Elly le dirigió una mirada esperanzada, plena de expectativas.
– ¿Y echan de la calle a los que violan el toque de queda?
– ¡Exacto!
– Vamos -dijo, y puso el coche en marcha.
Encontraron a Norris y a Nat MacReady tomando el sol de última hora de la tarde en su habitual banco de la plaza. Los dos recibieron sendos tarros de una excelente miel de Georgia a cambio de la cual revelaron encantados los detalles sorprendentes de una conversación que habían oído detrás de la biblioteca una noche del mes de agosto anterior. Habían estado juntos tanto tiempo que hubieran podido compartir un solo cerebro, porque lo que uno empezaba el otro lo terminaba.
– Norris y yo recorríamos la calle Comfort y llegamos al callejón de la parte posterior de la biblioteca, donde crecen los arbustos, junto a la incineradora… -explicó Nat.
– … y entonces un zapato de tacón alto salió volando y me dio en el hombro. Nat puede corroborarlo…
– Porque le salió un cardenal que le duró más de cuatro semanas.
– Venga, Nat -lo reprendió Norris-, me parece que exageras un poco. Diría que no fueron más de tres.
– ¡Tres! -se enfureció Nat-. Empieza a fallarte la memoria, chico. Lo tuviste cuatro semanas enteras porque, si lo recuerdas, te hice un comentario sobre él el día que…
– ¡Señores, señores! -los interrumpió la señorita Beasley-. La conversación que oyeron.
– Oh, eso. Bueno, primero salió volando el zapato…
– Luego, oímos al joven Parker gritar lo bastante alto como para despertar a todo el pueblo…
– «¡Si estás caliente, ve a buscarte a otro, Lula!», eso es exactamente lo que dijo, ¿verdad, Nat?
– Ya lo creo. Entonces, la puerta se cerró de golpe y la señorita Lula…
– … fuera de sí, la golpeó y, enojadísima con Parker, le soltó unos improperios que, si quieren, pueden leer en nuestro diario pero que…
– ¿Diario?
– Sí. Pero ni a Norris ni a mí nos gustaría repetirlo, ¿verdad, Norris?
– Desde luego que no, no delante de un par de señoras. Diles qué pasó después, Nat.
– Bueno, entonces la señorita Lula gritó que Will tenía una…ejem… -Nat carraspeó mientras buscaba un eufemismo elegante. Pero fue a Norris a quien se le ocurrió.
– … una… esto… virilidad -susurró la palabra-, que seguramente no llenaría la oreja de Lula.
– ¿Le contaron esto al sheriff? -preguntaron casi a la vez la señorita Beasley y Elly.
– El sheriff no lo preguntó. ¿Verdad, Norris?
– No.
Lo que dio a Elly la idea de publicar un anuncio en el periódico. Al fin y al cabo, publicar un anuncio le había dado resultado antes. ¿Por qué no iba a hacerlo de nuevo? Pero la señorita Beasley tenía los tobillos hinchados, así que Elly la llevó a casa antes de regresar a las oficinas del Whitney Register. Entregó otro litro de miel como pago del anuncio, que afirmaba simplemente que E. Parker, del camino de Rock Creek, pagaría una recompensa por cualquier información que condujera a retirar los cargos contra su marido, William L. Parker, en el caso del asesinato de Lula Peak. Para su asombro, el director, Michael Hanley, ni pestañeó, sino que le dio las gracias por la miel y le deseó suerte antes de terminar diciéndole: «Se casó con un hombre excelente, señora Parker. Se fue a luchar como un hombre en lugar de pasar el dedo bajo una sierra como cierta persona de este pueblo.»
Lo que hizo recordar a Elly la vieja hostilidad de Harley Overmire hacia Will y le llevó a preguntarse un momento si tendría que mencionárselo a Reece Goodloe o a Robert Collins. Pero no tuvo tiempo de pensar demasiado en ello, porque desde las oficinas del periódico se dirigió directamente a la inmobiliaria, donde dejó sin cortesías una pesada llave maestra de níquel sobre el mostrador, seguida de otro tarro más de miel.
– Quiero poner a la venta un inmueble -anunció a Hazel Pride.
El marido de Hazel Pride estaba combatiendo en el sur de Francia y la había dejado a cargo del negocio mientras estuviera fuera. Como había leído hasta la última palabra sobre el heroísmo de Will Parker y su Corazón Púrpura, saludó afablemente a Elly y, tras comentarle que era una vergüenza lo que le había pasado al señor Parker, le dijo que si había algo que ella pudiera hacer, se lo hiciera saber. Al fin y al cabo, Will Parker era un veterano con un Corazón Púrpura, y ningún veterano que había pasado por tanto debería ser tratado como lo había sido él. Después, le preguntó si querría que la llevara hasta la casa en su coche.
