Se echó a reír. Con cierta complacencia, pensé. Muy seguro de que podía hacer lo que hacía con las mujeres que le interesaban.

Me aparté de él e inmediatamente se convirtió en el amante suplicante y sumiso.

—Lettice, te amo… sólo a ti.

—Entonces, vayamos a decírselo a la Reina.

—Os olvidáis del Conde de Essex.

—Él es vuestra salvaguardia.

—Si no fuese por él, me casaría con vos y os demostraría cuáles son realmente mis sentimientos.

—Pero está él y podéis decir «sí» con la mayor impunidad. Sabéis perfectamente que no os atreveríais a decirle a la Reina lo que pasó esta noche.

—No se lo diría, no. Pero si pudiese casarme con vos lo haría y a su debido tiempo se lo comunicaría a ella.

—No puedo tener dos maridos, así que no puede haber matrimonio. Y si la Reina llegase a descubrir que vos y yo hemos estado juntos, sabemos lo que pasaría. Yo sería expulsada de la Corte. Vos caeríais en desgracia por un tiempo, y luego recuperaríais su favor. Ése es uno de vuestros mayores triunfos, sin duda. La cuestión es que yo vine aquí a hablar…

—Y luego descubristeis que nuestro amor nos desbordaba a ambos.

—Descubrí que me satisfacen los placeres y que en algunos aspectos os adecuáis muy bien a mí. Pero no estoy dispuesta a que me tomen y me desechen cuando resulte conveniente hacerlo, como si fuese una ramera.

—Jamás podría tomaros por tal.

—Eso espero. Pero se diría que vos imagináis que puede tratárseme como si lo fuese. No volverá a suceder, señor.

—Lettice, tenéis que entender. Deseo más que ninguna otra cosa casarme con vos y, os lo aseguro… algún día lo haré.

—¿Cuándo?

—No tardaré mucho.

—¿Y Essex?

—Dejadle de mi cuenta.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Quiero decir que, ¿quién puede saber lo que pasará? Sed paciente. Vos y yo fuimos hechos el uno para el otro. Lo supe desde la primera vez que nos vimos. Pero, vos estáis casada con Essex, ¿qué podría hacer yo? ¡Oh, Lettice, si no os hubieseis casado con él qué distinto habría sido todo! Pero habéis vuelto a mí. No creáis que voy a dejar que volváis a apartaros de mi lado.

—Pues deberíais dejarme hacerlo ahora, si no advertirán mi ausencia, y si lo hacen y si me hubiesen puesto espías y llegase esto a oídos de la Reina, no me gustaría estar en vuestro pellejo, Robert Dudley, e imagino que tampoco el mío iba a resultar muy cómodo.

Abrió la puerta. Luego me abrazó con tal fuerza que creí que iba a empezar de nuevo todo. Pero él había captado el sentido de mi advertencia y me dejó ir.

Volví a mi aposento. Algunas habían advertido mi ausencia. Me pregunté si alguien pensaría que había estado con un amante. Me divertía imaginar su estremecido asombro si les hubiese dicho que sí, y quién era.




El tiempo refrescó un poco; cayeron algunos chaparrones y todos parecían de excelente humor. No vi a Robert en privado, pero sí, con frecuencia, claro está, en compañía de los demás, pues él estaba constantemente al lado de la Reina. Cazaban mucho juntos, pasando las horas en el bosque hasta el oscurecer, y cuando regresaban a Kenilworth había invariablemente una función de bienvenida esperando a Isabel. La inventiva de Robert parecía inagotable. Pero tenía que estar constantemente sobre aviso, pues las satisfacciones que le había dado a la Reina podía ésta olvidarlas en seguida y todos sus esfuerzos resultar vanos si de algún modo la ofendía.

Aquel día concreto se había ideado una función acuática para dar la bienvenida a la Reina a su regreso al castillo, pues Robert utilizaba el lago todo lo posible, que era siempre muy atractivo de noche cuando las antorchas daban al escenario un aire mágico. En esta ocasión, la saludó una sirena a cuyo lado había un enorme delfín sobre cuyo lomo se sentaba un hombre enmascarado que representaba a Orion. En cuanto vio a la Reina empezó a recitar versos ensalzando sus virtudes y la alegría que embargaba a todo Kenilworth por el honor de poder cobijarla tras sus muros. Este incidente puso de muy buen humor a la Reina, porque Orion, después de recitar los primeros versos de su parlamento, no podía recordar el resto. Tartamudeó y empezó de nuevo, y luego, en un arrebato de cólera se arrancó la máscara y quedó al descubierto su rostro congestionado y sudoroso.

