Robert bajó la cabeza y esperó la pregunta.
—¿Qué es más difícil borrar del pensamiento, una mala opinión creada por un informador malicioso, o los celos? —dijo Heneage.
Observé la expresión de Robert, pues estaba a su lado. Era sin duda encomiable su capacidad para ocultar la cólera.
Se volvió hacia la Reina y dijo fríamente:
—Su Majestad ya ha oído la orden del Rey de la Judía, que al ser por vuestra voluntad rey de la noche, me veo obligado a obedecer. Así que os pido que, con vuestra sabiduría, nos deis una respuesta.
Después de repetirle la pregunta a la Reina, ésta le miró con gravedad y sonriéndole afectuosamente contestó:
—Señor, yo diría que ambas cosas son difíciles de borrar, aunque creo que los celos lo son más.
Robert estaba furioso por el hecho de verse en ridículo públicamente y el que la Reina pareciese haberse aliado con Heneage le enfurecía doblemente.
No volvió a acercarse a la Reina aquella noche. Cuando los demás bailaban, me cogió de la mano y me sacó de la estancia a un pequeño salón que él conocía. Me hizo pasar y cerró la puerta.
—Mi señor —dije, y pude percibir en mi voz un emocionado temblor—. Deben habernos visto.
Entonces, me abrazó bruscamente. Acercó sus labios a los míos.
—Me da igual que nos hayan visto —dijo—. No me importa nada… más que esto.
Me quitó entonces la gorguera y la tiró. Puso sus manos en mis hombros, apartando de ellos el vestido.
—Mi señor, ¿queréis que quede aquí desnuda ante vos? —pregunté.
—¡Ay! —gritó él—. ¡Ay, qué más quisiera yo! Os he visto así tantas veces en mis sueños.
Le deseaba tanto como él a mí, y era inútil ocultarlo.
—Sois hermosa… tan bella como suponía —murmuró—. Sois todo cuanto quiero, Lettice…
También él era todo lo que yo había supuesto que sería. Nunca había tenido una experiencia así. Me daba cuenta inevitablemente de que por su parte había despecho además de deseo, y esto me enfurecía, pero no disipaba mi pasión. Estaba decidida a demostrarle que nunca podría conocer una amante comparable a mí. Quería que su entrega fuese tan absoluta como la mía. Debía estar tan dispuesto a arriesgarse a perder el favor real como yo lo estaba a violar mis votos matrimoniales.
Creo que lo logré temporalmente. Sentí su asombro, su deslumbrada adoración, su éxtasis, la certeza de que estábamos hechos el uno para el otro.
Sabía que él era incapaz de apartarse de mí aunque era evidente que tenían que echarle de menos. Esto me entusiasmaba. Me parecía que la naturaleza me había dotado de poderes especiales para atraer a los hombres y atarlos a mí. Y yo había nacido para hacer el amor con aquel hombre, y él para hacerlo conmigo.
Estábamos embelesados y me daba cuenta de que nuestro descubrimiento mutuo iba a ser tan obvio que todos se darían cuenta, y confieso que, cuando por fin volvimos al salón de baile, empecé a sentirme inquieta.
La Reina tenía que haber echado de menos a Robert. ¿Habría advertido también que yo estaba ausente? Pronto lo descubriría, estaba segura. Un gélido miedo me rozó. ¿Y si se me expulsaba de la Corte?
En los días que siguieron, Isabel no mostró indicio alguno de saber nada. Robert no venía a la Corte, y advertí que ella le echaba de menos. Se mostraba irritable y comentaba insistentemente que algunas personas creían poder ausentarse sin permiso y que habría que convencerlas de lo contrario.
Estaba con ella cuando llegó la noticia de que existía un enfrentamiento entre el conde de Leicester y Sir Thomas Heneage. Leicester había mandado decir a Heneage que pensaba ir a visitarle con un bastón, pues creía necesario darle una lección, a lo que Heneage contestó que sería bien recibido y que estaría esperándole una espada.
Isabel se puso furiosa y en su furia había temor. Temía que Robert pudiese batirse en duelo y morir. Y no tenía intención de permitir que sus favoritos se comportasen tan estúpidamente. Mandó llamar a Heneage y todos oímos cómo le gritaba. ¿Creía acaso que podía desafiarla? Era peligroso hablar de espadas, le dijo. Si volvía a comportarse de modo tan estúpido, alguien empezaría a hablar del hacha del verdugo.
