– ¡A conducir!
– … mi ayuda económica, ha repartido miel por todo el condado de Gordon para que la gente olvidara todas las cosas desagradables que se dijeron sobre ella hace años y ha estado dando la lata al sheriff Goodloe para que encuentre al verdadero asesino? ¿Y por qué se ha puesto en contacto con Hazel Pride y la ha llevado a esa casa abandonada en la que ninguna mujer que haya sufrido lo que sufrió Eleanor debería haber tenido que volver a entrar nunca?
– ¿Quién es Hazel Pride? -pudo intervenir Will por fin.
– Pues es la agente inmobiliaria local. Eleanor ha puesto en venta la casa de su abuelo para pagar los honorarios de su abogado, para que tenga la mejor defensa que un hombre puede tener en este estado. Pero para ello tuvo que enfrentarse con esa casa, y a un pueblo lleno de… «gilipuertas» que no se merecen que nadie se humille ante ellos. ¡Pero ella lo hizo, y lo hizo por usted, señor Parker! Porque lo ama tanto que se enfrentaría con cualquier cosa en este mundo por usted. Y usted se lo paga negándole el perdón por una reacción que habría sido igual de natural en usted si hubiera sido ella la que tuviera antecedentes penales y la hubieran vuelto a acusar de algo. -La señorita Beasley se serenó y se recostó en la silla con aires de superioridad moral-. Puede que estuviera equivocada sobre la clase de persona que es usted.
Will estaba tan anonadado que comentó el hecho más irrelevante.
– Me dijo que la habían traído hasta Calhoun.
– ¡Que la habían traído! ¡Bah! Conduce ese deplorable automóvil que usted arregló, y será un milagro que no se mate antes de que todo esto termine. Casi mató a Nat y a Norris, por no hablar de los edificios con los que ha chocado y las aceras a las que se ha subido. ¡Pero si no están a salvo los rosales de nadie! Esa cafetera le da un miedo terrible, pero se aferra al volante y conduce. Hasta Whitney, en ocasiones dos veces al día, y todo eso para llegar a casa creyendo que usted ya no la ama. ¡Debería darle vergüenza, señor Parker! -La señorita Beasley amonestó a Will con un dedo índice, como si tuviera seis años-. Ahora quiero que piense en el daño que le ha hecho en lugar de estar aquí sentado pensando sólo en usted. ¡Y la próxima vez que venga a visitarlo, haga las paces con ella!
Como el gran jurado, la señorita Beasley no ofreció a Will ninguna oportunidad de rebatir los cargos. Se marchó con el mismo aire majestuoso con que había entrado, y lo dejó sintiéndose como si un tornado lo hubiera llevado por el aire.
De nuevo en su celda, tuvo una reacción extraña, una ligera alegría. ¿Elly… conduciendo el coche? ¿Elly… reuniendo testigos? ¿Elly… entrando en esa casa?
¡Por él!
Comprendió lo que la señorita Beasley se había propuesto hacer, y que, con su estilo único e inimitable, había hecho: lograr que se diera cuenta de lo mucho que Elly lo amaba. Tenía que amarlo para superar todos esos temores, todos esos miedos que durante años la habían mantenido prisionera en el camino de Rock Creek, que la habían mantenido distanciada de la gente del pueblo, negando necesitar a nadie.
Tras la visita de la señorita Beasley, el letargo de Will fue desapareciendo, sustituido por la inquietud y la esperanza. Empezó a andar arriba y abajo en su celda, haciendo crujir los nudillos, preguntándose qué testigos habría encontrado Elly, sonriendo al pensar en que los había ablandado con miel. ¡Dios santo, qué mujer! Anduvo arriba y abajo… y meditó… y dio gracias por haber conocido a Elly y a Gladys Beasley.
Una hora después de que esta última se hubiera ido, Will tomó una decisión.
– ¡Hess! -gritó-. ¡Ven aquí, Hess! -Golpeó estrepitosamente los barrotes con el tenedor de la comida-. ¡Quiero que lleves un mensaje a mi mujer, Hess!
– ¡Un momentito, Parker! -respondió una voz a lo lejos.
– ¡Date prisa, Hess!
– ¡Ya voy, ya voy! -El ayudante apareció por el pasillo-. ¿Qué pasa?
– ¿Puede ir el sheriff a mi casa para decir a Elly que quiero verla?
– Supongo.
– Pues ponte en contacto por radio con él y dile que le agradecería que lo hiciera lo antes posible.
– De acuerdo -dijo Hess. Se dio la vuelta para irse, pero se detuvo y volvió la cabeza con una sonrisa torcida en los labios-. Hay que ver lo que impone la señorita Beasley cuando lo regaña a uno, ¿verdad?
