La Reina se mostró de nuevo reacia a firmar la pena de muerte. Estaba tan alterada que se puso enferma (con uno de sus trastornos misteriosos, que consistía en lo que ella llamaba pesados e intensos dolores). Estos dolores podían atribuirse al veneno, y, en vista de que acababa de descubrirse hacía poco el complot de Ridolfi, algunos tenían miedo a que la vida de la Reina pudiese estar en peligro. Pero resultó no ser más que otra de aquellas enfermedades que la atacaban cuando había de hacer algo desagradable. Me pregunté muchas veces si cuando le presentaban una sentencia de muerte para que la firmara, pensaría en su madre y tal recuerdo la alteraba. Seguía en pie el hecho de que se mostraba reacia a matar, aunque ella misma hubiese estado en peligro.
Sus ministros y consejeros pensaron que era una buena ocasión para que se librara de María, Reina de Escocia, que estaba implicada en la conjura; pero ella se negó a considerar tal idea.
Luego, sin embargo, la sentencia de muerte del duque de Norfolk se firmó y en Tower Hill se alzó un patíbulo especial, pues desde la subida al trono de la Reina no había habido ejecuciones allí, y se necesitaba patíbulo nuevo.
Todo esto sucedió en los años de mi exilio.
Walter se había ido a Irlanda lleno de planes para colonizar el Ulster, pero en menos de un año hubo de confesar su fracaso. No cedió, sin embargo, y tras regresar a Inglaterra y pasar aquí un tiempo para consultar con la Reina y sus ministros, volvió a intentarlo otra vez.
Le habría gustado que le acompañara, pero alegué que los niños me necesitaban. No tenía intención alguna de ir a aquel país salvaje y soportar toda clase de incomodidades. Además, estaba casi segura de que la expedición sería un fracaso, tal como demostraron ser con el tiempo casi todas las empresas iniciadas por Walter.
Me alegré de mi firme oposición al viaje, pues fue durante la estancia de Walter en Irlanda cuando la Reina indicó que yo podía volver a la Corte.
Esto me llenó de una incontrolable emoción. Mi hijo Robert tenía ya ocho años por entonces, y Walter seis. Las niñas estaban ya muy mayores, pero aún no habían alcanzado la edad en que se hacía necesario buscarles marido.
Una temporada en la Corte era exactamente lo que yo necesitaba. Así que me vi en las fiestas de Kenilworth y al principio de una vida nueva y emocionante. No era ya joven, pues tenía treinta y cuatro años, y en Chartley había empezado a sentir que la vida me dejaba atrás.
Quizá fuese por eso por lo que me lancé tan desenfrenadamente a las delicias que el destino arrojaría sobre mí en los años siguientes, sin pensar gran cosa en las consecuencias. Mi destierro había sido demasiado largo, pero al menos me había demostrado que no podría olvidar nunca a Robert Dudley y que mi relación con la Reina añadía un encanto a mi vida, sin el cual habría resultado insípida.
Y había dos cosas que deseaba: una vida apasionada con Robert y mi lucha personal con la Reina, y las deseaba desesperadamente. Habiéndolas saboreado una vez, no podía contentarme con vivir sin ellas y estaba dispuesta a afrontar todas las posibles consecuencias con tal de conseguirlas. Tenía que demostrarme a mí misma y demostrarle a Robert (y tal vez un día a la propia Reina) que mis atractivos físicos eran para él irresistibles… mucho más que la corona de la Reina.
Iniciaba una vía peligrosa. No me importaba. Tenía un ansia incontenible de vida; y estaba convencida de que sabía cómo encontrar lo que deseaba.
Kenil Worth
Fue en Kenilworth donde él (Leicester) alojó a la Reina y a sus damas, a cuarenta condes, y a otros setenta señores principales, todos bajo el techo de su propio castillo, por espacio de doce días…
De la Mothe Fénélon,
Embajador francés.
…la campana no sonó ni una sola vez en todo el tiempo que Su Alteza estuvo allí; el reloj se mantuvo también inmóvil, las manecillas quietas, indicando siempre las doce en punto…
Los fuegos de artificio fueron un… «esplendor de ardientes dardos, volando en todas direcciones… arroyos y chaparrones de feroces chispas, iluminando con sus relampagueos el agua y la tierra».
