—¡Escribió eso! —exclamé. —Sí.
Luego me miró casi suplicante.
—¿Cómo iba yo a destruir una nota como aquella? —preguntó—. La leía todos los días y dormía con ella debajo de la almohada. Vi a Robert varias veces en Belvoir. Nos encontrábamos en un aposento vacío y a veces en el bosque. Él decía que era muy peligroso y que si la Reina se enteraba sería su final. Pero lo hacía porque estaba locamente enamorado de mí.
—Lo comprendo perfectamente —dije con amargura—. Y cuando vuestro esposo murió…
—Antes de eso sucedió algo horrible. Perdí la carta de Robert. Me dominó el pánico. Él me había ordenado que la destruyese, pero yo no podía hacerlo. Cada vez que la leía, lo sentía a él de nuevo tan claramente. En aquella carta me decía que se casaría conmigo cuando muriese mi marido… ¿comprendéis?
—Sí, comprendo —Je aseguré.
—Encontró la carta mi cuñada. Nunca me había querido. Yo me puse frenética. Llamé a todas mis doncellas una a una. Las interrogué, las amenacé. Pero todas dijeron que no la habían visto. Luego le pregunté a Eleanor, la hermana de mi esposo. Ella la había encontrado, la había leído y se la había dado a él. Hubo una escena espantosa. Mi esposo me obligó a confesarlo todo. Estaba absolutamente fuera de sí y me odiaba. Me echó de su dormitorio y me dijo que fuese con el perrillo faldero de la Reina que ya había asesinado a su esposa. Dijo cosas terribles de Robert y que iba a destruirle a él y a mí, y que todo el mundo sabría lo que había ocurrido en Belvoir y que Robert Dudley planeaba matarle como había matado a su esposa. Me pasé la noche llorando y por la mañana él se había ido. Mi cuñada me explicó que se había ido a Londres a preparar el divorcio y que por la mañana todo el mundo sabría que yo era una ramera.
—¿Y qué pasó entonces?
—John murió antes de poder decírselo a nadie.
—¿Cómo murió?
—Fue una especie de disentería.
—¿Y vos creéis que Leicester lo preparó?
—Oh, no, qué va. Él no fue. Simplemente sucedió.
—*Fue muy oportuno para Leicester, ¿no? ¿Había sufrido antes vuestro marido de esa… disentería?
—Que yo sepa no.
—Bueno, entonces no había ya ningún obstáculo para vuestro matrimonio.
Ella me miró, compungida.
—Él dijo que habría sido su final casarse conmigo. Me hablaba muchas veces de cuánto deseaba tenerme por esposa, pero, en fin, la Reina tenía tantos celos… y le tenía tanto cariño a él.
—Sí, sí, lo comprendo.
—Oh, sí, cualquiera que conociese a Robert lo entendería. Bueno, había personas que sabían. Siempre lo sabe alguien. Y la familia de John… se pusieron furiosos. Acusaban a Robert de la muerte de John, y también a mí, claro.
—Le acusaron de asesinar a vuestro marido para que vos quedaseis libre, y sin embargo, cuando quedasteis libre no se casó con vos.
—Ahí se ve la falsedad del rumor —dijo ella.
Bueno, pensé yo, John Sheffield estaba a punto de crearle un problema, un problema que le habría puesto en peligro de perder el favor real y su consideración de un posible matrimonio. Era fácil imaginar la furia de Isabel si se hubiese enterado de los encuentros secretos en el castillo de Belvoir y de que Robert le había hablado de matrimonio a Douglass. Y si Robert se hubiese casado realmente con Douglass se habría visto envuelto en un asunto tan desagradable como el de la muerte de su propia esposa.
Cada vez aprendía más cosas sobre aquel hombre que dominaba ya mi vida… igual que la de la Reina y la de Douglass Sheffield.
—¿Y vuestro hijo? —insistí.
Vaciló y luego dijo:
—Nació dentro del matrimonio. Robert no es un bastardo.
—¿Queréis decir que vos sois la esposa de Leicester?
Asintió.
—No puedo creerlo —exploté.
—Es cierto —contestó ella con firmeza—. Cuando murió John, Robert se comprometió a casarse conmigo en una casa de Cannon Row, en Westminster, y después dijo que no podía seguir adelante con ello porque temía la cólera de la Reina. Pero yo estaba desquiciada. Estaba deshonrada y eso me producía una gran angustia. Al final, él cedió y nos casamos.