Creo además que le tiró de las orejas, pues cuando salió las tenía muy coloradas y estaba absolutamente aplacado.
Luego volvió Robert. No pude resistir la tentación de escuchar.
Isabel estaba muy enfadada con él… más que con Heneage.
—¡Por amor de Dios! —gritó Isabel—. Habéis disfrutado de mi favor, pero no creáis que es vuestro en exclusiva y que los demás no pueden compartirlo. Vos no sois mi único súbdito. Recordad que aquí hay un ama y ningún amo. Puedo rebajar cuando quiera a aquellos a quienes he ensalzado. Y tal sucederá a los que mi favor vuelva imprudentes.
Entonces le oí decir a él, tranquilamente:
—Suplico, Majestad, permiso para retirarme.
—Lo tenéis —gritó ella.
Y cuando él salía de la cámara regia, me vio y me miró. Era una invitación a seguirle, y en cuanto pude me escabullí y le encontré en aquel saloncito en el que habíamos tenido la escena de nuestra pasión.
Me cogió y me abrazó, riendo sonoramente.
—Como veis —dijo— he perdido el favor de la Reina.
—Pero no el mío —contesté.
—Entonces, no me siento desdichado.
Cerró la puerta y fue como si se apoderase de él un frenesí.
Me deseaba apasionadamente y yo a él, y aunque sabía que su despecho por la Reina se mezclaba con su necesidad de mí, no me importó. Yo quería a aquel hombre. Había asediado mi pensamiento desde la primera vez que le vi cabalgando junto a la Reina el día de la coronación, y si su deseo de mí era en cierta medida debido a la actitud de la Reina hacia él, ella también era en parte causa de mi necesidad de él. Era como si ella estuviese allí con nosotros, aun en nuestros momentos de mayor éxtasis.
Hicimos el amor, con la certeza absoluta de que era muy peligroso. Si nos descubrían, ambos estábamos perdidos; pero nos daba igual; y el hecho de que la necesidad que sentíamos uno del otro trascendiese nuestro miedo a las consecuencias, estimulaba nuestra pasión, intensificaba aquellas sensaciones que yo al menos (y creo que a él le sucedía lo mismo), creía que no podían llegarme a través de ningún otro.
¿Qué era aquella emoción que nos unía? ¿El reconocimiento de dos naturalezas similares? Era un deseo y una pasión irresistibles, y la conciencia del peligro no era en modo alguno la menor de nuestras emociones. El hecho de que ambos arriesgásemos nuestro futuro con aquel encuentro no hacía sino elevar nuestro éxtasis a alturas aún mayores.
Quedamos allí tendidos, exhaustos, pero en cierto modo triunfantes. Ninguno de los dos podría olvidar nunca aquella experiencia. Nos uniría por el resto de nuestras vidas y, pasase lo que pasase, jamás lo olvidaríamos.
—Pronto volveré a veros —dijo secamente.
—Sí —contesté yo.
—Éste es un sitio magnífico para encontrarse.
—Hasta que nos descubran.
—¿Os da miedo eso?
—Si me lo diese, merecería la pena.
Estaba convencida de que aquél era el hombre destinado a mí desde el primer momento que le vi.
—Parecéis muy satisfecha, Lettice —dijo la Reina—. ¿Cuál es la razón?
—No hay razón alguna, Majestad.
—Pensé que quizás estuvieseis de nuevo embarazada.
—No lo quiera Dios —exclamé yo con auténtico miedo.
—Vamos, sólo tenéis dos… y son niñas. Walter quiere un niño, lo sé.
—Quiero descansar un poco en ese aspecto, Majestad.
Me dio una de sus palmaditas en el brazo.
—Y sois una mujer que sabe conseguir lo que desea, no me cabe duda.
Me observaba muy detenidamente. ¿Sospecharía? Si sospechaba, me expulsaría de la Corte.
Robert continuaba alejado de ella, y aunque esto a veces la enfurecía, yo estaba segura de que había decidido darle una lección. Como ella había dicho, su favor no pertenecía en exclusiva a ningún hombre que se atreviera a aprovechar de su bondad. A veces, yo pensaba que tenía miedo a aquel poderoso atractivo (del que yo tenía conocimiento directo) y que le gustaba estimular su furia contra él para no permitirse caer rendida y ser víctima de los deseos de Robert.
