—La Reina —dije— está cada vez más enamorada de Lord Leicester.

Frunció el ceño y pareció entristecerse. Así pues hay algo, pensé.

—¿Creéis que se casará con él? —proseguí.

—No —dijo Douglass con vehemencia—. No puede hacerlo.

—No entiendo por qué. Él lo desea, y a veces ella parece desearlo tanto como él.

—Pero él no podría hacerlo.

Empecé a sentirme inquieta.

—¿Por qué no, Lady Sheffield?

—Porque… —vaciló—. No, no debo decirlo. Sería peligroso. Él nunca me lo perdonaría.

—¿Os referís acaso al conde de Leicester?

Me miró perpleja y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Puedo hacer algo por vos? —pregunté suavemente.

—Oh, no, no. Debo irme. No sé lo que digo. He estado enferma. Tengo deberes que atender, así que…

—Tenía la impresión de que estabais triste últimamente —dije, decidida a retenerla—. Me parecía que os sucedía algo y que debía hablar con vos. Creo que los que están ligados por la sangre tienen un lazo entre sí.

Pareció sorprenderse un poco y dijo:

—Puede que así sea.

—A veces ayuda explicar las cosas a un oyente comprensivo.

—No quiero explicar nada, en realidad. No tengo nada que decir. No debería haber venido. Debería estar con mi hijo.

—¿Tenéis un hijo?

Asintió.

—Yo tengo cuatro. Penélope, Dorothy, Robert y Walter. Les echo muchísimo de menos.

—Así que tenéis también un Robert.

Me puse tensa.

—¿Se llama así vuestro hijo?

Asintió otra vez.

—Bueno —continué—, es un bonito nombre. El del marido de nuestra Reina… si alguna vez decidiese casarse.

—No podría —dijo Douglass, cayendo en la trampa.

—Parecéis muy nerviosa.

—Vos me hacéis ponerme al hablar de su matrimonio…

—Es lo que él está esperando. Todo el mundo lo sabe.

—Si ella hubiese querido casarse con él, ya lo habría hecho hace mucho.

—¿Cómo iba a hacerlo después de la misteriosa muerte de la esposa de él? —murmuré.

Ella se estremeció.

—A veces pienso en Amy Dudley. Y tengo pesadillas con ella. A veces sueño que estoy en aquella casa y que alguien entra furtivamente en mi habitación…

—Vos soñáis que sois su esposa… y que quiere deshacerse de vos. ¡Qué extraño!

—No…

—Creo que tenéis miedo de algo.

—Cómo cambian los hombres —dijo con tristeza—. Son tan ardientes y luego atrae su atención otra persona y…

—Y su pasión —dije despreocupadamente.

—Puede ser… muy aterrador.

—Lo sería con un hombre como el conde… después de lo que pasó en Cumnor Place. ¿Pero cómo podríais saber vos lo que pasó allí? Es un oscuro secreto. Habladme de vuestro hijito. ¿Qué edad tiene?

—Tiene dos años.

Guardé silencio, calculando. ¿Cuándo había muerto el conde de Sheffield? ¿No había sido en el setenta y uno cuando había sabido yo que las hermanas Howard acosaban a Robert? Había sido ese año o el siguiente quizá cuando había muerto Lord Sheffield, y, sin embargo, en los años setenta y cinco Douglass Sheffield tenía un niño de dos años llamado Robert.

Estaba decidida a descubrir qué significaba aquello.

Difícilmente podía esperar que ella me revelara espontáneamente su secreto, aunque existiese un parentesco entre nosotras. Ya le había sacado mucho más de lo que podría haber supuesto en principio a aquella mujer, que parecía bastante necia. Pero haría un esfuerzo decidido por descubrir la verdad.

Procuré mostrarme comprensiva y amistosa cuando dijo que tenía jaqueca. La acompañé a su aposento y le administré una poción calmante. Luego la hice echarse y le expliqué que ya la avisaría si volvía la Reina.

Aquel mismo día, más tarde, me explicó que se sentía muy mal cuando nos encontramos en el jardín y que temía haber dicho disparates. La tranquilicé y le dije que sólo había sido una charla amistosa y que me había resultado muy agradable conocer a una prima. Mi poción le había sentado tan bien que me preguntó si podía darle la receta. Lo haría, por supuesto, le dije. Yo entendía perfectamente aquellos sentimientos de depresión, añadí. También tenía hijos y deseaba estar con ellos.

—Ya charlaremos en otra ocasión… pronto —dije.

Había decidido llegar hasta el fondo del asunto de Douglass Shefficeld.

