Los primeros días estuve deprimida pensando en Robert y preguntándome qué pasaría entre él y la Reina. Su última separación no había aplacado en modo alguno el amor de Isabel, y yo a veces me preguntaba si habrían sido correctas mis deducciones y si ese amor que sentía por él no acabaría superando todos los obstáculos.
Empecé a preguntarme si ella habría mencionado a Robert mi caso. Podía imaginarme a éste desmintiendo cualquier relación entre ambos y, en caso de que ella aportase pruebas concretas, asegurándole que era sólo una diversión temporal a la que se había visto empujado por la constante negativa de ella a lo que le pedía su corazón. Juré que un día le haría pagar la forma en que me trataba. Le haría comprender que a mí no podía cogerme y tirarme luego sin más. Pero cuando mi cólera se aplacó, hube de aceptar su inutilidad. Nada podía hacer… de momento… así que busqué solaz en mi familia y, aunque parezca extraño, lo encontré.
Penèlope tenía seis años. Era una niña guapa, inteligente y animosa. Me veía retratada en ella claramente. Dorothy, un año más joven, era más tranquila, pero no menos decidida a salirse con la suya. Ellas, al menos, estaban encantadas de verme; y mis padres estaban en lo cierto al decirme que me proporcionarían consuelo.
Walter llegó a Chartley. Había servido con Ambrose Dudley, conde de Warwick, de quien se había hecho muy amigo. Yo tenía interés en saber cosas de Warwick, dado que era el hermano mayor de Robert y había estado condenado a muerte con él en la Torre de Londres por su participación en la frustrada tentativa de deponer del trono a Juana Grey.
Walter se mostró tan cariñoso como en los primeros años de nuestro matrimonio, y en cuanto a mí, el ampliar mi experiencia no había disminuido en modo alguno mi atractivo. Pero qué diferente era él de Robert y cómo maldecía yo al destino por haberme casado con Walter Devereux existiendo en el mundo un hombre como Robert Dudley.
Sin embargo, siendo como era mi carácter, podía obtener cierto placer de mi relación con Walter, y al menos él me adoraba.
No tardé en quedar embarazada.
—Esta vez —dijo Walter—, será un niño.
Fuimos a una de las mansiones rurales de Walter (Netherwood, en Hertfordshire) que él consideraba más saludable para mí, y allí, en un oscuro día de noviembre, nació mi hijo. He de confesar que me emocioné mucho al enterarme de que era un niño. Walter estaba radiante y dispuesto a satisfacer todos mis deseos por haberle dado lo que, como la mayoría de los hombres, más deseaba: un hijo y heredero.
Se planteó luego la cuestión del nombre que debíamos ponerle. Walter sugirió que le pusiésemos Richard como su padre o Walter como él. Pero yo dije que me gustaría prescindir de los nombres familiares y que me gustaba mucho el nombre de Robert; y como Walter estaba tan dispuesto a complacerme, ése fue el nombre que pusimos al muchacho.
El niño me entusiasmaba, pues fue desde el principio guapo, simpático y claramente inteligente. Aunque parezca extraño (y hasta a mí misma me sorprendía esto), el niño llegó a absorberme por completo. Él fue el que más contribuyó a aplacar mi dolor y, maravilla de maravillas, dejé de añorar la Corte.
Habrían de pasar ocho años hasta que volviese a ver a Robert Dudley, y durante ese tiempo muchas cosas sucedieron en el mundo.
Los años de destierro
Mi Señor de Leicester sigue muy próximo a Su Majestad, y ella le muestra el mismo gran afecto de siempre… Hay dos hermanas ahora en la Corte que están muy enamoradas de él, y, al parecer, desde hace tiempo: Lady Sheffield y Frances Howard. Al parecer, rivalizan entre sí por su amor y la Reina no piensa nada bien de ellas ni mejor de él. Por este motivo hay espías vigilándole.
Gilbert Talbot a su padre,
Lord Shrewsbury.
Mi hijo había cambiado la casa. Sus hermanas le idolatraban y toda la servidumbre le adoraba. Su padre estaba extraordinariamente orgulloso de él y, lo más extraño de todo, yo no deseaba por entonces más que cuidarme de él. No quería dejárselo a las sirvientas porque no podía soportar la idea de que me arrebatasen su afecto.