—Yo no soy Orion —gritó—. Sólo soy Harry Goldingham, el más leal súbdito de Vuestra Majestad.

Hubo un silencio. Robert miró furioso al osado actor, pero la Reina se echó a reír y exclamó:

—Buen Harry Goldingham, me habéis hecho divertirme mucho. Y proclamo que me gustó vuestra actuación más que la de ningún otro.

Con lo que Harry Goldingham dejó su delfín muy satisfecho de sí mismo. Había obtenido elogios especiales de la Reina por su actuación y sin duda esto mejoraría su posición ante su amo y señor, el conde de Leicester.

Durante la velada, aludió la Reina una y otra vez al incidente, y aseguró a Robert que jamás olvidaría los placeres de que había disfrutado en Kenilworth.

Yo estaba irritada porque la Reina acaparaba por completo a Robert. No podía librarse nunca de ella. Sólo cuando ella iba a su tocador podía dejarla, y entonces yo tenía que atender a mis deberes. Era muy frustrante para ambos y, espoleado y acuciado así, nuestro deseo se intensificaba.

En una ocasión en que creí que había una oportunidad de cruzar unas palabras, le vi en íntima conversación con otra mujer. La conocía de vista y sentía un interés especial por ella. Era aquella Douglass Sheffield cuyo nombre se había asociado con el de Robert durante un tiempo. Recordé los rumores que había oído sobre ellos.

No creía, claro está, lo que decían de que Robert había asesinado a su marido. ¿Con qué objeto iba a matar al conde de Sheffield? Douglass resultaba para Robert mucho más atractiva con un marido… lo mismo que yo. La auténtica prueba del amor de Robert sería el matrimonio. Eso significaría que anteponía el amor a su esposa al favor de la Reina. No hacía falta una visita a Kenilworth para recordarme lo que sería la cólera de Isabel si él se casaba. Sería feroz y terrible, y yo dudaba incluso que Robert lograse recuperar el favor real después de tal hecho.

Yo no había dado gran importancia al escándalo de Douglass Sheffield hasta entonces, porque siempre habían circulado terribles historias sobre Robert. Era el hombre más envidiado del Reino; nadie tenía más enemigos que él; la Reina le prodigaba tanto favor que había miles de personas (en la Corte y en todo el país) que ansiaban, como suelen hacerlo los envidiosos, que llegase su caída. Y es triste comentario sobre la naturaleza humana que hasta los que nada ganarían con ello, lo deseasen de todos modos.

Por supuesto, había que tener en cuenta el confuso escándalo de la muerte de Amy Robsart, cuyas cicatrices no se borrarían nunca. ¿La había asesinado? ¿Quién podía decirlo? Desde luego, ella parecía interponerse entre él y sus ambiciones, y él deseaba profundamente aquel matrimonio, imposible mientras ella viviese. Había demasiados secretos oscuros en Cumnor Place. Y no cabía duda de que el incidente de la muerte de Amy había dado a los envidiosos la munición que necesitaban.

Al doctor Julio, el médico de Robert, como era italiano, empezaba a llamársele el envenenador de Leicester, por lo que no era sorprendente el que se hubiese dicho cuando la muerte del conde de Sheffield que tras ella estaba Robert. Pero por qué, si no tenía ningún deseo de casarse con su viuda… Salvo, claro está, que Sheffield amenazase con el divorcio, tras descubrir que Douglass había cometido adulterio con Robert. Eso habría envuelto a Robert en un escándalo que quería evitar a toda costa, pues si llegaba a oídos de la Reina se vería en un grave aprieto.

No me importaba en absoluto que Robert tuviese un carácter tortuoso y sombrío. Yo quería un hombre capaz de desafiarla. No quería una criatura suave e ineficaz como marido. Estaba ya cansada de Walter, y tan profundamente enamorada de Robert Dudley como pudiera estarlo cualquier otra mujer. Por eso, cuando le vi hablando animadamente con Douglass Sheffield. me sentí muy inquieta.




Era un domingo. La Reina había ido a la iglesia por la mañana, y, como hacía buen tiempo, se decidió que algunos actores de Coventry representasen Hock Ticte, una obra sobre los daneses, para entretenerla.

