—Vos seréis una anfitriona encantadora —me aseguró.

—Llevo tanto tiempo alejada de la Corte —expliqué—. Volví con su Majestad poco antes de que se iniciara este viaje.

—Si puedo seros de alguna utilidad, estoy a vuestra disposición —dijo Philip, y Lady Sidney sonrió.

—Ése fue el motivo de que os pidiese que vinierais a verme —dijo—. Cuando Robert nos explicó que la Reina se proponía visitar Chartley, yo misma le recordé que el conde de Essex estaba fuera del reino. Él dijo que estaba seguro de que Lady Essex sabría hacer los honores con gracia y encanto, y sugirió que, si necesitabais ayuda, Philip podría acompañaros hasta Chartley y hacer lo que vos le ordenaseis.

Philip Sidney me sonrió y me di cuenta de inmediato de que podía confiar en él.

Saldríamos juntos para Chartley, y lo dispondríamos todo para recibir a la Reina.

Robert vendría con ella. Tendría la oportunidad de hablar con él al fin, en mi propio terreno, y era algo que estaba decidida a hacer.

La revelación



Dado que el asunto es del dominio público, no puede hacer ningún daño que se escriba abiertamente sobre la gran enemistad que existe entre el conde de Leicester y el de Essex. Se dice que mientras Essex estaba en Irlanda su mujer tuvo dos hijos con Leicester.


El Comisionado español,

Antoine de Guaras.


Al día siguiente salí para Chartley con algunos criados, acompañada de Philip y su séquito. Philip resultó un agradable acompañante. El viaje fue menos aburrido de lo que suponía, pues no me gustaba gran cosa, lógicamente, dejar atrás a Robert con aquellas dos mujeres que estaban sin duda enamoradas de él: la Reina y Douglass Sheffield. Me hacía gracia compararlas: nuestra imperiosa, exigente y todopoderosa Isabel y la pobre Douglass, que tenía miedo, como suele decirse, hasta de su propia sombra. Quizás en este último caso fuese el espectro agorero de Amy Robsart. ¡Pobre muchacha! Podía entenderlo, sin embargo. Entendía perfectamente sus pesadillas con Amy, pues podía verse en una situación similar a la de aquella desdichada dama… si era cierta su historia.

Llegamos por fin a Chartley. Esta vez no me deprimió ver el castillo, como me había sucedido en la última ocasión en que había vuelto de la Corte, pues muy pronto estaría Robert detrás de sus muros.

Había enviado un mensajero para que se anticipase a nosotros y comunicase nuestra llegada, y los niños estaban esperándonos a la entrada para recibirnos.

Me sentí orgullosa, pues mis queridos hijos formaban un hermoso cuarteto. Penélope había crecido. Iba a ser una belleza, y era ya como un delicioso capullo a punto de florecer. Tenía la piel suave e infantil, y un pelo rubio espeso y muy hermoso y los seductores ojos oscuros de los Bolena; había heredado esto de mí. Se desarrollaba muy pronto y mostraba ya los primeros signos de femineidad. Luego Dorothy, menos llamativa quizá, pero sólo cuando estaba al lado de su deslumbrante hermana. Y mi preferido entre todos, mi hijo Robert, de ocho años ya, todo un hombre, adorado por su hermano más pequeño, Walter, y tolerado por sus hermanas. Les abracé a todos fervorosamente, les pregunté si me habían echado de menos y, al asegurarme que sí, me sentí muy satisfecha.

—¿Es cierto, señora —preguntó Penélope—• que va a venir la Reina aquí?

—Es cierto, sí, y tendremos que disponerlo todo. Hay mucho que hacer y tendréis que portaros lo mejor posible.

El pequeño Robert hizo una profunda inclinación para indicarnos ceremoniosamente que recibiría a la Reina y comentó que si le agradaba le enseñaría su mejor halcón.

Me eché a reír al oírlo y le dije que no sería cuestión de si ella le agradaba a él, sino de si él le agradaba a ella. Si así fuese, le dije, «quizás ella os hiciese la merced de ver el halcón».

—No creo que haya podido ver nunca un halcón como éste —replicó ardorosamente él.

—Pues yo dudo que no lo haya visto —le dije—. Creo que no os dais cuenta de que es la Reina quien viene. Bueno, niños, éste es el señor Philip Sidney, que se quedará con nosotros y nos indicará cómo hemos de prepararlo todo para hospedar a la Reina.

