Él se encogió de hombros.

—Bueno, pensemos en la muerte de su esposa. Eso la gente no lo olvidará nunca. Siempre que surja algo parecido, la gente lo recordará.

Cuando nos dejó, pensé mucho en Robert. Me dolía que desease casarse con Douglass Sheffield.

Volvió Walter. Estaba orgullosísimo por los favores que la Reina le había prodigado y tenía un extraño plan para colonizar el Ulster. La soberana le había hecho caballero de la jarretera y conde de Essex, título que antiguamente había pertenecido a su familia por un matrimonio con los Mandeville. Y ahora la Reina se lo devolvía como prueba de agradecimiento por los muchos servicios.

Así, pues, me había convertido en condesa y me hubiese gustado acompañar a Walter a la Corte, pero la invitación de la Reina le incluía claramente sólo a él, así que me vi obligada a quedarme.

Cuando volvió, me explicó en seguida el último escándalo. Como cabía esperar, Robert Dudley estaba envuelto en él.

—Dicen —me contó—, que el conde Sheffield, al descubrir que su esposa le había traicionado con Leicester, decidió pedir el divorcio. Imaginaos qué escándalo. Dudo que hubiese complacido a su Majestad.

—¿Sigue tan enamorada de él como siempre?

—Sin lugar a dudas. Está siempre irritada cuando él se halla ausente y es asombroso cómo le siguen sus ojos por todas partes.

—Habladme del escándalo de Sheffield.

—No hay nada que decir ya. Murió.

—¡Murió!

—Sí. En el momento justo para evitar el escándalo. No es difícil imaginar la cólera de la Reina si se hubiese enterado de que Leicester tenía relaciones con Lady Sheffield.

—¿Y cómo murió?

—Dicen que envenenado.

—Siempre dicen esas cosas.

—Bueno, él está muerto, y eso significa que Leicester podrá dormir tranquilo por las noches.

—Y Lady Sheffield… ¿se ha casado con ella?

—No he oído nada de matrimonio.

—¿Cómo es Lady Sheffield?

Walter se encogió de hombros. Nunca se fijaba en el aspecto de las mujeres. Le interesaba más la política que las vidas privadas, y sólo por la posición de Leicester en el país había prestado cierta atención temporal a sus aventuras amorosas; sólo eran importantes porque podían hacerle perder el favor de la Reina.

Walter estaba más preocupado con el proyecto de casar a Norfolk con la Reina de Escocia, que probablemente fuese obra de Lady Scrope cuando estuvo con su esposo en la época en que estaba guardando a María con mi padre.

Norfolk siempre había sido un imbécil. Se había casado ya tres veces y todas sus mujeres habían muerto. Tenía treinta y tantos años y sin duda debía emocionarle la reputación de la Reina de Escocia. Se la consideraba, después de todo, una de las mujeres más fascinantes de la época, y había tenido tres esposos que hacían juego con las tres mujeres de Norfolk. El muy imbécil sin duda pensaba que debía resultar emocionante ser consorte de una Reina.

Así pues, la conjura continuó. Norfolk debía ser protestante, pero en el fondo era católico. Supongo que imaginaba poder llegar a ser algún día Rey de Inglaterra en todo salvo en el nombre. Nunca podría olvidar que su familia era de más alto rango que los Tudor.

El plan no era en modo alguno secreto, y cuando llegó a oídos de la Reina, ésta hizo llamar a Norfolk, y todos los presentes vieron claramente que aquello era una seria advertencia a éste.

La Reina había dicho que había llegado a oídos suyos que Norfolk estaba deseoso de cambiar el título de Duque por el de Rey.

A Norfolk debieron perturbarle tanto aquellos grandes ojos oscuros que lo negó. Balbuceó que la Reina de Escocia era adúltera y además sospechosa de asesinato y que él era un hombre al que le gustaba dormir tranquilo. Cuando la Reina contestó que había hombres dispuestos a correr riesgos por la corona, Norfolk contestó a su vez que él era tan buen príncipe en su bolera de Norfolk como ella en el corazón de Escocia. Una observación un tanto peligrosa, pues lo mismo podría haber dicho de Isabel en Greenwich. Luego se puso en aún mayor peligro al decir que no podía casarse con la Reina de Escocia sabiendo que ella pretendía la corona de Inglaterra, y que si tal hiciese él, la Reina Isabel podría acusarle de pretender la corona de Inglaterra.

