—Las fiestas de Kenilworth han logrado revivir la juventud en todos nosotros —contesté.
La Reina frunció el ceño. No le gustaba que dijesen que su juventud necesitaba revivir. Debían considerarla eternamente joven. Era en cosas de este cariz en las que se mostraba quisquillosa y pueril. Jamás pude entender esta veta de su carácter. Pero me convencí de que pensaba que si se comportaba como si fuese perpetuamente joven y la mujer más bella del mundo (manteniéndose así por una especie de alquimia divina), todos lo creerían.
Me di cuenta de que tenía que tener cuidado, pero la compañía de Robert se me subía a la cabeza como un vino fuerte y perdía el control.
Cabalgamos a la cabeza de la comitiva, Robert a un lado de ella y yo al otro. Resultaba en cierto modo, simbólico.
La Reina me preguntó por la región y por la situación de la tierra, mostrando raros conocimientos e interés; fue muy generosa y declaró que el castillo tenía una perspectiva magnífica con sus torreones y su alcázar.
Su aposento la satisfizo mucho. Así tenía que ser, ya que era el mejor del castillo y el dormitorio que Walter y yo ocupábamos cuando él estaba en casa. El dosel de la cama había sido desmontado y repasado, y los juncos del suelo desprendían una intensa fragancia de hierbas aromáticas.
La Reina parecía contenta y la comida fue excelente; los criados estaban todos emocionados con su presencia y ansiosos por complacerla y animarla. Ella les trató con su gracia habitual y les dejó dispuestos a arrastrarse si era necesario por servirla; los músicos tocaron sus melodías favoritas y yo me aseguré de que la cerveza no fuera demasiado fuerte para su gusto.
Bailó con Robert y era natural que yo, como anfitriona, bailase también con él… pero muy poco, por supuesto. La Reina no le dejaba bailar con nadie, sólo con ella.
La presión de sus dedos en mi mano transmitía un mensaje oculto.
—He de veros a solas —dijo, volviendo la cabeza y sonriendo a la Reina al mismo tiempo.
Contesté, con expresión vacía, que tenía mucho que decirle.
—Tiene que haber aquí algún sitio donde podamos vernos a solas y hablar.
—Hay un aposento en uno de los dos torreones. Apenas utilizamos ese torreón. Es el del oeste.
—Allí estaré… a medianoche.
—Tened cuidado, señor —dije, burlona—. Estaréis vigilado.
—Ya estoy habituado a esto.
—Se interesan tantas personas por vos. Se habla de vos tanto como de la propia Reina… y su nombre y el vuestro aparecen relacionados tan a menudo en comentarios y murmuraciones…
—De cualquier modo he de veros.
Tuvo que volver junto a la Reina, que movía los pies impaciente. Quería bailar, y con él por supuesto.
Me moría de impaciencia. Estaba deseando que llegasen las doce. Me quité el vestido y me cubrí con un manto de cintas y encaje. Tenía mucho que decirle, pero no creía que fuese posible estar a solas con él sin que nuestra pasión desbordase todas las demás necesidades. Quería ser seductora como difícilmente podría haber sido la pobre Douglass ni Isabel. Sabía que yo podía serlo. Era mi fuerza, lo mismo que la corona era la de la Reina. Había comprobado rápidamente que Douglass no formaba parte del cortejo. Debía haberse ido a casa con su hijo… suyo y de Robert.
Robert estaba esperándome. En cuanto entré me vi entre sus brazos e intentó quitarme el manto bajo el cual no llevaba nada.
Pero yo estaba decidida a que hablásemos primero.
—Lettice —dijo—, la necesidad que siento de vos me enloquece.
—Vamos, señor, no es la primera vez que os enloquece la necesidad de una mujer —dije—. He conocido a vuestra esposa.
—¡Mi esposa! Ya no tengo esposa.
—No me refiero a la que murió en Cumnor Place. Eso pertenece al pasado. Me refiero a Douglass Sheffield.
—¡Ha estado hablando con vos!
—Ciertamente, y me explicó una historia muy emocionante. Cómo vos os casasteis con ella.
—Eso es falso.
—¿De veras? Ella no parecía mentir. Tiene un anillo que le disteis vos… un anillo que os dieron a vos para que sólo se lo dieseis a vuestra esposa. Y tiene algo aún más importante que un anillo… tiene un hijo, el pequeño Robert Dudley. Robert, sois muy taimado. Me pregunto qué dirá su Majestad cuando se entere.
