No era tan tonta como para no saber que si la Reina le hubiese llamado, él me olvidaría inmediatamente. El primer amor de Robert era la Corona, y era un hombre de objetivos definidos. Lo que quería, lo quería con vehemencia y hacía todo lo posible por conseguirlo. Pero, para su desdicha, sólo había un medio de compartir aquella Corona. Únicamente Isabel podía cedérsela, y a medida que pasaba el tiempo parecía mostrarse más reacia a dárselo.

Cada día era más visible la irritación de Robert. Era un cambio que todos podíamos observar. La Reina le hacía forjar esperanzas que luego ella se encargaba de destruir. Robert debía empezar a darse cuenta al fin de que había grandes posibilidades de que la Reina nunca se casase con él. Había empezado a alejarse de la Corte de vez en cuando por unos días, y esto siempre enfurecía a Isabel. Cuando entraba en una estancia donde había gente reunida, siempre miraba detenidamente buscándole y si no estaba se enfadaba, y cuando nos mandaba retirarnos lo más probable era que recibiésemos un golpe o un pellizco por nuestra incompetencia, cuando la auténtica razón era ,1a ausencia de Robert.

A veces, mandaba a buscarle y exigía saber por qué se había atrevido a irse. Entonces, él contestaba que le parecía que ella no necesitaba ya de su presencia. Discutían; les oíamos gritarse y nos maravillaba la temeridad de Robert. A veces salía bruscamente de los aposentos y ella salía detrás suyo gritándole que se alegraba de verle desaparecer. Pero luego mandaba buscarle y se reconciliaban y él volvía a ser por un tiempo su Dulce Robin.

Pero, desde luego, Isabel nunca cedía en lo más decisivo.

Yo pensaba, sin embargo, que Robert estaba empezando a perder las esperanzas y a darse cuenta de que ella no tenía intención alguna de casarse con él. Veía a Isabel darle palmadas, acariciarle, alisarle el pelo y besarle… pero sin pasar de ahí. Ella jamás permitiría que el amor alcanzase su culminación natural. Yo empezaba a pensar que había algo anormal en ella a este respecto.

Luego, llegó la ocasión que me pareció haber estado esperando toda mi vida. Sin duda había llegado a estar obsesionada con Robert. Quizá fuese el verles tanto juntos lo que espoleó mi impaciencia, dado que jugaban a ser amantes (o al menos ella) de un modo que me parecía estúpido. Tal vez deseara mostrarle a Isabel que había un campo concreto en el que yo podía competir hasta con una Reina y salir victoriosa. Resultaba irritante para un carácter como el mío aparentar siempre humildad y agradecimiento por el favor que me dispensaba.

Lo que contaré a continuación, permanece muy claro en mi recuerdo.

Estaba yo con las damas encargadas de vestirla preparándola para la velada. Ella estaba sentada ante el espejo en camisa y enagua de lino, contemplándose. En sus labios bailoteaba una sonrisa, y era evidente que estaba pensando en algo que la divertía. Imaginé que pensaba en otorgar el título de Rey de la Judía a Robert. Esto formaba parte de los juegos de la Noche de Reyes y al hombre elegido se le permitía actuar según su libre voluntad durante toda la velada. Podía pedir a cualquiera de los presentes que hiciese lo que él dijese y era obligatorio obedecerle.

Era casi seguro que otorgaría este honor a Robert, tal como había hecho anteriormente, e imaginé que pensaba en esto mientras la vestíamos. Miró el reloj oval de Nuremberg en su recipiente de cristal y dijo:

—Vamos, más deprisa, ¿qué estáis esperando?

Una de las damas se acercó a ella con una bandeja con piezas de pelo falso. Cogió una y pronto quedó listo su peinado.

La nueva operación era colocarle el refajo con ballenas y bucarán. Nadie quería hacer esto porque había que atar las cintas muy prietas y solía irritarse si la apretaban demasiado y también si la cintura no lucía tan delgada como deseaba. Pero aquella noche estaba distraída y pudimos hacerlo sin que ella hiciera ningún comentario.

La ayudé a ponerse las enaguas. Luego se sentó y le presentaron una colección de gorgueras para que eligiese. Eligió una de complicados pliegues de puntilla, pero antes de ponérsela hubo que ponerle el vestido. Era un vestido con muchos adornos el de aquella noche, y brillaba y resplandecía a la luz de fanales y velas.