Elly declinó la oferta y siguió a Hazel en su propio coche. Era una tarde fría de finales de invierno. Las matas de maravillas, que estaban secas y sin hojas alrededor de la puerta principal, formaban un entramado descuidado. El césped tenía el color del cáñamo. Los dos coches lo aplastaron cuando pararon junto a la puerta trasera.
De todas las cosas que Elly había hecho ese día, ninguna le resultaba tan difícil como entrar en aquella casa sombría con Hazel Pride y avanzar hacia las sombras opacas que se ocultaban tras los detestados estores verdes, más allá del lugar del salón donde había rezado, más allá del rincón donde había muerto su abuela sentada en una silla de la cocina y más allá del dormitorio donde su madre se había ido volviendo loca poco a poco, oliendo los excrementos secos de murciélago del desván mezclados con polvo, moho y malos recuerdos. Le costó, pero lo hizo. No sólo porque necesitaba el dinero para pagar a Robert Collins, sino porque había llegado tan lejos en un día que imaginaba que podía llegar hasta el final. Además, sabía que complacería a Will.
En el salón, subió todos los estores, uno tras otro, dejando que se enrollaran de golpe. La luz del sol se coló en el interior para mostrar motas de polvo que flotaban en el aire viciado de una casa abandonada con excrementos de ratón en el suelo de linóleo.
– Dos mil trescientos -anunció Hazel Pride a la vez que daba unos golpecitos en su bloc-. Como máximo, teniendo en cuenta el trabajo que hará falta para que vuelva a ser habitable.
Imaginó que dos mil trescientos dólares pagarían con creces los honorarios de Collins y aún le quedaría dinero de sobra para las recompensas que esperaba pagar. Insistió en firmar los documentos allí mismo, dentro de la casa. De ese modo, una vez saliera de la casa, se habría librado de ella para siempre.
Y lo hizo. Cuando subió de nuevo al coche de Will y recorrió el césped del jardín hacia la calle, se sentía aliviada, absuelta.
Pensó en ese día, en los miedos que había superado simplemente atacándolos de frente. Había conducido hasta Calhoun por primera vez, se había enfrentado con un pueblo que ya no parecía intimidarla sino ayudarla, había puesto en marcha la maquinaria de la justicia y se había deshecho de los fantasmas de su pasado.
Estaba cansada. Tanto que quería meter el coche en el siguiente camino agrícola y dormir hasta la mañana.
Pero Will seguía en la cárcel, y allí metido, cada minuto debía de parecerle un año. Así que volvió a Calhoun para ver al sheriff Goodloe, cantarle las cuarenta por sus métodos descuidados de investigación y ponerlo sobre la pista del diario de Norris y Nat MacReady. Se olvidó, sin embargo, de mencionar a Harley Overmire.
Capítulo 22
Will yacía sumido en la miseria en su catre. Desde el pasillo le llegaban las reverberaciones de una puerta metálica que se abría y se cerraba. Permaneció inerte, mirando la pared. Se acercaron unos pasos. Un par, dos pares. Zapatos de piel sobre hormigón: un ruido conocido, demasiado conocido.
– ¿Parker? -Era la voz del ayudante Hess-. Tu abogado está aquí.
– ¿Mi abogado? -se sorprendió Will, que levantó la cabeza de la almohada y volvió el cuello.
Junto al joven Hess había un hombre mayor con el pelo canoso suelto y la piel bronceada, un poco encorvado, vestido con un traje marrón y una camisa blanca arrugada con una corbata anudada a media altura.
– Su esposa vino a verme y me pidió que viniera a hablar con usted.
– ¿Mi esposa? -Will se incorporó para sentarse en el borde de la cama.
– Y Gladys Beasley -afirmó el hombre mientras el ayudante Hess abría la puerta. Entonces entró sin prisa en la celda con la mano tendida-. Me llamó Bob Collins -dijo, y esperó mirando a Will con unos ojos grises. Se le veía divertido, como si estuviera acostumbrado a presentarse a presos sorprendidos.
– Will Parker. -Se levantó y le estrechó la mano.
«No sólo fue a Calhoun sino que, además, contrató a un abogado», pensó Will mientras saludaba al hombre.
