—He de dejarme guiar siempre por mi destino —dijo—. Es necesario que lo aceptemos… Robert y yo.

Me di cuenta de que, en cierto modo, estaba advirtiéndome y me pregunté qué habrían dicho de mí. Mi atractivo no había sufrido menoscabo con los partos. De hecho, creo que se había realzado. Me daba cuenta de que las miradas de los hombres me seguían, y había oído decir que era una mujer muy deseable.

—Voy a enseñaros una cosa —dijo, y se levantó y se acercó al tocador.

Sacó de allí un pequeño paquete envuelto en un papel sobre el que había, escrito con su letra: «Retrato de mi señor».

Desenvolvió el paquete. Y miró el rostro de Robert.

—Un parecido extraordinario —dijo—. ¿No os parece?

—Nadie podría decir que es otro que el conde de Leicester.

—£e lo enseñé a Melville y también me dijo que el parecido era extraordinario. Quería llevárselo a su soberana pues pensaba que en cuanto viese este rostro no sería capaz de rechazarlo.

Luego se echó a reír maliciosamente.

—Pero no quise dárselo —continuó—. Es el único que tengo suyo, le dije, así que no puedo desprenderme de él. Creo que lo entendió.

Me lo había entregado y de pronto me lo arrebató con cierta brusquedad. Lo envolvió otra vez cuidadosamente. Era un símbolo de sus sentimientos hacia él. Jamás permitiría que se apartase de ella.




Sin duda Robert había creído que, tras honrarle tanto la Reina, el siguiente paso sería el matrimonio. También yo creía que en realidad eso era lo que pretendía ella, pese a insistir en su decisión de mantenerse virgen. Él era ahora muy rico (uno de los hombres más ricos de Inglaterra), e inmediatamente se dedicó a reforzar y embellecer el castillo de Kenilworth. Era lógico esperar que se diese importancia, y mantenía, desde luego, relaciones muy familiares con la Reina. La alcoba de ésta era en muchos sentidos una cámara de Estado y, siguiendo una costumbre secular, Isabel había recibido en ella a ministros y dignatarios, pero Robert seguía entrando sin anunciarse y sin que le llamase. En una ocasión, le había quitado la muda a la dama encargada de entregársela a la Reina y se la había entregado él mismo. Le habían visto besarla estando ella en la cama.

Me acordé de lo que había oído sobre el pasado de Isabel con Thomas Seymour cuando él entraba libremente en su dormitorio. Pero cada vez me convencía más de que entre ellos no había una relación amorosa física. A Isabel siempre le atraía la excitación de los sentidos (los suyos y los de sus admiradores) y según algunos era así como pretendía que continuasen siendo sus relaciones.

Había infinidad de rumores sobre ella y naturalmente se apartaban mucho de la verdad. Pero sus rechazos matrimoniales eran el asombro del mundo. No podía haber habido Reina tan cortejada sin resultado, y aunque esto constituyese una diversión gozosa para Isabel, era sin duda algo molesto y muy poco halagador para sus pretendientes.

Robert, que era el primero de ellos, empezaba a exasperarse. Tenían la misma edad, y ya no podían considerarse jóvenes, y si la Reina quería tener un heredero sano era hora de que se casaran.

Ella conocía como Reina la importancia de esto, y, sin embargo, no se decidía. Cuando sus pretendientes habían sido príncipes extranjeros, la gente había creído que los rechazaba porque quería a Robert Dudley, pero ahora que pasaba el tiempo irremisiblemente y ella no mostraba ninguna inclinación al matrimonio, todos, salvo los enemigos más encarnizados de Robert, hubiesen preferido verla casada con él, dado que parecía sin duda enamorada.

Sin embargo se resistía, y entonces la gente empezó a preguntarse si habría alguna otra razón por la que se negase a casarse.

Se murmuraba que había algo en ella distinto a las otras mujeres. Se decía que no podía tener hijos y, sabiéndolo, le parecía inútil y absurdo casarse con un hombre sólo para dejarle compartir el trono. Se murmuraba que sus lavanderas habían revelado el secreto de que tenía tan pocos períodos mensuales que parecía natural que no pudiese tener hijos. Yo opinaba, sin embargo, que ninguna de sus lavanderas se habría atrevido nunca a revelar un secreto como aquél. Era un misterio, pues si alguna mujer ha estado enamorada alguna vez, Isabel estaba enamorada por aquel entonces de Robert Dudley. Y lo extraño era que no hacía esfuerzo alguno por ocultarlo.