Walter tenía por entonces muchas razones para estar muy satisfecho de su matrimonio. Yo pensaba a veces en Robert Dudley con nostalgia, pero, al estar separada de él, podía contemplar la realidad de los hechos cara a cara.
Y esa realidad no era muy agradable para una mujer tan orgullosa como yo.
Robert Dudley me había hecho su amante temporal porque había perdido el favor de la Reina, y en cuanto ella le había hecho una seña había dicho: «Adiós, Lettice, no es prudente que volvamos a vernos.»Mi orgullo era tan fuerte como mis necesidades físicas. Pretendía olvidar el episodio. Mi familia (y sobre todo mi adorado hijo) me ayudarían a lograrlo. Me entregué al gobierno de mi hogar, y durante un tiempo me convertí en esposa modelo. Pasaba horas en mi destilatorio. Cultivaba una variedad de hierbas que mis sirvientes utilizaban para sazonar los alimentos y yo probaba constantemente cosas nuevas. Hice perfumes con espliego, rosas y jacintos. Descubrí nuevos medios de mezclar flores silvestres con juncos y utilicé muchas veces ulmaria, que la Reina había puesto de moda porque una vez dijo que le recordaba el campo. Encargué ropas finas (brocados, terciopelo y gorgorán) que dejaron boquiabiertas a mis criadas, acostumbradas como estaban al fustán y la carisea. Mi modista era buena, pero por supuesto incapaz de captar la moda refinada de la Corte. ¡Daba igual! Yo era una reina aquí y la gente hablaba de mí, de mi elegancia, de mi mesa, de los vinos con que obsequiaba a mis invitados: moscatel, malvasía y los vinos italianos que yo mezclaba con mis propias especias. Cuando llegaban visitas de la Corte procuraba impresionarles. Quería que volviesen y hablasen de mí y que él pudiese saber que era capaz de vivir muy a gusto sin él.
En esta atmósfera doméstica, era natural que volviese a quedar embarazada. A los dos años del nacimiento de Robert, tuve otro hijo y esta vez consideré justo ponerle el nombre de su padre. Así que le llamé Walter.
Durante esos años, sucedieron en el mundo exterior acontecimientos memorables. Darnley, el marido de María, Reina de Escocia, había muerto misteriosamente en una casa de Kirk o Field, en los arrabales de Edimburgo. La casa había sido volada con una carga de pólvora, con la intención evidente de eliminar a Darnley, pero el desdichado debió sospechar algo e intentó escapar antes de la explosión. No llegó muy lejos. Le encontraron en el jardín de la casa: muerto pero sin que le hubiese afectado la explosión, y, como el cadáver no tenía ninguna señal de violencia, se supuso que le habían ahogado colocándole un paño húmedo sobre la boca. Era claramente un caso de asesinato. Dado que María estaba profundamente enamorada del conde de Bothwell (y odiaba a su esposo Darnley) y Bothwell se había divorciado de su esposa, resultaba evidente quién estaba detrás de aquel asesinato.
Debo confesar que cuando llegó a Chartley la noticia de lo ocurrido, sentí grandes deseos de estar en la Corte para poder conocer directamente la reacción de Isabel. Me imaginaba el horror que manifestaría y la alegría que sentiría en el fondo por la situación en que se había colocado la Reina de Escocia. Al mismo tiempo, quizás estuviese algo inquieta. La gente sin duda recordaría un caso similar en que ella se había visto cuando la mujer de Robert Dudley había aparecido muerta al pie de aquella escalera en Cumnor Place.
Si la Reina de Escocia se casaba con Bothwell, su trono se vería sin duda amenazado. Se daría por supuesto que había sido cómplice en el asesinato. Además, su posición no era en modo alguno tan firme como la de Isabel. Recuerdo que no podía dejar de sonreír al pensar en el coro de adulaciones que se elevaba cada vez que aparecía la Reina, e incluso hombres como Cecil y Bacon parecían considerarla divina. Pensaba yo a veces que ella insistía en esto en parte porque no podía olvidar la existencia de la Reina de Escocia que, según le decía el sentido común, era más bella de lo que ella pudiera ser nunca, pese a su pelo postizo, sus afeites y coloretes y sus adornos relumbrantes.
