—Venid, sentaos a mi lado, Rob —dijo luego—. Pues Lord Norfolk, al darse cuenta de que lleva las de perder, ya no tiene ganas de jugar.
Robert, aún con el pañuelo en la mano, se sentó junto a ella, muy satisfecho de haber triunfado sobre Norfolk, y ella le cogió el pañuelo y, sonriendo, volvió a colocárselo en el cinturón, dando a entender que el hecho de que él lo hubiese utilizado no le molestaba en modo alguno.
No resultaba, en consecuencia, sorprendente el que ahora, cuando se pensaba que Robert había caído en desgracia, Norfolk encabezase la larga lista de sus enemigos, y era evidente que se proponían explotar al máximo la situación.
El ataque llegó de un frente inesperado y de forma bastante desagradable.
En la Corte la atmósfera era tensa. La Reina no estaba contenta si Robert no estaba con ella. No cabía duda alguna de que le amaba; todas sus emociones respecto a él eran profundas. Hasta en sus disputas se hacía evidente lo mucho que él la afectaba. Yo sabía que estaba deseando llamarle de nuevo a la Corte, pero estaba tan molesta por el asunto del matrimonio y Robert insistía cada vez, que no podía ceder. Si le mandaba llamar, significaría una victoria para Robert y tenía que hacerle comprender que era ella quien mandaba.
Yo había empezado a aceptar el hecho de que ella temía el matrimonio, aunque, por supuesto, el embajador escocés había estado en lo cierto al decir que deseaba ser regidora suprema y no compartir el poder con nadie. Me sentía en cierto modo atraída hacia ella porque mis pensamientos estaban tan llenos de Robert como los suyos y esperaba su retorno tan ansiosamente como ella.
A veces, cuando estaba sola de noche, solía considerar lo que ocurriría si nos descubrían. Walter se pondría furioso, por supuesto. ¡Al diablo Walter! No me preocupaba en absoluto. Podía divorciarse de mí. Mis padres quedarían profundamente atribulados, sobre todo mi padre. Caería en desgracia. Podrían incluso quitarme a mis hijas. Las veía poco cuando estaba en la Corte, pero se estaban convirtiendo en personas reales y empezaban a interesarme. Pero, sobre todo, tendría que enfrentarme a la Reina. Allí tendida en la cama temblaba muchas veces… no sólo de miedo sino por una especie de delicioso placer. Me gustaba la idea de mirar a aquellos grandes ojos castaños y gritar: «¡Ha sido mi amante y jamás el vuestro! Vos tenéis una Corona y sabemos que él la desea más que nada en el mundo. Yo sólo me tengo a mí misma… y sin embargo, después de la Corona, yo soy lo que él más desea. El hecho de que se haya convertido en mi amante, demuestra su amor por mí, pues ha arriesgado mucho.»Cuando estaba con ella, me sentía menos valerosa. Había algo en la Reina que podía infundir terror hasta en el corazón más audaz. Cuando pensaba en su cólera si nos descubrían, me preguntaba cuál sería su castigo. Me acusaría a mí de ser la seductora, la Jezabel. Había podido darme cuenta de que a Robert siempre le disculpaba.
Y fue en esta atmósfera en la que estalló el escándalo. Fue como si volviese a abrirse una vieja herida. Afectaba a la Reina casi tan directamente como a Robert, y mostraba claramente lo prudente que había sido no casándose con él, aunque, por supuesto, si lo hubiese hecho, aquel hombre, John Appleyard, jamás se habría atrevido a alzar la voz.
Lo cierto es que John Appleyard, hermanastro de Amy Robsard, llevaba algún tiempo propagando el escandaloso rumor de que cuando Robert Dudley había planeado el asesinato de su mujer, él había ayudado a ocultar el crimen y que, torturado ahora por su conciencia, consideraba que debía confesar su culpa.
Los enemigos de Robert, encabezados por el duque de Norfolk, se apresuraron a sacar el máximo partido de esto. Plantearon la cuestión y declararon que John Appleyard debía explicarse ante los tribunales.
Se inició así una campaña de persecución y todos decían que la breve gloria de Leicester había terminado.
Isabel habló conmigo del escándalo. Siempre me observaba detenidamente cuando se mencionaba el nombre de Robert y yo me preguntaba si habría dejado traslucir algo sin darme cuenta.