Yo no le veía tan a menudo como me hubiese gustado. Vino una o dos veces discretamente a la Corte y nos encontramos e hicimos el amor apasionadamente en aquel saloncito. Pero me di cuenta de que se sentía frustrado y de que lo que él deseaba ardientemente no era una mujer sino una corona.
Se fue a Kenilworth, que se estaba convirtiendo en uno de los castillos más majestuosos del país. Me dijo que le gustaría llevarme con él y que si no hubiese estado casada se casaría conmigo. Pero yo me pregunté si habría hablado de matrimonio de haber sido posible, pues sabía que no había abandonado sus esperanzas de casarse con la Reina.
En la Corte, sus enemigos preparaban una conjura contra él. Creían, sin lugar a dudas, que había caído en desgracia. El duque de Norfolk (hombre que me parecía sumamente torpe) le profesaba una especial enemistad. Norfolk era hombre muy poco hábil. Tenía firmes principios, y le dominaba su admiración por su propia estirpe, que él creía (e imagino que en esto tenía razón) más noble que la propia Reina, pues los Tudor habían conseguido llegar al trono un poco por la puerta trasera. Era indudable que se trataba de gente vital y muy inteligente, pero parte de la antigua nobleza tenía profunda conciencia de la superioridad de sus propias estirpes y sobre todo Norfolk. Isabel estaba perfectamente enterada de esto y, al igual que su padre, preparada para neutralizar esta tendencia en el capullo cuando aparecía, aunque no pudiese impedir que en secreto los capullos floreciesen. Pobre Norfolk. Era un hombre con gran sentido del deber que procuraba siempre hacer lo que consideraba justo, pero que, invariablemente, resultaba ser lo más inadecuado… para Norfolk.
Era lógico que un hombre así se enfureciese ante la ascensión de Robert a los más altos cargos del país, que él consideraba le pertenecían por nacimiento, y hacía poco que se había producido un choque entre Norfolk y Leicester.
Nada complacía más a Isabel que ver a sus favoritos en justas y juegos, que exigían no sólo un despliegue de habilidad sino una exhibición de sus perfecciones físicas. Se pasaba horas observando y admirando sus bellos cuerpos. Y nada le gustaba tanto como ver en acción a Robert.
En esta ocasión se celebró un partido de tenis en pista cubierta y Robert había tenido por rival a Norfolk. Robert ganaba porque tenía una excepcional destreza en todos los deportes. Yo estaba sentada con la Reina en la galería baja que había hecho construir Enrique VIII para los espectadores, pues también él sobresalía en el juego y le gustaba mucho que le viesen jugar.
La Reina estaba muy atenta. No apartaba los ojos de Robert y cuando éste se apuntaba un tanto lanzaba un «bravo», mientras que en los menos frecuentes éxitos de Norfolk guardaba silencio, lo cual debía resultar muy deprimente para el primer duque de Inglaterra.
El partido era tan rápido que los adversarios estaban muy acalorados. La Reina parecía sufrir con ellos, tan inmersa estaba en el juego, y alzó un pañuelo para enjuagarse la frente. Cuando hubo una breve pausa en el juego, Robert sudaba profusamente y cogió el pañuelo a la Reina y se enjugó también el sudor de la frente con él. Fue un gesto natural entre personas que tenían entre sí mucha familiaridad y confianza. Hechos como éste eran los que daban origen al rumor de que eran amantes.
Norfolk, furioso por este acto de lesa majestad (y quizá porque iba perdiendo y se daba cuenta de que a la Reina le complacía su derrota) perdió el control y gritó:
—Perro insolente, ¿cómo os atrevéis a insultar así a la Reina?
Robert alzó la vista sorprendido en el momento en que Norfolk alzaba bruscamente la raqueta, como si fuese a pegarle. Robert le cogió por el brazo y se lo retorció, de modo que Norfolk lanzó un grito de dolor y dejó caer la raqueta.
La Reina se enfureció.
—¿Cómo osáis gritar en mi presencia? —le había dicho—. Lord Norfolk, debéis mirar lo que hacéis, pues si no, es posible que no sólo perdáis el control. ¿Cómo os atrevéis a comportaros de ese modo ante mí?
Norfolk hizo una reverencia y pidió permiso para retirarse.
—¡Retiraos! —le gritó la Reina—. Os ordeno que lo hagáis, y que no volváis hasta que os mande llamar. Me parece que pretendéis encumbraros por encima de vuestra posición.
Era una indirecta por su desmesurado orgullo familiar, que ella consideraba una ofensa para los Tudor.
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