Yo estaba más o menos entretenida viendo a aquellos rústicos con sus trajes improvisados y sus acentos pueblerinos interpretando a hombres de los que no podían tener idea alguna. A la Reina le encantaban; disfrutaba entre la gente rústica y sencilla, y le gustaba convencerles de que, pese a su majestad y su gloria, sentía un gran respeto por ellos y les amaba. En nuestro viaje, teníamos que pararnos una y otra vez en el camino si cualquier persona humilde se acercaba a ella. Y ella tenía una palabra amable o tranquilizadora. Debía haber muchas personas en el país que recordarían un encuentro con ella toda la vida y que la servirían con la mayor lealtad porque ella no se había mostrado tan orgullosa como para no hablar con ellos.

Así, pues, dedicaba a los actores de Coventry la misma atención que podría haber dedicado a los de la Corte, y allí estaba sentada riendo cuando era momento de reír y aplaudiendo sólo cuando se esperaba el aplauso.

La obra era sobre la invasión de los daneses, sobre su insolencia y las violencias y ultrajes de que habían hecho objeto al pueblo inglés. El personaje principal era Hunna, general del rey Ethelred y, por supuesto, la obra terminaba con la derrota de los daneses. Como tributo al sexo de la Reina, los daneses cautivos eran conducidos por mujeres, ante lo cual, la Reina aplaudió sonoramente.

Cuando terminó la función, insistió en que se presentasen a ella los actores para poder decirles lo mucho que le había gustado su interpretación.

—Buenos hombres de Coventry —dijo— me habéis deleitado y seréis recompensados. En la cacería de ayer cobramos varios ciervos y daré orden de que os den dos de los mejores, y además se os entregarán cinco marcos en dinero.

Los buenos hombres de Coventry cayeron de hinojos y declararon que jamás olvidarían el día en que habían tenido el honor de actuar ante la Reina. Eran hombres leales, y desde aquel día no habría uno solo de ellos que no estuviese dispuesto a dar la vida por su soberana.

Ella les dio las gracias y, observándola, me di cuenta de cómo mantenía aquel extraño y regio don consistente en que sin perder un ápice de su dignidad podía ser completamente natural con ellos y hacer que ellos lo fuesen con ella. Podía elevarlos sin descender de su dignidad regia. Comprendí mejor que nunca su grandeza. Y el que rivalizásemos por el mismo hombre me llenaba de una intensa emoción. Y el hecho de que él estuviese dispuesto a arriesgar tanto para satisfacer su pasión por mí era indicio de la profundidad de esta pasión.

La existencia de este sentimiento entre nosotros era algo indudable. Éramos los dos audaces aventureros y estaba segura de que el peligro le resultaba tan irresistible a él como me resultaba a mí.

Fue ese mismo día cuando tuve oportunidad de hablar con Douglass Sheffield.

Había terminado la función y aún quedaban algunas horas para el crepúsculo, por lo que la Reina, cabalgando junto a Robert y seguida de algunas de sus damas y caballeros, había salido hacia el bosque. Entonces vi a Douglass Sheffield que paseaba sola por el jardín, y fui hacia ella.

Nos encontramos junto al lago como por casualidad, y la saludé.

—Sois Lady Essex, ¿verdad? —preguntó.

Contesté que sí, y pregunté si ella era Lady Sheffield.

—Deberíamos conocernos —continué—. Estamos emparentadas a través de la familia Howard.

Ella pertenecía a los Effingham Howard y era mi bisabuela, la esposa de Sir Thomas Bolena, quien pertenecía a la familia.

—Vaya, así que somos primas lejanas —añadí.

La examiné detenidamente. Podía entender muy bien que Robert la hubiese considerado atractiva. Tenía el atractivo que poseían muchas mujeres de la familia Howard. Mi abuela María Bolena y Catalina Howard debían haber sido bastante parecidas. Ana Bolena tenía algo más: aquel inmenso atractivo físico más una veta calculadora que la hacía ambiciosa. Ana había calculado mal (por supuesto, había tenido que tratar con un hombre muy difícil) y había acabado decapitada, pero si hubiese sido algo más diestra en el manejo de sus asuntos y hubiese tenido un hijo, no tenía por qué haberle sucedido lo que le sucedió.

Douglass era, pues, del tipo suave, condescendiente, sensual, de las que no exigen nada a cambio de lo que dan. Las de su tipo, atraen inmediatamente al sexo opuesto, pero lo más frecuente es que la relación no sea perdurable.