Pero ¿qué clase de abogado era? Llevaba un traje que parecía haber estado en una lavadora y una camisa que parecía no haberlo estado. Tenía el pelo de punta como un diente de león a punto de soltar las semillas, con algún que otro mechón que sobresalía de los demás como si fuera a salir volando en cuanto soplara la menor ráfaga de viento. No sólo iba desaliñado sino que se movía con una lentitud cansada que hizo que Will pensara que tal vez se había quedado agarrotado a medio sentarse. Ahí se había quedado, con el trasero apuntado en la dirección correcta mientras Will contaba los segundos (uno, dos, tres), hasta que finalmente se sentó, soltando el aire y sujetándose una rodilla huesuda con una mano igual de huesuda. Cuando por fin habló, su tono de voz jocoso era el adecuado para un discurso en honor del presidente saliente de una sociedad hortícola de señoras.
– Fui al instituto con Gladys Beasley -dijo-. Durante cierto tiempo, había dudas sobre a cuál de los dos debían nombrar mejor alumno del curso. Siempre fui de la opinión que ese año tendrían que haber nombrado a dos. -Soltó una risita como para sí mismo y apoyó la mandíbula en un dedo-. Gladys Beasley, después de tantos años, ¿quién lo iba a decir?
Alzó los ojos y dirigió una mirada algo traviesa a Will antes de proseguir.
– Era una mujer despampanante. Y lista, además. La única de toda la clase que podía hablar de algo más inteligente que la longitud de los dobladillos y la altura de los tacones. Era tan brillante que me imponía. Siempre quise pedirle que saliera conmigo; no sé por qué no llegué a hacerlo.
Will estaba confuso. No entendía por qué Gladys Beasley le recomendaba a un carcamal como aquél. El hombre chocheaba, olía como el interior del envoltorio de una momia y era propenso a divagar. Pensó que tal vez le iría mejor si se defendía él mismo.
Pero justo cuando las opiniones de Will estaban cristalizando, Collins le lanzó una bola con efecto.
– Dígame, Will Parker, ¿mató o no a Lula Peak?
– No, señor -respondió rotundamente Will con los ojos castaños fijos en los apagados ojos grises de Collins.
El abogado asintió tres veces de modo casi imperceptible y observó en silencio a Will quince largos segundos.
– ¿Tiene alguna idea de quién lo hizo? -preguntó entonces.
– No, señor.
Se produjo de nuevo el largo silencio que daba la impresión de que la maquinaria oxidada del destartalado cerebro de Collins necesitaba lubricante. Pero, cuando habló, Will se sintió aliviado.
– Pues tenemos trabajo. La comparecencia ante el juez para la lectura de cargos es mañana.
Collins aceptó el caso, y prometió presionar en todos los ámbitos posibles para intentar que el juicio se celebrara pronto. Dijo que era muy bueno presionando. Will no lo creyó. Pero, a pesar de su aspecto desastrado y de su aparente lentitud (tenía la costumbre de tirarse del lóbulo de una oreja, cruzaba los brazos y se quedaba quieto como si estuviera confundido), era brillante, concienzudo y no lo impresionaba nada la acusación. Además, estaba convencido de que iba a ganarse la simpatía del jurado insinuando que la policía se había abalanzado sobre Will más que nada por sus antecedentes penales cuando lo que debería de haber primado era su expediente militar. No daba demasiado crédito a la nota que contenía las iniciales de Will; creía que incluso podría resultarles útil, ya que había que ser muy ingenuo para no ver que la habían dejado para inculparlo.
La comparecencia fue rápida y previsible: el juez denegó la fianza debido a los antecedentes penales de Will. Pero, fiel a su palabra, Collins logró que la audiencia ante el gran jurado se celebrara al cabo de una semana. Los testigos dispuestos a declarar a favor de Will empezaron a amontonarse, pero, como en este tipo de audiencias el acusado no puede contar con un abogado, las pruebas del fiscal pesaron más que si hubiera podido rebatirlas: el gran jurado lo acusó formalmente.
La decepción aplastó a Will. Se lo llevaron de la sala por varios pasillos que conducían directamente a la cárcel, de modo que no tuvo ocasión de saber si Elly estaba en algún lugar del juzgado aguardando la decisión del gran jurado. Había esperado como un idiota poder verla un instante, había soñado que se acercaba a él con los brazos abiertos y le decía: «No pasa nada, Will, perdonemos y olvidemos, pasemos página.»
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