Dicho esto, me dejó. Estaba muy deseoso de que la Reina no se diese cuenta del interés que sentíamos el uno por el otro. Me convencí a mí misma de que quizá se debiese a que temía que Isabel me despidiese otra vez.

Me emocionaba que nuestra relación siguiera siendo la misma. No echaba de menos nada de aquel magnetismo. Había aumentado con la edad. Esperaba que mi atractivo siguiese siendo igual para él. Bastaba que estuviésemos cerca uno de otro para saber que teníamos mucho que darnos.

Esta vez, sin embargo, yo no lo daría tan liberalmente. Tenía que convencerle de que yo deseaba una relación de base más firme. Pensaba casarme con él. ¿Cómo podía hacerlo teniendo ya marido? No tenía sentido. Pero no podía aceptarme y luego dejarme por orden de la Reina. Debía hacérselo entender muy claro desde el principio.

Y así los días se llenaban de emoción. Nos mirábamos y las miradas que cruzábamos eran significativas. Cuando llegase la oportunidad, estaríamos preparados para aprovecharla.

Creo que aquella situación torturante estimulaba nuestro deseo. Sería más fácil cuando estuviésemos en Kenilworth.




Llegamos al castillo el 9 de julio. Cuando apareció entre nosotros, hubo un griterío general y vi que Robert miraba a la Reina, suplicando su admiración. Era ciertamente una visión majestuosa. Aquellas torres almenadas y el poderoso alcázar proclamaban una verdadera fortaleza; y por el lado sudoeste, había un hermoso lago espejeando bajo la luz del sol. Lo cruzaba un gracioso puente que Robert había mandado construir hacía poco. Y tras el castillo, se veía el verdor del bosque, permitiendo a la Reina buena caza.

—Parece una residencia real —dijo la Reina.

—Se proyectó con el exclusivo propósito de complacer a una Reina —dijo Robert.

—Dejaréis en ridículo a Greenwich y a Hampton —replicó ella.

—No —Contestó Robert, cortesano siempre—. Es tan sólo vuestra presencia lo que da carácter regio a esos lugares. Sin vos no son más que montones de piedras.

Me daban ganas de reír. «Exageráis un poco, Robert», pensé; pero evidentemente, ella no pensaba lo mismo, pues le miraba amorosa y complacida.

Nos aproximábamos al alcázar cuando vimos que nos cortaban el paso diez muchachas vestidas con mantos de seda blanca que representaban a las sibilas. Y una de ellas se adelantó y recitó un verso que ensalzaba las perfecciones de la Reina y le predecía un reinado largo y feliz.

Yo estuve observando a la Reina durante el recitado del poema. Saboreaba extasiada cada palabra. Era el tipo de representación que tanto había gustado a su padre, y el placer que a ella le producía era una de las principales características que había heredado de él. Robert la observaba con profunda satisfacción. ¡Qué bien debía conocerla! Él tenía que estar pendiente de ella en un sentido. Cómo debía haberle frustrado el que hubiese alargado hacia él la relumbrante corona y luego, justo cuando él creía que podía cogerla, la hubiese retirado otra vez. Si no hubiese sido tan alto el precio, si ella no tuviese en sus manos el futuro de él, ¿durante cuánto tiempo habría permitido él que le tratasen así?

Pasamos a la siguiente representación y me di cuenta de que aquello era un precedente de lo que serían los días sucesivos. Robert condujo a la Reina hasta la palestra, donde les salió al paso un hombre de aspecto feroz, tan alto como el propio Robert. Vestía túnica de seda y blandía un garrote, que agitaba amenazadoramente. Algunas de las damas gritaron con burlón horror.

—¿Qué hacéis aquí? —gritó, con voz de trueno—. ¿No sabéis que esto son los dominios del poderoso conde de Leicester?

—Buen sirviente —contestó Robert—, ¿es que no veis quién está entre nosotros?

El gigante abrió los ojos asombrado al volverse a la Reina y se los protegió como si le cegase su magnificencia. Luego, cayó de hinojos, y, cuando la Reina le indicó que se levantase, le ofreció su garrote y las llaves del castillo.

—Ábranse las puertas —gritó—. Este día se recordará por mucho tiempo en Kenilworth.

Se abrieron las puertas y entramos. En los muros del patio había seis trompeteros vestidos con ropajes de seda. Resultaba muy impresionante, pues sus trompetas tenían casi dos metros de longitud. Tocaron dando la bienvenida, y la Reina aplaudió, muy satisfecha.

