Mi padre era un hombre muy inocente, lo cual quizá se debiera a su fe sencilla. Con el paso del tiempo, su devoción por el protestantismo había aumentado, y estaba induciéndole a creer que todos los que no compartían su misma fe estaban condenados a la destrucción.

Yo no se lo discutía. Era un hombre bueno y le quería, igual que a mi madre; y no deseaba que supiesen lo distinto que era mi punto de vista del suyo. Muchas veces me preguntaba qué habrían pensado si hubiesen sabido de mi breve aventura con Robert Dudley. De que les habría conmocionado profundamente estaba absolutamente segura.

Mi padre llevaba con él prendas de ropa que Isabel le mandaba a María. Dije que me gustaría verlas y, para mi sorpresa, mi padre me lo permitió. Esperaba ver vestiduras regias: mangas acuchilladas y vestidos adornados con gemas, gorgueras de encaje, enaguas de seda, refajos de lino y, por supuesto, trajes enjoyados y bordados. Pero no vi más que algunos pares de zapatos muy gastados, una pieza de terciopelo negro para hacer un vestido y piezas de ropa interior que, evidentemente, no eran nuevas.

¡Y aquél era el obsequio de la Reina de Inglaterra a María, famosa en Francia y en Escocia por su elegancia! Hasta sus doncellas se habrían burlado de aquellas prendas.

Lo sentía por María, y una vez más me acuciaron los deseos de estar en el centro de los acontecimientos. Enterarme de las cosas directamente y no a través de visitantes que venían a Chartley y nos contaban lo que había pasado semanas después de sucedido. Mi carácter no me permitía disfrutar del aislamiento y de la contemplación a distancia.




Poco después de que naciese mi hijo Walter, se produjeron dos acontecimientos.

La Reina de los escoceses fue trasladada del castillo de Carlisle al de Bolton. Mi padre estaba algo fascinado con ella, como la mayoría de los hombres que la conocían. Pero en el caso de mi padre, esto tuvo el efecto de hacerle desear salvar su alma más que gozar su cuerpo, y me enteré de que andaba intentando convertirla a nuestra fe. Ella había comprendido ya por entonces lo estúpida que había sido al depositar su confianza en Isabel y entregarse directamente en manos de su enemiga. Sin duda, no le hubiese ido mejor de haber elegido Francia, pero ¿quién podía asegurarlo? No se había hecho apreciar precisamente por Catalina de Médicis, la Reina madre, una mujer tan astuta como nuestra propia Isabel y, desde luego, más cruel. Pobre María… había tenido tres países para elegir: Escocia, del que había huido; Francia, donde sus parientes Guisa quizá la hubiesen recibido bien, e Inglaterra, que fue el que eligió.

Había hecho una tentativa de huir por el romántico y a menudo poco práctico método de descender por una ventana por medio de sábanas anudadas, y había sido sorprendida por Lord Scrope y, naturalmente, después de esto, sus carceleros se habían visto obligados a aumentar las medidas de seguridad. Lady Scrope, que estaba allí con su esposo, era hermana del duque de Norfolk, y fue ella quien habló tan elogiosamente de las virtudes de su hermano a la Reina de Escocia, hasta el punto de que ésta se interesó por Norfolk, por lo que el pobre imbécil se vio metido en una red de intrigas que acabó llevándole a la ruina.

Y luego se produjo la rebelión de los Señores del Norte y mi marido hubo de acudir a cumplir con su deber. Se incorporó a las fuerzas del conde de Warwick y fue nombrado mariscal de campo.

Mi madre llevaba un tiempo enferma y nos escribió hablándonos del gran afecto que le demostraba la Reina. «Nadie pudo ser más amable y afectuosa que su Majestad», escribía mi madre. «Qué suerte que la tengamos por soberana».

Era cierto que Isabel era leal con sus amigos. A la pobre Lady Mary Sidney le había dado una residencia en Hampton Court, a la que acudía a veces para estar retirada debido a que no podía soportar mostrar en público su rostro picado de viruela; e Isabel la visitaba con regularidad y pasaba largos ratos charlando con ella. Quería demostrar claramente que no olvidaba que Lady Sidney debía su desgracia al hecho de haber estado cuidándola a ella.

Luego recibí un mensaje.

Debía volver a la Corte.




Estaba muy emocionada. En realidad, nunca había creído que mis simples placeres rurales pudiesen compensar la emoción de la Corte.