—¿Qué pensáis vos de este asunto, prima Lettice? —me preguntó—. Norfolk y algunos de sus amigos parecen creer que Robert debería responder a estas acusaciones que se le formulan.
—Mi opinión es que son como buitres, Majestad —dije.
—¡Buitres, sí! ¡Eso parecen realmente! Pero habláis como si el conde de Leicester fuese un cadáver en descomposición.
—Ya no goza de vuestro favor, Majestad, y aunque su cuerpo pueda parecer saludable, su espíritu agoniza.
—Aún no es alimento de buitres, os lo aseguro. ¿Creéis que estuvo complicado en este asesinato?
—Creo que vos, Majestad, habéis de saber más sobre este asunto, igual que sobre todos los demás, que esta humilde súbdita vuestra.
A veces me maravillaba mi propia temeridad. Cualquier día mi lengua me llevaría al desastre. Por fortuna, ella no había apreciado la intención oculta que había tras el comentario, o si lo había hecho había preferido ignorarlo.
—Debemos cuidarnos de nuestros enemigos, Lettice —dijo—. Y creo que los de Robin están decididos a destruirle.
—Eso me temo, pero él es fuerte y los confundirá, estoy segura.
—Echamos de menos a Robert Dudley aquí en la Corte —dijo significativamente—. ¿No lo creéis, Lettice?
—Creo que vos, Majestad, le echáis mucho de menos.
—Y algunas de mis damas también le echan de menos, imagino.
Aquella mirada penetrante… ¿qué significaba? ¿Qué sabía ella? ¿Cómo actuaría si descubría que habíamos sido amantes? Ella no admitiría rivales. Y yo le había amado secretamente y había roto mis votos matrimoniales. La cólera de la Reina podía ser terrible.
No insistió en el tema, pero me di cuenta de que seguía pensando en Robert.
Y Robert estaba en peligro. Si Appleyard juraba ante un tribunal que Robert Dudley le había pagado por encubrir el asesinato de su mujer, estaba perdido. Ni siquiera la Reina podía perdonar un asesinato.
Era propio de ella actuar con decisión en el momento indicado.
Envió recado a Robert de que volviese a la Corte.
Robert llegó, pálido y con menos arrogancia de la habitual en él. Yo estaba con otras damas en la cámara regia cuando se anunció su llegada. Se operó en Isabel un cambio milagroso. Y a mí me dio un vuelco el corazón, pues era evidente que estaba tan enamorada de él como siempre.
Dio orden de que le hiciesen pasar.
Luego se sentó admirando su imagen en el espejo, considerando un instante si debía elegir otro vestido; pero eso significaría una dilación y estaba ya suficientemente engalanada con el vestido que tenía. Se dio un poco de colorete en las mejillas. El colorete pareció añadir un chispeo a sus ojos, pero eso quizá se debiese a la certeza de que iba a ver a Robert.
Luego, pasó a la cámara en la que había decidido recibirle.
—Así que habéis venido al fin a mí, bribón —Je oí decir—. Quiero que me expliquéis esta deserción. No estoy dispuesta a tolerar este tratamiento.
Pero el tono era suave y en su voz había un temblor emocionado. Él se aproximó entonces y le cogió las manos y las besó fervorosamente.
—Mis Ojos… mi Dulce Robin… —la oí murmurar.
Entonces advirtió mi presencia.
—¡Dejadnos! —gritó.
Tuve que irme, pero me fui furiosa, ofendida y humillada. Él ni siquiera me había mirado.
Él había vuelto, y gozaba del favor de la Reina más que nunca. Isabel quiso informarse sobre aquel bribón de Appleyard. Éste había aceptado regalos del conde de Leicester, al parecer, y no había formulado por entonces ninguna queja. Por fin consiguieron que revelara que le habían ofrecido dinero por propagar aquellos rumores y la Reina dijo que un acto de tal naturaleza merecía ser castigado.
Fue ésta una de las ocasiones en que Isabel mostró su sabiduría. John Appleyard había sido culpable de mentir y de intentar incriminar al conde de Leicester. Pero ella no tenía ningún deseo de llevar la cuestión hasta el final. Había que advertir a John Appleyard que la justicia sería muy dura con él si persistía en esa conducta. Ahora debía dar gracias a la Reina por su clemencia y a Dios por su buena suerte, pues se olvidaba el asunto y nadie volvería a oír hablar más de la muerte de la esposa del conde.