Robert Laneham,
sobre las fiestas de Kenilworth.
Debía unirme a la Reina en Greenwich, y cuando mi embarcación me llevaba por el río, me sentía abrumada por la animación y el bullicio de la vida de Londres y por el hecho de volver allí. El río era, como siempre, la más concurrida de las vías de comunicación del país. Navegaban hacia Palacio junto a nosotros embarcaciones de todo género. Entre ellas la embarcación dorada del alcalde, escoltada por las menos ostentosas de sus ayudantes. Los barqueros con sus pequeñas embarcaciones remaban hábilmente entre las otras de mayor envergadura, silbando y cantando y diciéndose cosas entre sí. En una de las barcas iba una chica que podría haber sido la hija de un barquero; tocaba un laúd y cantaba una canción: «Rema en tu bote, Norman» (canción que llevaba más de cien años cantándose) con voz potente, aunque un poco ronca, para delicia de los ocupantes de las otras embarcaciones. Era una escena típica del río de Londres.
Me sentía alternativamente entusiasmada y recelosa. Pasase lo que pasase, me advertía a mí misma, no debía ser desterrada otra vez. Tenía que vigilar mi lengua… pero quizá no demasiado, pues a la Reina le gustaba de vez en cuando un comentario cáustico. Me vigilaría en relación con sus favoritos (individuos como Heneage, Hatton y el conde de Oxford) y sobre todo con el conde de Leicester.
También me decía a mí misma que debía haber cambiado en ocho años, pero me gustaba pensar que había sido para mejor y no para peor. Naturalmente, era una mujer más madura, había tenido varios hijos, pero sabía que los hombres me encontraban más atractiva que nunca. Estaba firmemente decidida a una cosa. No debía permitir que me tomasen y me dejasen como me había sucedido antes. Por supuesto, procuraba recordarme siempre a mí misma, que él se había comportado de aquel modo por causa de la Reina. Ninguna otra mujer podría haberme desplazado por sí sola. Aun así, mi vanidad femenina se había visto herida, y en el futuro (si había un futuro con Robert) le haría saber que no tenía intención de permitir que volviese a pasar.
Era primavera y la Reina había ido a Greenwich, cosa que le gustaba hacer en aquella época del año para gozar allí de los placeres estivales. Se había arreglado todo para su llegada; y en los aposentos de las damas que estaban a su servicio, me recibieron Cate Carey, Lady Howard de Effingham, Ana, Lady Warwick y Catalina, condesa de Huntingdon.
Cate era hermana de mi madre y prima de la Reina; Ana era la esposa de Ambrose, el hermano de Robert; y Catalina era hermana de Robert.
La tía Cate me abrazó y me dijo que tenía muy buen aspecto y que se alegraba de volver a verme en la Corte.
—Habéis estado fuera tanto tiempo —dijo Ana, con cierta acritud.
—Ha estado con su familia y ahora tiene gracias a ello una familia maravillosa —dijo tía Cate.
—La Reina hablaba de vos de vez en cuando —añadió Catalina—. ¿No es cierto, Ana?
—Es verdad que lo hacía. Una vez dijo que de joven erais una de las damas más hermosas de su Corte. Le gusta rodearse de gente bien parecida.
—Tanto le agradaba que me tuvo alejada de aquí ocho años —les recordé.
—Pensaba que vuestro marido os necesitaba y no quería separaros de él.
—¿Por eso le envía ahora a Irlanda?
—Debierais haber ido con él, Lettice —dijo mi tía—■. No es bueno dejar sueltos a los maridos tan lejos.
—Oh, Walter tiene unas diversiones muy especiales.
Catalina se echó a reír, pero las otras dos parecían serias.
—Lettice querida —dijo Cate, muy al estilo de la tía prudente—. Su Majestad no debe oíros hablar así. No le agradan las actitudes frívolas respecto al matrimonio.
—Es extraño que respetándolo tanto sea tan reacia a contraerlo.
—Hay cosas que quedan fuera de nuestro conocimiento —dijo con viveza mi tía—\ Os verá mañana a la hora de la cena; seréis una de las damas encargadas de probar su comida. Estoy segura de que os dirá algo durante la cena. Ya sabéis que le gusta prescindir del ceremonial en la mesa.