—Cuándo? —exigí—, ¿Y dónde?
Yo intentaba desesperadamente demostrar que mentía. Estaba medio convencida ya de que así era, pero no estaba segura de si esa convicción nacía de lo desesperadamente que deseaba creerlo.
Ella contestó de inmediato:
—En una de sus posesiones… en Esher, Surrey.
—¿Hubo testigos?
—Oh, sí, estuvieron presentes Sir Edward Horsey y el médico de Robert, el doctor Julio. Robert me dio un anillo con cinco diamantes en punta y otro facetado. Se lo había dado a él el conde de Pembroke, que le había dicho que sólo se lo diese a su esposa.
—¿Y tenéis ese anillo?
—Está escondido en un lugar seguro.
—¿Y por qué no reveláis públicamente que sois su esposa?
—Tengo miedo de él.
—Creí que le amabais locamente.
—Así es, pero se puede estar enamorada de una persona y a la vez tenerle miedo.
—¿Y vuestro hijo?
—Robert se emocionó mucho cuando nació. Viene a verle siempre que puede. Quiere muchísimo al muchacho. Siempre le ha querido. Me escribió cuando nació, dando gracias a Dios por el nacimiento, y diciendo que el muchacho sería un consuelo para ambos en nuestra vejez.
—Da la sensación de que sois muy feliz.
Me miró a los ojos y movió la cabeza.
—Tengo tanto miedo…
—¿De que os descubran?
—No. Eso me gustaría. No me importaría que la Reina le echase de la Corte.
—Pero a él sí —Je recordé, hoscamente.
—Yo sería muy feliz viviendo una vida tranquila lejos de la Corte.
—Tendríais que vivir entonces sin ese hombre ambicioso al que llamáis vuestro marido.
—Es mi marido.
—¿De qué tenéis miedo entonces?
Me miró otra vez de aquella manera.
—A Amy Robsart la encontraron al fondo de una escalera, desnucada —.dijo sencillamente.
No siguió. No era necesario.
En cuanto a mí, no podía creerla. Todos mis sentidos gritaban contra aquella historia. No podía ser cierta. Sin embargo, ella la contaba sin el menor sentimiento de culpa, y a mí no me parecía que fuese capaz de inventar tanto.
De algo estaba segura: Douglass Sheffield era una mujer aterrada.
Tenía que hablar con él. ¡Pero qué difícil era! Estaba decidida sin embargo a descubrir la verdad, aunque eso significase traicionar a Douglass. Si él se hubiese casado realmente con ella, habría significado que estaba realmente enamorado de ella. La sola idea me enfurecía. ¿No había yo imaginado muchas veces que me casaba con él, y me había consolado con la seguridad de que no se casaría con nadie más que conmigo, y que la única razón de que no lo hubiese hecho antes de casarme yo con Essex había sido el que estaba ofuscado por el favor de la Reina y temía poner fin a su carrera en la Corte si lo hacía? Ni siquiera por mí podía permitirse él correr el riesgo de ofender a la Reina, y yo estaba segura de que si lo hacía caería sobre él el desastre. Y, sin embargo, se había arriesgado por aquella imbécil e insignificante Douglass Sheffield. Es decir, si había algo de cierto en aquella historia del matrimonio.
Tenía que enterarme de la verdad porque no tendría paz hasta que lo supiese.
Al día siguiente de las revelaciones de Douglass, una de las criadas vino a decirme que Lady Mary Sidney quería hablar conmigo en sus aposentos. Lady Mary, hermana de Robert, que estaba casada con Sir Henry Sidney, contaba con 1a mayor consideración de la Reina debido a la viruela que había contraído cuidándola y que le había desfigurado. Acudía de vez en cuando a la Corte por complacer a la Reina, aunque yo sabía que prefería permanecer retirada en Penshurst. Isabel siempre se aseguraba de que se le adjudicasen aposentos muy especiales. Otra razón del afecto que Isabel le tenía era el que fuese hermana de Robert. El afecto que por él sentía se ampliaba al resto de la familia.
Me recibió cuidadosamente velada y manteniendo la cara en sombras. Sus aposentos eran magníficos, como lo era todo en Kenilworth, pero me pareció que aquellas habitaciones eran de las mejores.