Me pregunté muchas veces si su educación no habría ejercido sobre ella algún efecto. Cuando contaba tres años, había muerto su madre, por lo que era lo bastante mayor (siendo además como era excepcionalmente precoz) para haberla echado de menos. Parecía muy poco probable que su alegre e inteligente madre pasase mucho tiempo con su hija, pero yo suponía que las visitas que le hacía debían ser para ella recuerdos imborrables. Ana Bolena había destacado por su gusto elegante y yo había oído decir que le gustaba mucho engalanar a su hija con hermosos vestidos. Y luego, de pronto, había desaparecido. Era fácil imaginar a aquella niñita de agudo ingenio haciendo preguntas sin que le satisficiesen las respuestas. Los hermosos vestidos dejaron de llegar y en su lugar su tutora había tenido que hacer llegar peticiones especiales al Rey para que la proveyese de algunas ropas de las que su hija tenía necesidad urgente. Un padre sobrecogedor, que había decapitado a dos esposas. Una madrastra que había muerto de parto. Otra que había sido desechada y de la que se había divorciado; y por último Catalina Parr, la amable y afectuosa Reina viuda con cuyo marido había coqueteado hasta el punto de que la expulsaran de la casa. Luego había seguido una vida en la que se habían alternado la libertad y la cárcel, con el hacha del verdugo siempre sobre su cabeza, y por fin había subido al trono. No era extraño que estuviese tan decidida a conservarlo. No era extraño, con un padre tal, que desconfiase de las pasiones de los hombres. ¿Podría ser ésta la razón de que no estuviese dispuesta a entregar ni una pequeña porción de su poder… ni siquiera a su amado Robert?

Pero, con el paso de los meses, él se mostraba cada vez más inquieto y les oíamos discutir muchas veces. En una ocasión, oímos como le recordaba que ella era la Reina y que él debía tener más cuidado. Tras esto, él se fue hosco y cabizbajo y ella le hizo llamar y él volvió e hicieron las paces.

Se hablaba mucho de lo que estaba pasando en Escocia.

María se había casado con Darnley, para secreta satisfacción de Isabel, aunque se fingiese irritada por ello. Solía reírse de María con Robert.

—No sabe lo que le espera —dijo—, y pensar que podría haberte tenido a ti, Robert.

A mí me parecía que ella quería castigar a María por no aceptar a Robert, aunque no tuviese la menor intención de cedérselo.

Por otra parte, estaba ganándose el sincero respeto de los astutos políticos que la rodeaban. Hombres como William Cecil, el canciller Nicolás Bacon y el conde de Sussex, empezaron a ver en ella una astuta política. Al principio, su posición había sido un tanto insegura. Cómo iba a poder sentirse segura cuando podían tacharla en cualquier momento de ilegítima. No podía haber gobernante en posición más vulnerable que Isabel. Tenía por entonces unos treinta y tres años, y había conseguido ocupar un lugar en el corazón de su pueblo que rivalizaba con el que había ocupado su padre. A pesar de todo lo que había hecho, Enrique VIII jamás había perdido el apoyo del pueblo. Podía derrochar las riquezas del país en aventuras como la del Campo de la Tela de Oro. Podía tener seis mujeres y asesinar a dos de ellas; pero aun así era su héroe y su Rey y no había habido ningún intento serio de deponerle. Isabel era su hija por su aspecto y por sus actitudes y modales. Su voz recordaba la de él. Maldecía y juraba como su padre; adonde quiera que fuese, decían: «Ahí va la hija del gran Harry», y ella sabía que ésta era una de las mayores ventajas con que contaba. Nadie podía negar el hecho de que era hija de Enrique y de que había habido un tiempo en que éste la había aceptado como legítima.

Pero debía tener cuidado, y lo tenía. María, Reina de Escocia, pretendía el trono. Qué mejor, en consecuencia, que casarla con un joven débil y disoluto que ayudaría a hundir a Escocia y a decepcionar a quienes pudiesen inclinarse a su favor. Catalina y María Grey (hermanas de Juana Grey) estaban ambas en la Torre, por haberse casado sin consentimiento de la Reina. Había dispuesto pues las cosas de modo que quienes, en Inglaterra, pudiesen considerarse con más derechos al trono que ella, estuviesen bien encerrados bajo llave.