Y al decir «Corte», se refiero, claro está, a aquellas dos personas que tan a menudo ocupaban mis pensamientos. La sola perspectiva de volver me hacía vibrar de emoción.

Estaba deseando verme allí.

Fui directamente a ver a la Reina, que había dado orden de que me condujesen a ella. Su recibimiento me cogió desprevenida. Cuando iba a arrodillarme, me abrazó y me besó.

yo me quedé atónita, pero de pronto comprendí el motivo.

—Estoy profundamente atribulada, Lettice —dijo—. Vuestra madre está realmente muy enferma.

Aquellos grandes ojos tenían un brillo vidrioso.

—Me temo… —movió la cabeza—. Debéis ir a verla de inmediato.

Yo la había odiado. Me había privado de lo que más quería en la vida. Pero en aquel momento, casi la amé. Quizá fuese por aquella capacidad suya para la amistad y la lealtad con aquellos a quienes amaba. Y a mi madre la amaba.

—Decidle —añadió— que pienso en ella continuamente. Decídselo, Lettice.

Y me cogió del brazo y me acompañó hasta la puerta. Era como si, al compartir mi dolor, me hubiese perdonado por lo que pudiese haber sospechado de mí.

Con mis hermanos y hermanas, estuve junto al lecho de mi madre cuando murió. Me arrodillé junto a su cama y le transmití el mensaje de la Reina. Por la expresión que cruzó su semblante supe que había comprendido.

—Servid a Dios… y a la Reina —murmuró—. Oh, hijos míos, no lo olvidéis…

Y eso fue todo.

Sin duda la muerte de mi madre conmovió profundamente a Isabel. Insistió en que se la enterrase a sus expensas en la capilla de San Edmundo. Me mandó llamar y me explicó lo muchísimo que había querido a su prima y lo sinceramente que sentía su pérdida. Me di cuenta de que era sincera. Fue muy afectuosa con todos nosotros… Creo que llegó a perdonarme el haber atraído las miradas de Robert.

Después del funeral, me llamó y me habló de mis padres…, me explicó cuánto había querido a mi madre y cuánto estimaba a mi padre.

—Entre tu madre y yo había un vínculo familiar —dijo—.

era un alma amable y buena. Espero que vos sigáis su ejemplo.

Le dije muy animosa cuánto deseaba servirla otra vez, y ella contestó:

—Bueno, tenéis otras compensaciones. Cuántos son ya… ¿cuatro?

—Sí, Majestad, dos chicos y dos chicas.

—Sois afortunada.

—Así me considero, Majestad.

—Está bien. En un tiempo dudé de vuestra honestidad…

—¡Majestad!

Me dio una palmada en el brazo.

—Así es. Estimo mucho a Walter Devereux. Es un hombre que no se merece nada malo.

—Se sentirá profundamente satisfecho al enterarse de la buena opinión que de él tenéis, Majestad.

—Un hombre afortunado. Tiene un heredero. ¿Qué nombre le habéis puesto?

—Robert, Majestad.

Me miró con viveza, luego dijo:

—Un buen nombre. Uno de mis favoritos.

—Y también de los míos ahora, Majestad.

—Recompensaré a vuestro esposo por los servicios prestados. Lord Warly ha hablado muy elogiosamente de él, y he decidido mostrar mi agradecimiento de un modo.

—¿Puedo preguntaros de cuál, Majestad?

—Os lo diré. Quiero enviar a su esposa de vuelta a Chart— ley, para que cuando vuelva al hogar la encuentre allí.

—Pero en este momento él está muy ocupado allá en el norte.

—Así es. Pero pronto acabaremos con esos rebeldes y habrá de volver y no quiero que se sienta triste y eche de menos a su esposa cuando vuelva.

Era el destierro. La amistad y el afecto que había sentido ante el mutuo dolor, habían desaparecido. No quería perdonarme el breve interés que por mí había sentido Robert.




Y mis hijos crecían. Penélope tenía casi diez años y Robert cinco. Pero la vida doméstica no llegaba nunca a satisfacerme del todo. Desde luego, no estaba enamorada de mi esposo, y sus visitas no me emocionaban gran cosa. Cada vez me sentía más inquieta por la monotonía de aquella vida. Quería mucho a mis hijos (y en particular al pequeño Robert), pero un niño de cinco años no podía compensar a una mujer de mi naturaleza ni proporcionarle el estímulo que necesita.