La Reina replicó ásperamente que muy bien podía hacerlo, desde luego.

¡Pobre necio de Norfolk! Debió firmar en aquel momento su sentencia de muerte.

Resultó sorprendente enterarse (de nuevo por los cortesanos que venían a vernos) que el conde de Leicester había olvidado su vieja enemistad con Norfolk y se había puesto de parte de éste. Dios sabía lo que pensaba Robert, pero pronto descubriría que podía ser tan tortuoso y astuto como la propia Isabel. Pienso ahora que tenía miedo de que muriese Isabel (estaba enferma con cierta frecuencia y en varias ocasiones desde su subida al trono, se la había creído al borde de la muerte) y si ella moría, María Estuardo subiría al trono.

Robert era un hombre que podía aparentar cortesía y mesura mientras planeaba un asesinato. Para él lo primero era su propio provecho. Al tiempo que decidió apoyar a Norfolk le dijo que le prepararía una entrevista con Isabel para que pudiese exponerle su caso.

Considerando su conversación anterior con la Reina, Norfolk debería haber sido más prudente. Isabel, sin duda informada por Robert, pues era típico de él poner un pie en cada campo, ahogó en mantillas la propuesta de Norfolk antes de que éste pudiese empezar a explicar las ventajas de un enlace entre él y María, agarrándole por la oreja con el pulgar y el índice y pellizcándole tan fuerte que él desistió'—Me gustaría —dijo Isabel— que os preocupaseis más de poder dormir tranquilo.

Con esto, le recordaba el comentario que él había hecho de que le gustaba dormir tranquilo y le explicaba lo más claro posible que la vía que pretendía seguir le llevaría a un sueño muy distinto: una almohada de madera sobre la que podría apoyar la cabeza mientras el hacha del verdugo caía para separarla de su cuerpo.

A Norfolk debieron flaquearle los ánimos, pues cayó de rodillas, jurando que no tenía ningún deseo de casarse, que sólo quería servirla a ella.

Por desgracia para él, no decía la verdad. Y, como se descubrió después, cuando recibió comunicados secretos de la Reina de Escocia, pronto se sumergió una vez más en intrigas para casarse con ella y sacarla de su cautiverio.

Walter estaba inmerso en sus planes del Ulster, pero cuando iba a la Corte oía algunas cosas de lo que pasaba en aquellos círculos. Estaba preocupado porque la amenaza católica contra Inglaterra crecía y la negativa de la Reina a casarse lo complicaba todo aún más. Mientras ella viviese, era un país seguro para los protestantes, pero si ella moría, podía desencadenarse una guerra. Me explicó que los ministros discutían constantemente la gravedad de aquella situación en la que la sucesión era insegura, hecho que dejaba a Inglaterra muy vulnerable, sobre todo con la Reina de Escocia cautiva en el país. Walter estaba de acuerdo con esto en secreto, y me explicaba que hasta Leicester se había unido a los que apoyaban el plan de casar a Norfolk con María, Reina de Escocia, para poder asegurarle un marido inglés. Luego podría convertirla al protestantismo, y si Isabel moría y María heredaba la corona, no cambiaría la religión de Inglaterra.

William Cecil era contrario a aquel matrimonio, pero había en el país muchos hombres influyentes a quienes hubiese complacido la idea de ver depuesto a Cecil. Como Leicester se había sumado a la conjura, le eligieron para explicarle a la Reina el peligro en que Cecil estaba colocando al país. Su política alejaba a Inglaterra de los países católicos influyentes, Francia y España, y para aplacarlos quizá fuese necesario enviar a Cecil al patíbulo.

Me enteré por varias fuentes de lo ocurrido en aquella reunión del Consejo, y ella jamás había mostrado su verdadero carácter de modo tan abierto como en aquella ocasión. Podía imaginármela con toda claridad. Su grandeza debió hacerse evidente al enfrentarse a los conjurados. ¡Cecil al patíbulo! Isabel estalló en un torrente de insultos contra todos los que se sentaban a aquella mesa y que se habían atrevido a sugerir tal cosa.

Les recordó que no estaban ya en los tiempos de su padre, cuando se enviaba a un ministro al patíbulo para que dejara sitio a otro. Cecil era contrario al matrimonio de María de Escocia con Norfolk, ¿verdad? Pues todos debían saber que la soberana de Cecil estaba de acuerdo con él, y que ellos harían muy bien en medir sus acciones, si no querían verse en la situación en la que ellos intentaban colocar a Cecil. Quería además que informasen a su amiga, la Reina de Escocia, que si ella no se cuidaba mejor de su seguridad, algunos amigos suyos podrían verse sin cabeza.