Después de esto, los acontecimientos se sucedieron muy deprisa. Al principio, cuando me enteré de que María se había casado de inmediato con Bothwell no podía creerlo. ¡Qué mujer tan necia! ¿Cómo no había tenido en cuenta el ejemplo de nuestra astuta y prudente Isabel, cuando se vio envuelta en algo parecido? María había proclamado su culpabilidad ante el mundo; y aunque no hubiese participado en el asesinato de Darnley, con sus actos demostraba claramente que eran ciertos los rumores de que Bothwell había sido su amante en vida de Darnley.
Poco después, llegó la noticia de la derrota en Carberry Hill. Esto me inquietó. Deseaba estar en la Corte, ver aquellos grandes ojos pardos que tanto expresaban y tanto ocultaban. Estaría furiosa ante aquella ofensa a la realeza. Ella, con sus raíces Tudor bastante oscuras, insistía siempre en los honores obligados que había que rendir a la sangre real. Tenía que deplorar sin duda el hecho de que se condujese a una Reina por las calles de Edimburgo en un jumento con una enagua roja de tendera mientras la chusma gritaba «puta y asesina» detrás de ella. Pero al mismo tiempo, debía recordar que María había osado llamarse Reina de Inglaterra y que aún había en el país algunos católicos dispuestos a arriesgar muchas cosas (incluyendo sus vidas) por ver en el trono a María y por una vuelta al catolicismo.
No, Isabel jamás olvidaría que aquella mujer estúpida del otro lado de la frontera era una seria amenaza para una Corona que consideraba tan básicamente suya que no estaba dispuesta a compartir ni siquiera con el hombre al que amaba.
¿Y Robert? ¿Qué estaría pensando él? Aquélla era la mujer a la que había sido ofrecido en matrimonio y que había aludido a él despectivamente como «caballerizo de la Reina». Estaba segura de que era tan orgulloso que no podía por menos de experimentar cierta satisfacción al verla caer tan bajo.
Siguió luego la derrota, la captura y el encierro en Lochleven, la huida de allí y luego otra desastrosa y definitiva derrota en Langside y (locura de locuras) María fue tan ilusa como para pensar que podría ayudarle «su querida hermana de Inglaterra».
Me imaginé la emoción de aquella querida hermana ante la perspectiva de que su mayor rival se entregase, por propia y libre voluntad, en sus manos.
Poco después de la llegada de María a Inglaterra, nos visitó mi padre. Estaba a un tiempo satisfecho y preocupado, y cuando me enteré de la razón de su visita entendí muy bien el motivo.
La Reina y Sir William Cecil le habían llamado y le habían comunicado que tenían una misión para él.
«Es una prueba de mi confianza y mi fe en ti, primo», explicó muy satisfecho que le había dicho la Reina; y luego continuó:
—Seré el guardián de la Reina de Escocia. He de ir al castillo de Carlisle, donde Lord Scrope me ayudará en esta tarea.
Walter dijo que era una misión difícil.
—¿Por qué? —pregunté—. La Reina sólo se la encomendaría a alguien en quien tuviese plena confianza.
—Así es —aceptó Walter—, pero será una tarea peligrosa. Allí donde está María de Escocia, hay problemas.
—No será así ahora que está en Inglaterra —dijo mi padre, un poco ingenuamente, en mi opinión.
—Pero será tu prisionera y tú su carcelero —indicó Walter—, Supón que…
No terminó, pero todos supimos lo que quería decir. Si alguna vez María conseguía reunir apoyo suficiente y luchar por el trono de Inglaterra y conseguirlo, ¿qué sería de los que, por orden de su rival, habían sido sus carceleros? Además, ¿y si se escapaba? Walter pensaba que era preferible no correr el riesgo de ser responsable de tal calamidad.
Sí, no había duda, mi padre asumía una responsabilidad considerable.
Pero sólo la mención de la posibilidad de que Isabel fuese depuesta, era traición. Aunque no por ello pudiésemos evitar que tal pensamiento cruzara nuestras mentes.
—La guardaremos celosamente —dijo mi padre—. Sin embargo, al mismo tiempo, no permitiremos que se dé cuenta de que está prisionera.
—Os proponéis una tarea imposible, padre —le dije.
—Pienso que quizá sea voluntad de Dios —respondió. Quizá me haya sido elegido para apartar su pensamiento del catolicismo, que creo es la raíz de todos sus problemas.
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