Llegaron noticias de que la Reina de Escocia estaba embarazada. Esto resultaba desconcertante. Si María demostraba ser fértil y tenía un hijo, la gente empezaría a compararla con la Reina de Inglaterra. Su pesimismo se alivió al llegar la noticia de la fatídica cena de Holyrood House, Edimburgo, en que, ante los ojos de la Reina, en avanzado estado de gestación, había sido asesinado su secretario italiano Rizzio. Isabel se fingió conmovida e irritada ante la sugerencia de que Rizzio fuese amante de María, pero en el fondo le complacía mucho el rumor. ¡Oh!, aquella Reina nuestra era un enigma.

La Corte estaba en Greenwich, lugar favorito de la Reina porque había nacido allí. El salón de audiencias era majestuoso, lleno de ricos tapices y a ella le gustaba mucho mostrar a los visitantes la habitación en que había nacido. Se plantaba en aquella puerta, con una extraña expresión, y yo me preguntaba si estaría pensando en su madre allí tendida, exhausta, con su hermoso pelo negro tendido sobre la cama. ¿Estaría pensando en el dolor de Ana Bolena cuando le dijeron «es una niña», sabiendo que un muchacho habría significado para ella un futuro distinto? Había en su rostro a veces una feroz decisión, como si estuviese diciéndose a sí misma que demostraría ser mucho mejor que un muchacho.

En fin, allí estábamos en esta ocasión, ella con uno de los majestuosos vestidos de su soberbio guardarropa, de satén blanco y púrpura, tachonado todo de perlas del tamaño de huevos de pájaro y una gorguera en la que resplandecían como gotas de rocío pequeños diamantes.

La Reina bailaba con Thomas Heneage, un hombre muy apuesto por el que empezaba a mostrar gran inclinación, cuando entró William Cecil. Había algo en su actitud que indicaba que tenía que comunicar noticias importantes, y la Reina le indicó que se acercara inmediatamente. Le comunicó algo en voz baja y vi que ella palidecía. Yo estaba cerca, bailando con Christopher Hatton, uno de los mejores bailarines de la Corte.

—¿Os sentís mal, Majestad? —cuchicheé.

Varias de sus damas se acercaron, y ella nos miró a todas lúgubremente y dijo:

—La Reina de Escocia acaba de tener un hermoso hijo y yo soy una estéril inútil. —Apretó los labios triste y pálida. Cecil le cuchicheó algo y ella asintió.

—Que venga Melville a verme —dijo— para que pueda comunicarle mi satisfacción.

Cuando trajeron a su presencia al embajador escocés, había desaparecido de ella todo vestigio de tristeza. Le dijo alegremente que le habían comunicado la noticia y que la satisfacía mucho.

—Mi hermana de Escocia puede considerarse dichosa —dijo.

—Es un milagro divino que el niño haya nacido bien —replicó Melville.

—Oh, sí. Ha habido tantos problemas en Escocia, pero este bonito niño la consolará.

Cuando Melville le preguntó si quería ser madrina del príncipe, contestó:

—Claro, con mucho gusto.

Luego, vi que sus ojos seguían a Robert y pensé: «No puede seguir así». Al tener un hijo la Reina de Escocia tiene que entender claramente que necesita darle un heredero a Inglaterra. Ahora aceptará a Robert Dudley, pues sin duda se ha propuesto siempre casarse con él al final.




Tanto me estimaba la Reina que aquel Año Nuevo me regaló tres metros de terciopelo negro para que me hiciese un vestido, lo cual constituía un costoso presente. Para la festividad de Reyes fuimos a Greenwich. Yo estaba muy animada porque tenía la sensación de que, en las últimas semanas, Robert Dudley había empezado a advertir mi existencia. Muchas veces, en una estancia llena de gente, yo alzaba de pronto la vista y él tenía los ojos fijos en mí. Nos mirábamos y sonreíamos.

No había duda de que Robert no sólo era el hombre más apuesto de la Corte sino también el más rico y el más poderoso. Rezumaba una virilidad que se identificaba de inmediato. Yo no estaba del todo segura de si me atraía con tanta fuerza por esas cualidades o porque estuviese enamorada de él la Reina y cualquier aproximación significase incurrir en su cólera. Un encuentro entre nosotros tendría que llevarse en el mayor secreto, y si llegaba a oídos de la Reina se produciría una tormenta feroz que podría tener funestas consecuencias tanto para Robert como para mí. Sin embargo, tal perspectiva me emocionaba muchísimo. Siempre me había gustado correr riesgos.