Sabía que mi tía me estaba advirtiendo de que tuviese cuidado. Había estado desterrada de la Corte muchos años, lo cual significaba que, de algún modo, había ofendido a la Reina, pues ella era sumamente benigna con sus parientes… sobre todo con los Bolena. Con los Tudor solía ser algo más dura porque tenía que tener cuidado con ellos, pero los Bolena, al no tener ningún derecho al trono, le estaban agradecidos por encumbrarlos, y a ella le encantaba honrarles.
Apenas pude dormir aquella noche de lo nerviosa que estaba por mi vuelta a la Corte. Sabía que tarde o temprano iba a verme cara a cara con Robert. Inmediatamente me daría cuenta de si aún seguía atrayéndole, y entonces podría descubrir con alegría hasta qué punto y si él estaba dispuesto a correr riesgos por mí. Había algo respecto a lo cual estaba decidida: nada de abrazos precipitados y luego adiós porque la Reina no le permitía amar a otra mujer.
Esta vez tendrá que ser algo mejor, Robert, murmuraba para mí. Suponiendo, claro, que aún me encuentres deseable… y, por supuesto, que yo sienta el mismo deseo irresistible de hacerte mi amante.
Aunque fue una noche de desasosiego e insomnio, qué alegría verme allí en aquella cama contemplando el futuro. Cómo había podido soportar todos aquellos años estériles…, bueno, no del todo estériles… tenía a mis hijos… mi propio y adorable Robert. Podía dejarle sin pesar pues estaba bien atendido, y los muchachos, una vez pasaran de la primera infancia, se impacientan con una madre cariñosa y devota a su lado. Siempre estaría allí, mi hijo amado. Cuando se hiciese mayor tendría a su madre como el mejor de sus amigos.
Como era domingo, había mucha gente en Palacio. El Arzobispo de Canterbury, el Obispo de Londres, el Canciller, oficiales de la Corona y otros caballeros que habían ido a presentar sus respetos a la Reina. Ella les recibiría en el salón de audiencia, que estaba adornado de ricos tapices y tenía el suelo cubierto de juncos frescos.
La gente se había reunido a ver el cortejo, que era realmente impresionante. A la Reina le gustaba que se diese libertad al pueblo para ver las ceremonias de la Corte. Habiendo alcanzado su encumbrada posición considerando siempre cautamente la voluntad del pueblo, se mostraba en toda ocasión sumamente deseosa de complacerle; cuando pasaba entre el pueblo a caballo o en coche, hablaba hasta con los más humildes; quería que comprendiesen que aunque era un ser glorioso, una divinidad en la tierra, amaba al pueblo y era en cierto modo su servidora. Éste era uno de los secretos de su gran popularidad.
Vi entrar a los condes, los caballeros de la jarretera y los barones, luego llegó el Canciller entre dos guardas, uno de los cuales llevaba el cetro regio y el otro la espada del Estado en una vaina roja tachonada de flores de lis. Inmediatamente después iba la Reina, pero no pude quedarme a verla pues tenía que atender a mis obligaciones.
La preparación de la mesa siempre me divertía. Ningún rito sagrado podría ser ejecutado con más reverencia. Las encargadas de probar la comida de la Reina aquella mañana éramos una joven condesa y yo, pues existía la tradición de que una de las catadoras debía estar soltera y la otra casada… y ambas debían ser del mismo rango.
Primero apareció un caballero con una vara y tras él llegó un hombre con un mantel; siguiéndole llegaron otros con el salero, la fuente y el pan. Apenas pude reprimir una sonrisa cuando se arrodillaron ante la mesa vacía antes de colocar en ella lo que llevaban.
Luego nos llegó el turno a nosotras. Nos acercamos a la mesa, yo llevando el cuchillo. Las dos tomamos pan y sal y lo frotamos en los platos para cerciorarnos de que estaban limpios; y cuando terminamos estas tareas trajeron los manjares. Cogí el cuchillo y corté porciones que di a varios de los guardias que estaban allí mirando. Comieron lo que les di. Esta ceremonia estaba destinada a proteger a la Reina de un envenenamiento.
Cuando terminaron de comer, sonaron las trompetas y entraron dos hombres con timbales y tocaron sus instrumentos para indicar que la comida estaba lista.
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