robert Collins. Tiene fama de ganador, y eso desde la primavera en que tenía diecinueve años y capturó el pavo salvaje con el espolón más grande y la carúncula más larga de la temporada. Lo colgó en el tablón de la competición, en la tienda de Haverty, junto a dos docenas más, pertenecientes a los cazadores con más años y más experiencia de Whitney. Por lo que recuerdo, se habían burlado sin compasión de Robert, convencidos de que era imposible que semejante pipiolo pudiera superar a ninguno de ellos. Menudos bocazas, esos cazadores de pavos. Practicaban siempre sus asquerosos reclamos cuando pasaba alguna chica por la calle, y se reían cuando la pobre pegaba un brinco. Bueno, ese año ganó Robert. Recuerdo que el premio era una escopeta del calibre doce que donaban los comerciantes locales. Y no ha dejado de ganar desde entonces. En Dartmouth, donde se graduó el primero de su promoción. Dos años después, cuando aceptó un caso impopular y logró que indemnizaran a un joven negro que había perdido las piernas al caer en la rueda de paletas del molino harinero en el que trabajaba debido a un empujón que le propinó el propietario. Huelga decir que el propietario era blanco y que costaba encontrar un jurado imparcial. Pero Robert lo encontró, y se hizo un nombre. Después de eso llevó la acusación de una mujer de Red Bud que mató a su propio hijo con una azada de jardín para impedir que se casara con una chica que no era baptista. Por supuesto, todos los baptistas del condado escribieron cartas anónimas ofensivas a Robert en las que aseguraban que estaba calumniando a toda la comunidad baptista. Se le echaron encima todos los diáconos, incluido su propio pastor (Robert es baptista), porque resultó que la asesina era una ferviente feligresa que había conseguido, prácticamente ella sola, reunir los fondos para construir una nueva iglesia de piedra después de que un tornado derribara la antigua, que era de tablas de madera. Una hermanita de la caridad, vamos -añadió en tono desdeñoso-. Ya sabes a qué tipo de gente me refiero. -Se detuvo para tomar aliento y prosiguió-: En cualquier caso, Robert llevó su acusación y ganó, y desde entonces, se lo conoce como un hombre que no cede a las presiones sociales, que defiende a los desvalidos. Un hombre honrado.

En cuanto lo vio, Elly lo reconoció al instante. Era el hombre que había salido del despacho del juez Murdoch charlando apasionadamente con él el día de su boda. Pero no tuvo demasiado tiempo para recordarlo porque enseguida captó su atención el sorprendente inicio del encuentro entre el abogado y la señorita Beasley.

– Beasley, me dijo mi secretaria, y me pregunté si podría ser Gladys Beasley -comentó, cruzando la antesala concurrida y abarrotada con paso pausado y tendiéndole una mano delgada.

– Podría serlo y lo es. Hola, Robert.

El abogado le estrechó la mano con las dos suyas y soltó una risita que dejó ver unos dientes amarillentos en una cara arrugada de duende rodeada de pelo color telaraña.

– Tan formal como siempre. La única compañera de clase que me llamaba Robert en lugar de Bob. ¿Sigues trabajando en la Biblioteca Municipal Carnegie?

– Sí. ¿Sigues cazando pavos en Red Bone Ridge?

El hombre volvió a reír, con el cuerpo arqueado hacia atrás pero sin soltarle la mano.

– Sí -respondió-. La última vez que fui, cobré un macho de nueve kilos y medio.

– Con una carúncula de treinta centímetros y un espolón de dos centímetros y medio, que colgaste en la pared de la tienda para poner en su lugar a los cazadores veteranos.

Una vez más la risa del abogado interrumpió su conversación.

– Con una memoria así hubieras sido una buena abogada.

– Eso te lo dejé a ti porque, por aquel entonces, no animaban a las chicas a estudiar derecho.

– Venga, Gladys, no me digas que me sigues guardando rencor porque me pidieron que pronunciara el discurso en la ceremonia de graduación como alumno más aventajado.

– En absoluto. Eligieron al mejor. -De repente, se puso seria-. Basta de cháchara, Robert. Te he traído a una clienta que necesita muchísimo de tus expertos servicios. Si la ayudaras, o para ser más exactos, si ayudaras a su marido, lo consideraría un favor personal. Su nombre es Eleanor Parker. Eleanor, te presento a Robert Collins.