Cuando Walter habló de este asunto conmigo, dije que suponía que abandonarían su plan de eliminar a Cecil, pero él movió la cabeza e insinuó que quizás estuviesen conspirando contra él en secreto.

Yo tenía cierto miedo porque sabía que Robert estaba implicado en el asunto, y me preguntaba qué pasaría si la Reina descubría que él estaba actuando en su contra. Su traición sería mil veces peor que la de cualquier otro. La verdad es que yo no podía entenderlo. Había querido vengarme de él por lo que me había hecho. Muchas veces, abrumada por mi amargura proclamaba (para mí misma, claro), que me gustaría verle expulsado de la Corte igual que yo. Y ahora, de pronto, me preocupaba porque él corría un grave peligro.

Pero aun cuando Robert estaba profundamente comprometido en la conspiración, yo debería haberme dado cuenta de que él sabría encontrar una salida. Me enteré de la historia a retazos: habían llegado noticias a la Reina de que Robert se estaba muriendo y ella lo había dejado todo para acudir a su lecho de muerte. Le amaba, de eso no había duda, y creo que la pasión de Isabel era mucho más profunda de la que hubiese podido sentir María de Escocia por Bothwell. Lo de María había sido una irresistible atracción física que la había desbordado hasta el punto de haberle hecho arriesgar la corona. Pero nunca había sentido por él aquella devoción perdurable que Isabel sentía por Robert. Isabel sencillamente amaba más al trono que a Robert. Pero de todos modos le amaba.

Él estaba apoyándose en aquel afecto para salir de una situación muy peligrosa… y lo consiguió.

Pude imaginarme muy bien aquella patética escena: Robert tendido en su lecho fingiendo la agonía con gran habilidad. Todo el amor de ella debió salir a la superficie. Era capaz de tal lealtad con aquellos a quienes amaba… su único problema era que jamás podía perdonar a los que odiaba.

Podía imaginar también cómo Robert describía la devoción que sentía por ella. Cómo temiendo por su seguridad se había visto inducido a creer que era mejor para Isabel el que María se casase con Norfolk. Y ésa era la razón por la que había apoyado el plan… únicamente por amor a ella… y ahora no podía perdonarse a sí mismo haber actuado sin el conocimiento de ella, aunque lo hubiese hecho movido por el interés que por ella sentía. Era listo con las mujeres. Sabía dar exactamente la cuantía justa de adulación; era muy hábil en el comentario sencillo. No era extraño que tantas mujeres le amasen… e Isabel era sólo una de ellas.

La Reina había llorado. Su Dulce Robin no tenía de qué preocuparse. Le ordenó que se curara, pues ella no podía perderle. Imaginé las miradas que se cruzarían entre ellos. Claro que no se moriría. ¿Acaso no había obedecido siempre las órdenes de su soberana? Qué típico era de nuestra soberana perdonar a Robert y al mismo tiempo hacer llamar a Norfolk.

El duque fue detenido y encerrado en la Torre.

Todos creíamos que Norfolk perdería la cabeza, pero la Reina parecía reacia a firmar la sentencia de muerte. Siguiendo su actitud habitual en tales casos, se volvió atrás y, a su debido tiempo, Norfolk fue puesto en libertad, aunque a condición de vivir retirado de sus posesiones. Pero aquel hombre parecía decidido al suicidio. Decían que bastaba el nombre de la Reina de Escocia para producir una terrible fascinación. Quizá fuese así, pues Norfolk no la había visto. Quizás estuviese intrigado por una Reina que había sido adúltera y sospechosa de asesinato. Aunque sea difícil decirlo, el hecho es que Norfolk se vio enredado en la conjura de Ridolfi.

Ridolfi era un banquero florentino que tenía un plan para apoderarse de Isabel, colocar a María en el trono tras casarla e introducir de nuevo el catolicismo en Inglaterra. Tal conjura estaba condenada al fracaso. Varios de sus componentes fueron capturados y torturados, y, al poco tiempo, se reveló la complicidad de Norfolk. Así, pues, no había ninguna esperanza para él. William Cecil, hoy Lord Burleigh, indicó .a la reina que no podía permitir que Norfolk siguiera vivo. Y le apoyó en esto el Consejo de su majestad y la Cámara de los Comunes.