Le llevé su cinturón y se lo puse en la cintura. Me observó atentamente mientras me aseguraba de que quedaban bien sujetos a él el abanico, el pomo y el espejo.

Intenté leer lo que había tras aquella penetrante mirada. Yo sabía muy bien que aquella noche estaba particularmente atractiva y que mi vestido (notable por su propia sencillez) me sentaba mejor que a ella el suyo, con toda su majestuosidad. Mi enagua era de un azul intenso y la costurera había tenido la inteligente idea de decorarla con estrellas fijadas con hilo de plata. La falda era de un azul más claro y mis mangas abombadas del mismo color que las enaguas. El vestido se interrumpía en el cuello, donde llevaba un diamante solitario en una cadena de oro, sobre el cual iba mi gorguera, del encaje más delicado y que, como mis enaguas, estaba tachonada de plateadas estrellas.

La Reina achicó los ojos: yo estaba demasiado guapa para complacerla. En mi interior reí triunfante. No podía reprocharme vestir exageradamente como algunas de sus damas.

—Veo que llevas esas nuevas mangas de marimacho, prima —dijo—. A mi juicio, favorecen muy poco.

Bajé los ojos para que ella no pudiese ver un brillo burlón en ellos.

—Sí, Majestad —dije humildemente.

—Vamos, pues. Seguidme.

Yo iba a su lado cuando nos unimos a los demás, caminando discretamente unos pasos tras ella. Tales actos me impresionaban siempre mucho, pues aún era lo bastante nueva en la vida de la Corte como para sorprenderme. Al aparecer ella, el silencio se hizo de inmediato y la gente se apartó para dejarle paso, lo cual, como le comenté una vez a Walter, me recordaba siempre a Moisés cuando las aguas del mar se apartaron a su paso. Si ella miraba a un hombre, éste caía de rodillas. Y por supuesto, una mujer se inclinaría hasta el suelo con los ojos bajos hasta que la Reina pasase o la mandase alzarse si deseaba hablar con ella.

Vi a Robert de inmediato y cruzamos aquella mirada. Yo sabía que aquella noche estaba excepcionalmente bella. Tenía veinticuatro años, mi matrimonio no era exactamente desgraciado, pero sí insatisfactorio, y esta insatisfacción era algo que el conde de Leicester compartía conmigo. Yo estaba ansiosa de aventuras que aliviasen la monotonía de mi vida. Estaba harta de la tranquilidad del campo. No era mi propósito ser una esposa fiel, según empezaba a temerme, y Robert me obsesionaba.

Me llevaba unos diez años y estaba por entonces en la flor de la vida. Pero Robert parecía pertenecer a ese tipo de hombres que siempre parecen estar en la flor de la vida… o casi siempre. Al menos, siempre resultaría atractivo a las mujeres.

Había dos hombres a los que la Reina había empezado a prodigar sonrisas. Uno de ellos era Thomas Heneage y el otro Christopher Hatton. Ambos eran apuestos en grado sumo. Era fácil adivinar quiénes gozarían de especial favor ante la Reina. Habían de ser bien parecidos y tener alguna gracia social particular, y todos debían bailar bien. Esto puede indicar quizá que Isabel era una coqueta de liviano corazón, pues lo cierto es que coqueteaba con tales galanes de modo nada propio de una Reina. Sin embargo, tenía otros favoritos de distinta categoría. Confiaba en hombres como Cecil y Bacon. Reconocía su mérito y era su amiga fiel. Sus posiciones eran, en realidad, más firmes que las de los favoritos por su apostura, que podían verse desplazados por un recién llegado igualmente apuesto; Robert era el primer favorito en este campo, y yo pensaba muchas veces que en realidad ella alentaba a los otros más que nada por fastidiarle a él.

Por entonces, ella consideraba que Robert estaba demasiado seguro de su posición. El que le hubiese otorgado tan grandes honores !e había envanecido y ella deseaba indicarle una vez más que quien tenía que llevar la batuta era la Reina.

Se sentó y sonrió a los tres hombres del momento: Robert, Heneage y Hatton.

Entró un paje con la judía en una bandeja de plata y se la ofreció a la Reina. La Reina la cogió y sonrió a los jóvenes que la rodeaban. Robert la miró y a punto estuvo de coger la judía cuando la Reina dijo:

—Nombro Rey de la Judía a Sir Thomas Heneage.