– ¡Madre mía, ya lo creo! -indicó Will, pasándose una mano por el pelo-. Para serte franco, ha hecho que me alegrara de estar a salvo detrás de estos barrotes.
Hess soltó una carcajada, dio dos pasos y se giró de nuevo.
– Todo el mundo lo comenta -aseguró-. Me sorprende que no lo supieras.
– ¿De qué hablas?
– De que tu mujer conduce ese coche por todas partes como si no hubiera racionamiento para movilizar testigos que declaren a tu favor, como dice la señorita Beasley. ¿Sabes qué? Elly y yo fuimos juntos al colegio y yo era uno de los que decían que estaba chiflada. Pero ahora la gente dice que está dejando en ridículo al fiscal. ¡Que el que se está volviendo loco es él porque le da miedo lo que vayan a sacar a la luz ella y Collins durante el juicio!
El corazón de Will empezó a latir de entusiasmo.
– ¿Podrías decir también a Collins que quiero verlo?
– Podría si no estuviera fuera.
– Fuera. ¿Dónde?
– No lo sé. Tu mujer lo tiene corriendo como un zorro delante de una manada de sabuesos, siguiendo pistas. Pero te diré algo.
– ¿Qué?
– Logró que fijaran el juicio para la primera semana de febrero.
– ¿Tan pronto?
– No subestimes a ese viejo abogado, especialmente si tu mujer está trabajando con él -aconsejó Hess mientras se alejaba despacio. Entonces, se detuvo y sonrió a Will-. Por el pueblo circula una broma, aunque en realidad no es ninguna broma. -Se rascó la cabeza-. Bueno, podría decirse que es un poco de respeto que llega con quince años de retraso. La gente dice al verla: «¡Cuidado, que ahí viene Elly Parker con su miel!» -explicó Hess, antes de volverse y añadir-: Nadie está seguro de si realmente dio o no un litro de miel al juez Murdoch, pero se dice que es él quien os casó y que también es él quien presidirá tu juicio.
Cuando llegó al final del pasillo y abrió la puerta, Hess soltó una última risita.
– Avisaré a tu mujer de que quieres verla, Parker -aseguró, y la puerta se cerró de golpe.
Capítulo 23
Elly no volvió a ir a verlo. Pero le envió un traje nuevo, una corbata de rayas y una camisa blanca con gemelos, además de los zapatos del uniforme perfectamente lustrados para que se lo pusiera todo el día del juicio. Y una nota: «Vamos a ganar, Will. Besos, Elly.»
Se vistió pronto, se peinó con mucho cuidado. Hubiese deseado llevar el pelo más corto sobre las orejas. Volvió una y otra vez al espejo para pasarse las yemas de los dedos por la mandíbula afeitada, para retocarse el nudo de la corbata, para ponerse bien los gemelos, para desabrocharse y abrocharse de nuevo la chaqueta. Pensar que volvería a ver a Elly lo llenaba de ilusión. Anduvo arriba y abajo, hizo crujir los nudillos, se miró una vez más en el espejo. Se pasó de nuevo los dedos por el pelo, sobre las orejas, preocupado por no ir lo bastante arreglado, no para el jurado sino para ella.
«Aguanta, Ojos Verdes, no renuncies aún a mí. No soy el gilipollas que he parecido últimamente. Una vez hayamos ganado el juicio, te lo demostraré», pensó, mirándose a los ojos en el espejo.
Elly también se había esmerado mucho al vestirse. Iba de amarillo. Tenía que ser de amarillo, el color con el que se autoafirmaba. El color del sol y de la libertad. Se había confeccionado un traje de chaqueta a juego con una gabardina del color de la mantequilla batida, con hombreras y los bolsillos abrochados. Ella también regresaba con temor al espejo para mirarse: se había cortado el pelo para que, cuando apareciera en público, Will no tuviera motivos para sentirse avergonzado. Al mirarse las cejas depiladas y los labios color coral, vio a una mujer tan impecable y elegante como las que salían en las fotografías de las revistas que había en el salón de belleza de Erma.
«Espera, Will -pensó-. Cuando todo esto termine, seremos las dos personas más felices del mundo.»
Mientras esperaba sentada en el juzgado, no apartaba los ojos de la puerta por donde sabía que él iba a entrar.
Cuando lo hizo, sus ojos se encontraron y les dio un vuelco el corazón. Elly no lo había visto nunca vestido de civil. Estaba imponente, con el pelo engominado que parecía más oscuro de lo habitual, la corbata almidonada y la cara morena que resaltaba sobre el cuello blanco de la camisa.