A medida que avanzábamos, la escena se hacía más espectacular. En medio del lago, habían construido una isla y en ella había una hermosa mujer. A sus pies estaban tendidas dos ninfas y a su alrededor un grupo de damas y caballeros sostenían en alto antorchas encendidas.

La dama del lago recitó un panegírico similar a los que habíamos oído antes. La Reina proclamó que todo aquello era maravilloso. Luego la llevaron al patio central, donde había un grupo reunido, vestidos todos de dioses: Silvano, rey de los bosques, le ofreció a la Reina hojas y flores; allí estaba Ceres con trigo; Baco con uvas, Marte con armas y Apolo con instrumentos musicales para cantar el amor que el país profesaba a su Reina.

Ella los recibió a todos con gratas palabras, felicitándoles por su arte y su belleza.

Leicester le dijo que había muchas más cosas que tenía que ver, pero que la suponía cansada del viaje y prefería que descansara. Debía tener sed, además, y él podía asegurarle que encontraría la cerveza de Kenilworth muy de su gusto.

—Me he asegurado de que nada os disguste, Majestad, como sucedió en Grafton, pues probé la cerveza y, pareciéndome fuerte y desabrida, traje cerveceros de Londres para que podáis bebería aquí según vuestro gusto.

—Sé que puedo confiar en que mis queridos Ojos se cuidarán de mi comodidad —dijo la Reina, emocionada.

En el patio interior se disparó una salva y cuando la Reina estaba a punto de entrar en el castillo, Robert le pidió que se fijase en el reloj de aquella torre que se llamaba la torre de César. El reloj era de un delicado azul y los números y las manecillas de oro puro. Podía verse desde todos los alrededores. Le suplicó que lo mirase unos instantes, porque si lo hacía, vería pararse las manecillas de oro.

—Eso significa que mientras vos, Majestad, honréis Kenilworth con vuestra presencia, se parará el tiempo —explicó.

Era evidente que ella se sentía muy feliz. ¡Cuánto amaba Isabel aquella pompa y aquel ceremonial! ¡Cuánto le complacía aquella adulación y, sobre todo, cuánto amaba a Robert!

Entre su cortejo, se comentaba que quizá con motivo de aquella visita anunciase la Reina su intención de casarse con él. Parecía indudable que eso era lo que Robert estaba esperando.




Aquellos días de Kenilworth serían inolvidables… no sólo para mí, cosa comprensible, pues significaron un hito en mi vida, sino para todos los presentes.

Creo que puedo decir que jamás hubo, ni habrá, hospitalidad y agasajos y diversiones como los que ideó Robert para deleite de su Reina.

Hubo fuegos artificiales, saltimbanquis italianos, combates entre toros y osos y, por supuesto, justas y torneos. Dondequiera estuviese la Reina, siempre había baile, y permanecía levantada hasta altas horas de la madrugada bailando y nunca parecía cansarse.

Durante los primeros días de Kenilworth, Robert apenas se apartó de la Reina, y, de hecho, más tarde, tampoco pudo ausentarse nunca por demasiado tiempo. En las raras ocasiones en que bailó con otras, vi que Isabel le observaba atentamente y con impaciencia. En una ocasión, le oí decir: «Confío en que disfrutéis del baile, Lord Leicester». Y se mostró muy fría y muy altiva hasta que él se inclinó y le susurró algo que le hizo sonreír y recuperar su buen humor.

Resultaba prácticamente increíble que no fuesen amantes.

Yo podría haber creído que estaba soñando con un imposible si no fuese el hecho de que en varias ocasiones pude ver que los ojos de Robert recorrían la estancia y darme cuenta de que me buscaban. Cuando me encontraban, algo se encendía entre nosotros. Teníamos que encontrarnos, pero yo sabía que era imperativo que tomásemos las mayores precauciones.

Estaba adiestrándome a mí misma. Quería estar lista para cuando llegase el momento. Esta vez no quería un contacto precipitado tras unas puertas cerradas. Nada de «que sea esta noche si puedo desprenderme de la Reina». Él sería razonable. Era el hombre más razonable de la tierra Pero yo debía ser astuta. Ahora era más sabia.