Philip tuvo una palabra cariñosa para cada uno de los niños, y cuando le vi hablar con Penélope, pensé que haría un marido muy apropiado para ella. Penélope era aún demasiado joven y a aquella edad la disparidad entre ellos era excesiva, pues él era un joven apto ya para el matrimonio y ella sólo una niña, pero cuando tuviesen unos años más, ya no sería así. Convencería a Walter de que mientras Leicester siguiese tan encumbrado en el favor de la Reina, sería una idea excelente casar a nuestra hija con su sobrino y relacionarnos con aquella familia. Estaba segura de que mi marido estaría de acuerdo.

Mis criados habían empezado ya a trabajar en el castillo. Habían vaciado los retretes y advertí con alivio que no se sentía demasiado el olor. Se barrían los juncos cada día y se echaba una gran cantidad de heno y paja para que cuando llegase la Reina pudiese renovarse todo. Con los juncos se mezclaba semilla de ajenjo que, como es sabido, aleja las pulgas; y para perfumar el ambiente utilizábamos hierbas aromáticas.

En la cocina preparaban carne de res, carnero, ternera y puerco. En los hornos se hacían pasteles decorados con los símbolos reales, llenos de carnes sazonadas con nuestras mejores hierbas. Nuestra mesa estaría llena de platos, porque si no, sería considerada indigna de una Reina, aunque Isabel, como sabía yo por mi experiencia, comía muy poco. Ordené que sacaran nuestros mejores vinos; Walter estaba orgulloso de sus bodegas, donde guardaba los productos de Italia y del Levante. No estaba dispuesta a permitir que alguien dijese que no sabía recibir a la Reina.

Durante los días de los preparativos, los músicos practicaron las canciones y melodías que yo sabía que eran las preferidas de la Reina. Pocas veces había tanto nerviosismo y tanta emoción en el castillo de Chartley.

Philip Sidney era un huésped ideal. Sus buenos modales y su simpatía le convirtieron pronto en el favorito de los niños; y todos los criados parecían ansiosos por servirle.

Leyó a los niños algunos poemas, que temí pudiesen aburrir a los chicos, pero hasta el joven Walter permaneció sentado escuchando muy contento, y advertí que todos miraban a Philip atentamente mientras leía.

Durante las comidas, les hablaba de su vida, que para mis hijos resultaba muy aventurera. Hablaba de sus tiempos de Shrewsbury School y de la Christ Church de Oxford, y cómo su padre le había enviado a completar su educación en un viaje de tres años por el continente europeo. Penélope le miraba como en trance, acodada en la mesa. Y yo pensé, sí, me gustaría que este atractivo joven fuese su marido. Hablaré con Walter cuando regrese, desde luego, y quizá podamos arreglarlo.

Algunas de las aventuras de Philip habían sido alegres, otras sombrías. Había estado en París, hospedado en casa del embajador inglés, aquella fatídica noche de agosto del 72, la noche de San Bartolomé; había oído el toque de rebato a primeras horas de la madrugada y desde su balcón había visto la terrible matanza cuando los católicos se habían alzado contra los hugonotes y habían degollado a tantos de ellos. No se extendió sobre este punto, pese a la insistencia del joven Robert.

—Aquella noche —dijo— fue una mancha en la historia de Francia, y algo que yo jamás olvidaré.

Luego, aprovechó la ocasión para adoctrinar sobre la necesidad de ser tolerantes con las opiniones del prójimo, lo que los niños escucharon con una atención que me asombró.

Luego les habló de los festejos de Kenilworth y de las escenas de cuento de hadas que se habían representado en el lago a medianoche; habló de los saltimbanquis y actores y bailarines, de las representaciones teatrales; y fue como verlo todo otra vez.

Hablaba a menudo, y con afecto, de su tío, el gran Conde de Leicester, de quien los niños habían oído hablar muchas veces, por supuesto. El nombre de Robert era conocido en todas partes. Deseé que no les hubiesen llegado rumores de los escándalos con él relacionados, o de ser así, que tuviesen el buen sentido de no hablar de ellos a Philip.

Era evidente que el joven consideraba a su tío una especie de dios; y me agradó mucho el que una persona tan claramente virtuosa tuviese una imagen de Robert totalmente distinta de la que tenían los murmuradores envidiosos que siempre deseaban creer lo peor.