Fue un momento de gran tensión. Sir Thomas, henchido de placer se arrodilló ante ella. Miré a Robert y vi que se ponía pálido y apretaba los labios. Luego alzó la cabeza y sonrió, porque sabía que todos estaban mirándole. ¿No le había nombrado a él hasta entonces Rey de la Judía todas las noches desde su coronación?

Se harían comentarios: «La Reina ya no está enamorada de Leicester», diría la gente. «Ya nunca se casará con él.»Casi sentí lástima de Robert, pero al mismo tiempo estaba entusiasmada… aquello formaba parte de la aventura de la noche.

Sir Thomas pidió como primer privilegio permiso para besar la mano de la Reina. Ésta se lo concedió, declarando que no tenía más remedio que obedecer. Pero le sonrió muy afectuosamente y me di cuenta de que lo hacía para irritar a Robert.

Aquella noche bailé con Robert; sus dedos apretaban con firmeza los míos y las miradas que intercambiábamos estuvieron plenas de significado.

—Hace mucho que me he fijado en vos —me dijo.

—¿De veras, señor? —contesté—. No había caído en la cuenta; creí que sólo teníais ojos para la Reina.

—Habría sido imposible no ver a la dama más bella de la Corte.

—Oh —exclamé burlona—•. Eso huele a traición.

Seguí burlándome de él, pero cada vez se mostraba más ardiente. Sus intenciones se hicieron tan claras que le recordé que era una mujer casada y que él estaba en situación parecida a la de un hombre casado. Me contestó que había ciertas emociones demasiado fuertes para rechazarlas, fuesen cuales fuesen las barreras que pretendieran contenerlas.

Robert no era un hombre ingenioso. No era dado al lenguaje florido o a las respuestas hábiles. Era directo, franco, decidido y no hacía ningún secreto del motivo de su interés por mí. Esto no me molestaba en modo alguno. Mi pasión era similar a la suya, pues instintivamente sabía que con Robert podía alcanzar una plenitud que no había alcanzado hasta entonces. Me había casado virgen con Walter, y hasta entonces sólo con el— pensamiento me había desviado de los senderos de la virtud marital. Pero deseaba a aquel hombre con una furia sólo equiparable a los deseos que él sentía por mí. Aunque me dijese a mí misma que para él era un pasatiempo, estaba decidida a demostrarle que, una vez probase, no sería capaz de apartarse de mí. Pensé en la expresión seductora de la Reina cuando se peleaba con Robert. Yo sabía también que si ella pudiese verme y oírme en aquel momento, no vacilaría en matarme. Ésa era una de las razones por las que tenía que seguir.

Me dijo que debíamos vernos en secreto. Yo sabía muy bien lo que esto significaba, pero me daba igual. Abandoné toda precaución y todo escrúpulo. Lo único que me interesaba era que Robert fuera mi amante.

La Reina bailaba con Christopher Hatton, el mejor de todos los bailarines. Estaban solos en la pista, cosa que encantaba a Isabel. Cuando acabaron, todos aplaudimos con gran entusiasmo y se proclamó que hasta la Reina se había superado a sí misma.

Thomas Heneage, Rey de la Judía, dijo que, dado que habíamos visto bailar de modo inigualable, había decidido prohibir que se volviese a bailar durante un tiempo, porque sería sacrílego pisar incluso donde habían danzado los pies de la Reina.

Esto me produjo un escalofrío. Los halagos descarados me sobrecogían siempre. Me parecía lógico que una mujer tan astuta como sin duda lo era Isabel, se burlase de aquello. Pero nunca lo hacía; lo aceptaba como algo razonable.

En vez de bailar, dijo nuestro Rey de la Judía, jugaríamos a un juego llamado Pregunta y Respuesta, y él haría preguntas y elegiría a quienes habían de responder.

Cuando se ve a un hombre que ha sido grande dar un pequeño tropezón, sus enemigos se apresuran a celebrar su caída. Me recuerdan a cuervos posados en un árbol junto al patíbulo donde un hombre agoniza. Robert, evidentemente, gozaba de menos favor regio que de costumbre, y, en consecuencia, todos parecían deseosos de que su humillación fuese aún mayor. Pocas veces había provocado un hombre tanta envidia, pues dudo que un soberano haya prodigado nunca tanto favor a un súbdito como la Reina a Robert Dudley.

Era inevitable que Heneage hiciese una pregunta a Robert, y los reunidos esperaban ansiosos que llegara.

—Lord Leicester —dijo Heneage—. Os ordeno que hagáis una pregunta a Su Majestad.