Me divertía pensar que Isabel y yo fuésemos rivales. Era una digna adversaria, sin duda, pues disponía de poderosas armas, de su poder y de sus promesas de grandeza… y sus amenazas, claro. «No creáis que mi favor se limita a vos…» Era de nuevo la actitud de su padre. «Os he encumbrado. Podría igualmente haceros caer.» Enrique VIII había dicho eso a sus favoritos… hombres y mujeres que habían trabajado para él y le habían dado lo mejor de sí mismos: el cardenal Wolsey, Thomas Cromwell, Catalina de Aragón, Ana Bolena, la pobre Catalina Howard… y lo mismo le hubiese sucedido a Catalina Parr de no haber muerto el Rey a tiempo. Enrique había amado a Ana Bolena tan apasionadamente como Isabel amaba a Robert, pero eso no la había salvado. Robert debía pensar en todo esto de vez en cuando.

Si yo la disgustaba, ¿qué me pasaría? Tal era mi carácter que la consideración del peligro no me detenía; en cierto modo, estimulaba aún más mis deseos.

Por fin, llegó el momento en que nos vimos solos. Me cogió de la mano y me miró a los ojos.

—¿Qué queréis de mí, mi señor? —pregunté.

—Lo sabéis —contestó él, apasionadamente.

—Hay aquí muchas mujeres —dije—. Y yo tengo marido.

—Yo sólo quiero a una.

—Cuidado —bromeé—. Eso es traición. Vuestra soberana se enfadaría mucho con vos si se enterase de que decís tales cosas.

—Lo único que me importa es que vos y yo estemos juntos.

Meneé la cabeza.

—Hay un aposento… en la parte más alta de la torre oeste. Nadie va nunca allí —insistió.

Yo me volví, pero él me había cogido la mano y me sentí sacudida por aquel deseo que sólo él podía despertar en mí.

—Estaré allí a media noche… esperando.

—Podéis esperar, mi señor —dije.

Alguien subía las escaleras y rápidamente se fue. Tenía miedo a que le vieran, pensé irritada.

No fui a aquel aposento de la torre, aunque me costó trabajo no hacerlo. Disfruté mucho, sin embargo, imaginándole paseando impaciente, esperándome.

La próxima vez que nos encontramos, se mostró despechado y más impetuoso aún. No estábamos solos, y aunque aparentaba intercambiar cortesías con una invitada, me decía:

—He de hablar con vos. Tengo mucho que deciros.

—Bueno, si sólo es hablar, quizás —dije yo.

Y fui al aposento.

Él me abrazó e intentó besarme, pero me di cuenta de que primero había cerrado cuidadosamente la puerta.

—No —protesté—. Aún no. '—Sí —dijo él—. ¡Ahora! He esperado demasiado tiempo. No esperaré un segundo más.

Yo sabía de mi debilidad. Mi resolución se tambaleaba. Le bastaba tocarme… yo siempre había sabido que mi necesidad de él era similar a la suya de mí. Era inútil resistirse. Hablaríamos después.

Él reía triunfal. Yo me sentía triunfante también, porque sabía que aquello era una rendición temporal. Al final me saldría con la mía.

Después, él dijo, satisfecho:

—¡Oh, cómo nos necesitamos, Lettice!

—Me las he arreglado muy bien sin vos durante ocho años —le recordé.

—¡Ocho años perdidos! —suspiró.

—¿Perdidos? Oh, no, mi señor, progresasteis mucho en el favor real durante ese tiempo.

—Cualquier tiempo no pasado con vos es tiempo perdido.

—Parece como si le hablaseis a la Reina.

—Oh, vamos, Lettice, sed razonable.

—Eso es exactamente lo que intento.

—Estáis casada. Ya sabéis cuál es mi posición…

—Esperáis casaros. Según dicen: «la esperanza dilatada enferma el corazón». Eso os sucede. ¿Acaso la espera os tiene tan enfermo que miráis a otra parte buscando lo que suponéis pueden ser unos cuantos encuentros secretos con quien os halla demasiado apuesto para resistirse…?

—Sabéis que no es así. También sabéis cuál es mi posición.

—Sé que ha estado jugando con vos todos estos años y que aun así os quedan muy pocas esperanzas. ¿O seguís esperando?

—La Reina tiene un temperamento imprevisible.

—¡Sé muy bien que es así! No olvidéis que estuve desterrada ocho años de la Corte. ¿Y sabéis por qué?

Se acercó más a mí.

—Debéis tener cuidado —le advertí—. Ya se dio cuenta una vez.

—¿Eso creéis?

—¿Por qué otra razón me impidió seguir en la Corte?