El suelo estaba cubierto con magníficas alfombras de Turquía, lujo que yo pocas veces había visto. Robert fue uno de los primeros en utilizar abundantemente alfombras. No había juncos por el suelo en Kenilworth. Vi de pasada la cama con dosel de la habitación contigua con sus colgaduras de terciopelo escarlata. Sabía que las sábanas estarían bordadas con la letra L en una corona. Los orinales de peltre de las mesillas de noche estaban colocados en cajas cubiertas de terciopelo acolchado a juego con los colores de la habitación. Cómo le encantaban a Robert las extravagancias… pero tenía tan buen gusto…
Me permití imaginar un hogar que pudiésemos compartir los dos algún día.
Lady Mary tenía la voz muy suave y me recibió con afecto.
—Venid y sentaos, Lady Essex —dijo—. Mi hermano me pidió que hablara con vos.
Mi corazón palpitó más aprisa. Estaba impaciente por oír.
—No podemos demorarnos mucho más en Kenilworth —dijo. Pronto llegará el momento en que la Reina quiera seguir viaje. Como sabéis, pocas veces está tanto tiempo en un sitio. Ha hecho una excepción en el caso de Kenilworth como prueba del afecto que profesa a mi hermano.
Era cierto, sin duda. Aquella visita al castillo formaba parte de uno de los recorridos por el país que la Reina frecuentemente emprendía. Formaban parte de su política, pues la mantenían en contacto con sus súbditos más humildes y el trato benévolo y considerado que les prodigaba seguía siendo la razón de su popularidad en todos los pueblos y aldeas del reino. Significaba también que apenas había una gran mansión rural en la que no hubiese parado, una noche al menos, y las que quedaban en su ruta debían prepararse para albergarla en consonancia con su condición. Si la hospitalidad que recibía no la complacía, no vacilaba en manifestarlo. Sólo con la gente humilde se mostraba benévola.
—Mi hermano ha estado planeando el itinerario de la Reina con ella. Han decidido que pasarán cerca de Chartley.
La idea me entusiasmó. Él había preparado aquello y había convencido a la Reina para que parara en Chartley porque era mi hogar. Luego, me dio un vuelco el corazón al pensar en los inconvenientes de Chartley que, comparado con Kenilworth, desmerecía notablemente.
—Mi marido está en Irlanda —dije.
—La Reina ya lo sabe, pero cree que vos podéis muy bien hacer de anfitriona. Parece que os turba un poco la idea. Han sugerido, además, que nos dejéis y vayáis a Chartley antes para poder disponer todo lo necesario para la visita.
—Temo que Chartley resulte muy inadecuado… después de esto.
—Su Majestad no espera encontrar un Kenilworth en todas partes. Ya ha dicho que no cree que haya lugar como éste. Hacedlo lo mejor que podáis. Aseguraos de que todo esté limpio. Eso es de la mayor importancia. Que haya juncos frescos en todas partes y que la servidumbre lleve ropa limpia. Si lográis eso, todo irá bien. Procurad que los músicos practiquen las melodías que a ella más le gustan, pues si le dais baile y música abundantes, disfrutará de su estancia allí. Os aseguro que eso es lo que a ella más le satisface.
Alguien llamó a la puerta y entró un joven. Yo ya le conocía. Era Philip Sidney, hijo de María y, en consecuencia, sobrino de Robert. Me había interesado por aquel muchacho desde que había oído que Robert le quería mucho y le consideraba como un hijo. Era un joven de noble apostura; debía andar entonces por los veinte años. Tenía una personalidad muy especial, lo mismo que Robert, pero sin embargo eran muy diferentes. En el muchacho había un algo suave y gentil, aunque no denotase esto falta de fuerza. Era una cualidad extraña; nunca había conocido yo a nadie como él, ni le he conocido luego. Era muy cortés con su madre, y advertí que ella le adoraba.
—He estado explicándole a Lady Essex lo de la visita de la Reina a Chartley —dijo María—. Creo que está un poco turbada.
Él volvió hacia mí su radiante sonrisa y yo dije:
—Pienso que Chartley le parecerá muy pobre comparado con Kenilworth.
—Su Majestad comprende que la mayoría de los lugares han de parecer pobres comparados con éste, y creo que quizá lo prefiera, porque le satisface saber que mi tío tiene la mejor finca del reino. Así que desechad vuestros temores, Lady Essex. Estoy seguro de que la Reina quedará muy satisfecha de una breve estancia en Chartley.
—Mi marido, como sabéis, está en Irlanda sirviendo a la Reina.
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