Esto era sin duda alguna una gran muestra de favor. Robert estaba siempre a su lado. A mí me lanzaba alguna que otra mirada desvalida, como si dijese: Siento lo mismo hacia ti que siempre, pero ¿qué puedo hacer? La Reina no me deja apartarme de ella.
El hecho era que tenía tanto que perder ahora si se descubría nuestra relación, que no estaba dispuesto a arriesgarse. Ésa era la diferencia que existía entre su personalidad y la mía. Yo sí estaba dispuesta a perderlo. Me volví malhumorada y displicente y recibí varios sopapos de la Reina porque, como ya dije, no estaba dispuesta a soportar a su lado ceños ni malas caras.
Estaba preocupada. Las experiencias de Robert habían afectado su salud, y un catarro le obligó a guardar cama.
Qué nerviosas estábamos… las dos. Y qué frustrada me sentí de que ella pudiese visitarle y yo no. Hacía planes constantemente, intentando dar con un medio de llegar hasta él. Pero era inútil.
Ella sí iba a verle, sin embargo. Volvía quejándose de que sus aposentos eran húmedos.
—Hemos de elegir otros —dijo; me pareció que había algo como un lúgubre presagio en el modo en que se dirigía a mí con estas observaciones.
Los que eligió quedaban al lado de los suyos. Se hizo evidente que había advertido algo entre Robert y yo, porque cuando él se recuperó un poco, ella me mandó llamar.
—Voy a mandaros otra vez a Chartley —dijo.
Debí parecerle muy sorprendida y mostrar claramente mi disgusto.
—Os he mantenido demasiado tiempo alejada de tu esposo —continuó.
—Pero, Majestad —protestó—, él está con frecuencia fuera de casa, a vuestro servicio.
—Cuando vuelva a Chartley debe encontrar un lecho cálido esperándole. Estoy segura de que piensa que es el momento de que le des un hijo.
Sus ojos astutos me estudiaban detenidamente.
—No es bueno que los esposos estén separados demasiado tiempo —continuó—. Podría dar lugar a problemas que no deseo que existan en mi Corte. Vamos, animaos. Pensad en vuestro hogar y en vuestras hijas.
—Os echaré de menos, Majestad.
—Vuestra familia os compensará por todo lo que podáis echar de menos en la Corte.
Como mi madre también estaba en la Corte, fui a decirle que me iba.
—Sí, la Reina me lo ha dicho —me explicó—. Cree que por tu carácter necesitáis de la vida matrimonial y que es poco prudente apartaros demasiado tiempo de Walter. Dice que ha advertido que algunas personas os miran lascivamente.
—¿No dijo qué personas?
Mi madre movió la cabeza.
—No, no mencionó nombres.
Así, pues, sabía algo. Algo había visto, y me expulsaba porque no podía tolerar una rival.
Triste y furiosa, salí para Chartley. Robert no hizo ninguna tentativa de despedirme. Era evidente que estaba decidido a no poner en peligro el favor de la Reina que tan recientemente había recuperado.
Empecé a preguntarme hasta qué punto me había utilizado para azuzar los celos de la Reina. Esto resultaba enloquecedor para una mujer de mi carácter. Me enfurecía el que, al utilizarme así, él hubiese provocado mi expulsión de la Corte.
Debía odiarle por aquello. Había sido para él sólo un medio de satisfacer una pasión temporal.
Había sido una estúpida.
Un día, me prometí, les haré comprender a los dos que no pueden tratarme de este modo.
Así, pues, volví a Chartley, y qué deprimida me sentía en mi viaje hacia el norte. Cómo odiaba aquella fortaleza de piedra que iba a ser mi hogar durante quién sabía cuánto.
Mis padres habían hablado conmigo antes de mi salida de la Corte (y cómo les envidiaba por el hecho de que podían seguir allí, mi padre como tesorero de la Casa Real y mi madre como una de las ayudantes de cámara de la Reina).
—Es hora de que volváis a Chartley, Lettice —dijo mi padre—. No es bueno que las jóvenes se queden mucho tiempo en la Corte si están casadas.
—Tenéis que echar de menos a Walter y a las niñas —añadió mi madre.
Contesté que de todos modos no veía mucho a Walter en Chartley.
—Claro, pero él está allí siempre que puede, y pensad en la alegría de poder estar con las niñas.
Sin duda debería alegrarme el ver a las niñas, pero ellas no podían sustituir los alicientes de la Corte.
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