Al día siguiente, se ofreció a. la Reina una farsa titulada «Una novia campesina». Era, en cierto modo, una burla de los . rústicos y me extrañó que la Reina no lo considerase un insulto a una parte de su pueblo. El novio, que pasaba bastante de los treinta, llevaba la chaqueta de estambre de su padre, de un color tostado, guantes de cosechador y una pluma y un cuerno con tinta sujetos a la espalda. Cojeaba al saltar por la hierba. En el campo, se jugaba mucho al fútbol y, a menudo, los jugadores resultaban heridos en el juego, así que con la cojera quería indicarse que se había roto una pierna jugando.

Con él iban bailando las máscaras y Robin Hood con Maid Marian. La Reina movía los pies al compás de la danza, y yo esperaba que en cualquier momento se uniese a ellos.

Después llegó la novia con su traje de estambre; se" había pintado en una máscara horrible y llevaba una peluca cuyo pelo salía en punta en todas direcciones. Los espectadores aullaron de risa al verla, y había muchos, pues la Reina había dicho que cualquier habitante de los alrededores que lo desease podía venir a ver el espectáculo. Así que había centenares… no tanto por ver la boda campestre como por estar en compañía de la Reina. También ella (de excelente humor como estaba siempre ante el pueblo) sonreía graciosamente, reservando su mal humor para más tarde con sus ayudantes. Las damas de la novia tenían todas más de treinta años, como la propia novia, y eran muy feas.

La gente reía entusiasmada al ver desfilar a la pareja de novios, y yo no pude evitar el pensamiento de que se trataba de una representación bastante peligrosa, considerando que se hacía para nuestra Reina soltera, y el hecho de que la novia y el novio procurasen por todos los medios decirnos sus edades, podría haberse considerado que aludía a Isabel. Quizá fuese lo que se proponía Robert. Quizá quisiese indicarle que llevaba demasiado tiempo esperando. Por supuesto, la Reina no podía ser más distinta a aquella novia torpe y fea. Isabel, sentada allí, resplandecía de poder y de gloria, cubierta de alhajas, la exquisita gorguera al cuello, la cabeza erguida, bellísima, y joven también, si uno no miraba demasiado detenidamente su rostro, pues su cuerpo era tan esbelto como el de una joven y su piel igual de suave y delicada. A aquellos campesinos debía parecerles una diosa, prescindiendo incluso de su enjoyada vestimenta. Era siempre muy pulcra y quisquillosa y se bañaba con regularidad, y quienes la servíamos debíamos hacer lo mismo, pues no podía soportar los malos olores. Cuando visitaba las mansiones rurales, había que empezar a limpiarlas semanas antes de su llegada. Los malos olores le hacían apartar la cabeza con disgusto y, por supuesto, estaba el eterno problema de los retretes. Yo había visto muchas veces temblar de repugnancia aquella nariz aguileña y solía hacer agrios comentarios sobre lo mal que se había preparado aquello para su visita.

Cuando viajábamos, constituía un inconveniente considerable el baño de la Reina, sin el que no podía pasar. Pocas mansiones rurales podían ofrecerle condiciones adecuadas. En el castillo de Windsor había dos habitaciones reservadas para su baño, con techos de cristal para que pudiese contemplar la blancura de su cuerpo mientras se bañaba.

Sólo entre la gente humilde aceptaba ella la suciedad, y nunca indicaba de ningún modo que advirtiese los malos olores. Dominaba, sin duda alguna, el arte de ser Reina a las mil maravillas.

En esta ocasión, recibió a aquel novio y a aquella novia tan rústicos y zafios y les dijo que la habían hecho reír mucho y ellos, como los actores de Coventry, quedaron abrumados por su amabilidad y pude darme cuenta de que le serían eternamente fieles.

Yo estaba profundamente ensimismada en mis propios problemas. Cuando Douglass Sheffield mencionó a su hijo Robert, empecé a sospechar. Mi primer impulso fue dirigirme a Robert y preguntarle la verdad sobre Douglass y su hijo. ¿Podía hacerlo? Después de todo, no podía decirse que él fuese concretamente responsable ante mí por sus acciones, y menos por las que habían ocurrido hacía tiempo. Ciertamente, me había dicho que se casaría conmigo… si yo estuviese libre. Eso significaba poco. Yo no estaba libre. Me pregunté si alguna vez le habría dicho lo mismo a Douglass y luego, por una extraña coincidencia (¿o no había sido coincidencia?), ella quedó libre poco después de que él le hubiese hablado de matrimonio.