Cuando entró, Will alzó la vista y el cuello de la camisa, de repente, le apretó. Sabía que vestiría de amarillo. ¡Lo sabía! Como si quisiera remarcarlo, el sol de las nueve de la mañana caía oportunamente sobre ella. ¡Cuánto la amaba! Quería estar libre para ella, con ella. Se sostuvieron la mirada mientras él avanzaba por la sala. El pelo, ¿qué se había hecho en el pelo? ¡Se lo había cortado! Lo llevaba corto en el cuello y sobre las orejas, con una onda a un lado y volumen en la parte superior. Le resaltaba los pómulos de un modo de lo más atractivo. Quería acercarse para decirle lo bonita que estaba, para agradecerle el traje y la nota, y decirle que la amaba. Pero como tenía a Jimmy Ray Hess a su lado, sólo pudo seguir andando y mirarla boquiabierto. Elly sonrió y lo saludó discretamente con dos dedos. El sol pareció dirigir entonces sus rayos hacia él. Notó un calor repentino como el que había notado en la estación de tren de Augusta cuando la había visto acercarse entre la multitud. Le sonrió a modo de respuesta.
La mujer sentada a la izquierda de Elly le dio un codazo suave y se agachó hacia ella para comentar algo. Se dio cuenta entonces de que era Lydia Marsh. Y a la derecha de Elly estaba sentada la señorita Beasley, severa y sobria como siempre. Sus ojos se cruzaron con los de Will, y éste la saludó con la cabeza con un nudo en la garganta.
Cuando ella asintió con la cabeza de forma apenas perceptible y lo animó con la cara, Will respiró tranquilo.
Amigas. Amigas de verdad. Lo invadió la gratitud pero, una vez más, la única forma en que pudo expresarlo fue saludando también con la cabeza a Lydia y dirigiendo una última mirada prolongada a Elly antes de llegar a la mesa de la defensa y tener que volverse de espaldas a ellas.
Collins ya estaba ahí, vestido como un conservador estrafalario de museo con un traje morado de lana arrugado, una apestosa camisa de algodón amarilla y una corbata de seda con un estampado de… ¡flamencos! Cuando le quitaron las esposas, Collins se levantó para estrecharle la mano.
– La cosa pinta bien. Veo que tiene un grupo de animadoras.
– No quiero que suba a mi mujer al estrado, Collins, recuérdelo.
– Sólo si es necesario, ya se lo dije.
– ¡No! La destrozarán. Sacarán a colación todo eso de que está chiflada. Puede subirme a mí, pero no a ella.
– No será necesario. Ya lo verá.
– ¿Dónde estaba ayer? Pedí que le avisaran de que quería verlo.
– Cállese y siéntese, Parker. Estaba fuera para salvarle el pellejo, persiguiendo a unos testigos que su mujer había encontrado.
– ¿Quiere decir que es cierto? Ha estado…
– Todo el mundo en pie, por favor -anunció con sequedad el alguacil-. El Juzgado del Condado de Gordon abre la sesión; preside la sala el honorable Aldon P. Murdoch.
Will observó boquiabierto cómo entraba Murdoch, vestido de negro, pero contuvo la necesidad de volver la cabeza para ver la reacción de Elly. Murdoch recorrió la sala con la mirada, se detuvo en Will y siguió adelante. Aunque su expresión era inescrutable, Will sólo pudo pensar una cosa: que por algún milagro, había ido a parar a las manos de un hombre justo. Ese convencimiento provenía de la imagen de dos niños sentados en una silla giratoria compartiendo una caja de puros llena de caramelos de goma.
– Siéntense, por favor -ordenó Murdoch.
Al hacerlo, Will se inclinó hacia Collins.
– No es cierto que lo sobornara, ¿verdad?
Collins echó un vistazo por encima de las gafas de cerca que llevaba apoyadas en la punta de la nariz a los documentos que estaba sacando de un maletín arañado.
– Lo dirá en broma. El juez Murdoch no se deja impresionar. Hubiera presentado cargos contra ella tan rápido que le habría centrifugado la miel.
Empezó el juicio.
Ambos abogados presentaron sus conclusiones provisionales. Collins lo hizo despacio, arrastrando las palabras, como si no hubiera dormido lo suficiente la noche anterior.
El fiscal Edward Slocum lo hizo con pasión y florituras.
Tenía la mitad de la edad de Collins y medía casi el doble. Con un cuidado traje de sarga azul, una camisa impecable y una corbata almidonada, hacía que, en comparación, Bob Collins pareciera anticuado. Al verlo hablar con su voz sonora de barítono y su gran estatura, uno no podía sino pensar que Collins ya iba camino de la tumba. Los ojos de Slocum eran negros, intensos, francos, y la onda de pelo que le cubría la parte superior de la cabeza le confería el aspecto de un gallo que retaba a cualquiera de su gallinero a cloquear sin su permiso. Era elocuente e imponía físicamente. Slocum prometió presentar al jurado pruebas irrefutables que demostrarían, más allá de toda duda, que Will Parker había asesinado a sangre fría y con premeditación a Lula Peak.
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