Cuando llegaban visitas a Chartley oía fragmentos de noticias…, noticias relacionadas a menudo con el conde de Leicester, que seguía dominando la vida de la Corte, y escuchaba estas noticias ávidamente.

Aún gozaba del máximo favor real, y los años iban pasando. Parecía ya muy improbable que Isabel llegase a casarse alguna vez. Recientemente, había coqueteado con la idea de aceptar como esposo al duque de Anjou, pero, como en todos los casos anteriores, al final todo quedó en la nada; y pronto cumpliría los cuarenta años, con lo que era ya un poco mayor para tener hijos. Robert seguía siendo su favorito, pero continuaba siendo igual de improbable que llegase a casarse con él. Y a cada año que pasaba, la posibilidad se hacía más remota.

Había inquietantes rumores sobre amoríos de Robert. Era natural en un hombre como el conde de Leicester. Me enteré de que dos damas de la Corte (una de ellas Douglass, esposa del conde de Sheffield y la otra su hermana, Lady Frances Howard) estaban enamorados de él y rivalizaban entre sí por su amor.

—Le gustan las dos bastante —dijo mi informador, un visitante de la Corte que pasó uno o dos días en Chartley en su viaje hacia el norte, y que añadió con una sonrisa maliciosa:

—Pero la Reina se ha dado cuenta de ello y no le hace mucha gracia.

De eso no me cabía duda, tratándose de Leicester. Suponía que serían desterradas muy pronto, lo mismo que lo había sido yo. Me sorprendió descubrir que aún podía sentir celos. Recordé haber oído decir que las Howard tenían fama de poseer cierta virtud fascinante. Ana Bolena era Howard por línea materna. Catalina Howard, que había sido la quinta esposa de Enrique VIII, había poseído el mismo atractivo. Pobre muchacha, le había costado la cabeza. Aunque si hubiese sido un poco más sutil podría haberla salvado. Pero no eran sutiles las Howard. Atraían a los hombres porque los necesitaban. Pero no eran lo bastante calculadoras para aprovechar sus ventajas.

Yo estaba entonces ávida de noticias, y me preguntaba cómo podría haber creído que había dejado de interesarme Robert Dudley. Sabía perfectamente que no tenía más que verle de nuevo para desearle como siempre.

Pregunté a mi visitante si sabía algo del asunto de Douglass Sheffield y Frances Howard.

—Oh —me dijo—, se rumorea que Lady Sheffield se hizo amante de Leicester cuando ambos estuvieron en el Castillo de Belvoir.

Pude imaginarlo. La aventura se habría desencadenado tan rápida como la mía, pues Robert era un hombre muy impaciente y aunque los engaños de la Reina le aturdían no quería soportar frustraciones similares con otras mujeres.

—Según se cuenta —prosiguió mi visitante—, Leicester escribió una carta de amor a Douglass, en la que decía imprudentemente que deploraba la existencia de su esposo, dando por supuesto así que se habría casado con ella si no estuviese ya casada. Luego, según dicen, se insinuaba que quizá Sheffield pudiese desaparecer y dejar de constituir un obstáculo.

No pude evitar una exclamación de horror.

—Pero no creo que haya querido decir…

—Después de la muerte de su esposa, hubo muchos rumores sobre él, la tonta de Douglass (aunque quizá no sea tan tonta y quisiera que pasara lo que pasó) perdió la carta cuando volvió a casa y su cuñada, que no la estima gran cosa, la encontró, y se la enseñó rápidamente al marido burlado. Aquella misma noche durmieron separados y Sheffield fue a Londres a preparar el divorcio. Tenía la carta, ¿comprendes?, con lo que podría considerarse una amenaza contra su vida… considerando su procedencia.

—Todos los hombres de vida pública son envidiosos y difamados.

De pronto me vi defendiendo fervorosamente a Robert.

—Y desde luego —añadí— no creo que haya uno al que se envidie y difame más que al conde de Leicester.

—Bueno, lo cierto es que tiene ese médico italiano.

—Os referís al doctor Julio.

—Sí, así le llaman. En realidad, se llama Giulio Borgerini, pero a la gente le resulta difícil pronunciar ese nombre. Al parecer, sabe mucho de venenos y dicen que los utiliza al servicio de su amo.

—¿Y vos lo creéis?