No. No le acosaría. Douglass era una estúpida, podría vencer sus escrúpulos con un poco de delicadeza, y quizá pudiese enterarme de la verdad por ella mucho mejor que por Robert. Además, no habría sido fácil hablar con él, pues tenía que prestar continua atención a la Reina. Quizá pudiésemos hacer una escapada al aposento de la torre, pero existía la posibilidad de que allí mi deseo desbordara mi buen juicio. Tenía que mantenerme firme. Si Robert me daba su versión de la historia, ¿cómo podría estar segura de que era verdad? Estaba segura de que él tenía preparada una historia razonable, mientras que Douglass no tendría el genio suficiente para inventar una.

Durante los días siguientes estuve cultivando a Douglass. Era una presa fácil. No cabía duda de que estaba muy preocupada por su futuro… y de que estaba locamente enamorada de Robert.

Tras unos días de festejos en los que se veía obligada (como yo) a ver a Robert sirviendo constantemente a la Reina, la empujé a un estado tal que acabó deseando confiar en alguien, y ¿quién podría ser ese alguien más que su amable y comprensiva prima Lettice?

Y al fin llegó el momento.

—Te diré exactamente lo que pasó, prima. Pero debes jurar que no vas a decir una palabra a nadie. Sería el final para él y para mí. La cólera de la Reina sería terrible, como bien sabéis. Eso es lo que él siempre me dice.

—No debéis contármelo si os incomoda hacerlo —dije astutamente—. Pero si puede tranquilizaros… o si pensáis que yo pueda daros algún buen consejo…

—Qué buena sois, Lettice. Estoy segura de que podéis comprender a los demás como muy pocos son capaces de hacerlo.

Asentí. En eso probablemente tuviese razón ella.

—Sucedió hace cuatro años —me dijo—. John y yo estábamos casados y éramos felices. Yo nunca había pensado en otro hombre. Era un buen marido, quizá demasiado serio… no muy romántico… no sé si me entendéis.

—Os entiendo, os entiendo —aseguré.

—La Reina hacía uno de sus recorridos por el país, el conde de Leicester viajaba con ella, y mi marido y yo nos unimos al cortejo en el castillo de Belvoir, el del conde da Rutland. No soy capaz de explicar lo que me pasó. Había sido una esposa fiel hasta entonces, pero jamás había visto a un hombre como Robert…

—El conde de Leicester —murmuré.

Ella cabeceó, asintiendo.

—Era el hombre más atractivo que había visto en mi vida. Podía entender por qué era el hombre más poderoso de todos los reunidos, y por qué disfrutaba del favor constante de la Reina. Todo el mundo decía que pronto se casaría con él.

—Llevan diciendo eso desde que ella subió al trono.

—Lo sé. Pero al mismo tiempo parecía como si hubiese un entendimiento secreto entre ellos. Esto le daba a él algo… que no puedo describir… Si hablaba con alguna de nosotras, o nos sonreía, nos sentíamos orgullosas. Mi hermana y yo discutíamos por su causa, porque era muy amable con ambas. Francamente, estábamos celosas. Era extraño porque hasta entonces nunca me había fijado gran cosa en los demás hombres. Aceptaba a John Sheffield como mi esposo y para mí era suficiente… y luego… pasó aquello.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Tuvimos una entrevista secreta. Oh, me da tanta vergüenza. Nunca debería haberlo hecho. No puedo entender qué me pasó.

—Os convertisteis en su amante —dije, y no pude ocultar el tono cortante que se deslizó en mi voz.

—Sé que parece imperdonable. Pero no podéis imaginaros lo que era aquello…

«¡Oh, sí, Douglass, claro que puedo! —pensé—. Al parecer, yo era tan crédula como vos.»—Así pues, os sedujo —dije.

Asintió.

—Me resistí durante mucho tiempo —se disculpó—. Pero no os imagináis lo impaciente e impetuoso que puede ser. Estaba decidido a tenerme, me dijo después. Y mi rechazo era un reto. Yo alegué que no creía que debiesen hacerse tales cosas fuera del matrimonio y él preguntó cómo podía casarse conmigo teniendo yo ya como tenía otro esposo. Luego habló de lo distinto que sería si yo no estuviese casada, y tan persuasivamente se explicó que casi creí que John iba a morir y que yo iba a casarme con Robert. Escribió una nota que me dijo que tendría que destruir en cuanto la leyera. Me decía en ella que se casaría conmigo cuando muriese mi marido, lo cual prometía sería pronto, y entonces podríamos gozar legalmente de los éxtasis que ya habíamos saboreado.