Nos explicó lo hábil que era su tío con los caballos.

—Él es el caballerizo de la Reina, ¿sabéis?, y desde el día de su coronación.

—Cuando sea mayor —proclamó mi hijo Robert—, seré yo el caballerizo de la Reina.

—Entonces, lo mejor que podrías hacer sería seguir los pasos de mi tío Leicester —dijo Philip.

Entonces nos explicó todas las artes ecuestres que Leicester había conseguido dominar, e incluso ciertos trucos que los franceses practicaban a la perfección. Después de la matanza de San Bartolomé, siguió diciéndonos, Leicester había sondeado a franceses que habían trabajado en los establos de nobles asesinados y que él creía deseosos de conseguir empleo, pero todos tenían una opinión demasiado elevada de sus propias habilidades y exigían una paga excesiva.

—Más tarde —dijo Philip—, mi tío decidió ir a Italia a buscar caballistas. No tenían tan alta idea de sí mismos como los franceses. De cualquier modo, pocos hombres pueden enseñar algo a mi tío en cuestión de caballos.

—¿Va a casarse la Reina con tu tío? —preguntó Penèlope.

Hubo un breve silencio, y Philip me miró.

—¿Quién te dijo que podría casarse con él? —dije yo.

—Oh, señora —dijo Dorothy reprobatoriamente—. Todo el mundo habla de ellos.

—Las personas distinguidas siempre son objeto de murmuraciones. Pero lo más prudente es no darles crédito.

—Yo creí que debíamos enterarnos de todo lo que pudiéramos y nunca cerrar los ojos y los oídos a nada —insistió Penèlope.

—Los ojos y los oídos deben estar abiertos a la verdad —?dijo Philip.

Luego empezó a hablar de sus aventuras en países extranjeros, fascinando a todos, como siempre.

Más tarde, le vi en los jardines con Penèlope, y en seguida advertí que parecían disfrutar mucho estando juntos, pese a ser él un joven de veintiuno o veintidós y ella sólo una niña de trece.




El día de la esperada aparición de la Reina, yo estaba en la atalaya. En cuanto se divisase el cortejo (y había vigías encargados de avisarme), yo debía salir con un pequeño grupo a dar a la Reina la bienvenida a Chartley.

Recibí el aviso a tiempo. Vestía una capa muy fina de terciopelo morado y un sombrero del mismo color con una pluma crema que se curvaba hacia abajo a un lado. Sabía que estaba muy bella, pero no sólo por mi elegante atuendo sino por el suave color de mis mejillas y el brillo de mis ojos, acentuado por la perspectiva de ver a Robert. Habían dispuesto mi hermoso pelo con sencillez en un cairel que me caía sobre el hombro, según una moda francesa que a mí me gustaba mucho porque destacaba la belleza natural de mi pelo, uno de mis mayores atractivos. Esto contrastaría con el pelo crespo y ralo de la Reina, que ella tenía que suplementar con pelo falso. Me prometí que haría lo posible por parecer mucho más joven y mucho más bella, pese a su esplendor… y no me resultaría difícil, porque lo era.

Les recibí a medio camino del castillo. Robert cabalgaba al lado de ella y en el poco tiempo que hacía que no nos veíamos, había calculado mal el poder de aquel magnetismo abrumador que barría en mí todo deseo que no fuese el de estar sola con él y hacer el amor.

Llevaba jubón de estilo italiano tachonado de rubíes, capa por los hombros, del mismo color vino, de un rojo intenso, sombrero con la pluma blanca… todo era de impecable elegancia; y apenas me di cuenta del ser resplandeciente que llevaba a su lado y que me sonreía con benevolencia.

—Bienvenida a Chartley, Majestad —dije—. Temo que lo encontréis muy humilde después de Kenilworth, pero haremos lo posible por hospedaros, aunque me temo que de forma que no va a ser digna de vos.

—Hola, prima —dijo ella, situándose a mi lado—. Estáis muy bella, ¿no es cierto, Lord Leicester?

Los ojos de Lord Leicester se encontraron con los míos, ansiosamente suplicantes, transmitiendo una palabra: «¿Cuándo?»

—Lady Essex —dijo él— tiene realmente un aspecto muy saludable.