Hubo unos segundos de silencio. Mi corazón se desmoronó, pues quería, desesperadamente, oírle decir que la historia de Douglass era falsa.
Pero pareció llegar a la conclusión de que yo sabía demasiado para que pudiera desmentirlo, pues dijo:
—Tengo un hijo, sí… tengo un hijo con Douglass Sheffield.
—¿Así que lo que ella dice es verdad?
—No me casé con ella. Nos encontramos en el castillo de Ruplands y se hizo mi amante. Dios mío, Lettice, ¡qué voy a hacer yo! Estoy como colgado…
—Por la Reina, que no sabe si os quiere o no.
—Me quiere —contestó—. ¿Es que no os habéis dado cuenta?
—Os quiere a su servicio… junto con Heneage, Hatton y cualquier hombre apuesto que aparezca. La cuestión es si quiere o no casarse con vos.
—Como súbdito suyo, tengo que estar presto a obedecerla si desea que lo haga.
—Jamás se casará con vos, Robert Dudley. ¿Cómo iba a hacerlo, si ya estáis casado con Douglass Sheffield?
—Juro que no es cierto. No soy tan necio como para hacer algo así que cortaría para siempre mi relación con la Reina.
—Si nos descubriesen aquí esta noche, también supondría poner fin a vuestra relación con la Reina.
—Estoy dispuesto a correr ese riesgo con tal de estar con vos.
—¿Lo mismo que estabais dispuesto a arriesgaros casándoos con Douglass Sheffield por estar con ella?
—No me casé con ella, os lo aseguro.
—Ella dice que sí. Tenéis un hijo.
—No sería el primero nacido fuera del matrimonio.
—¿Y su marido? ¿Es cierto que amenazaba con divorciarse de ella por su aventura con vos?
—"¡Eso es un disparate! —.gritó.
—Tengo entendido que escribisteis una carta a Douglass Sheffield que él descubrió y que constituía la prueba que él necesitaba para poneros en una situación muy incómoda frente a la Reina. Y que murió cuando estaba a punto de hacerlo.
—¡Por Dios, Lettice! ¿Acaso sugerís que yo le maté?
—A toda la Corte le pareció raro que muriese tan de repente… y en momento tan oportuno.
—¿Y por qué iba a desear yo su muerte?
—Quizá porque él iba a revelar vuestra relación con su esposa.
—No era tan importante. No fue lo que os han inducido a creer.
—La Reina quizá lo hubiese considerado importante.
—Se habría dado cuenta de que se trataba de algo trivial. No, yo no deseaba la muerte de Sheffield. Desde mi punto de vista, hubiese sido mejor que siguiese vivo.
—Veo que tenéis los mismos sentimientos por Lord Sheffield que por el Conde de Essex. Cuando deseáis hacer el amor con una mujer, es más conveniente que ella sea esposa de otro que no viuda. Si no, podría empezar a pensar en casarse.
Él me había puesto las manos en los hombros y había empezado a abrir el manto. Sentí una emoción familiar.
—Yo no soy Douglass Sheffield, Milord.
—No, vos sois mi hechicera Lettice, con la que nada puede compararse.
—Espero que esas palabras no lleguen jamás a oídos de la Reina.
—La Reina está al margen de todo esto. Y me arriesgaría a que se enterase… por esto.
—Robert —insistí— no soy mujer a la que pueda tomarse v desecharse luego.
—Lo sé muy bien. Os amo. Nunca dejé de pensar en vos. Algo va a pasar, pero no debéis creer las calumnias que se cuenten de mí.
—¿Qué va a pasar?
—Llegará el día en que vos y yo nos casemos, lo sé.
—¿Cómo? Vos estáis comprometido con la Reina, yo tengo marido.
—La vida cambia.
—¿Creéis que la Reina prodigará sus favores a otro?
—No, yo seguiré disfrutando de su favor y os tendré a vos, además.
—¿Creéis acaso que ella iba a aceptar eso?
—A su tiempo lo aceptará. Cuando sea más vieja.
—Sois codicioso, Robert. Lo queréis todo. No os contentáis con una parte de las cosas buenas de la vida. Queréis las vuestras y las de todos los demás.
—No espero más de lo que sé que puedo conseguir.
—¿Y creéis poder conservar el favor de la Reina y tenerme a mí además?
—Lettice, vos me queréis. ¿Acaso pensáis que no lo sé?
—Admito que os encuentro bastante atractivo.
—¿Y qué me decís de vuestra vida con Walter Devereux? Es un fracaso. Él no es de vuestra clase. Admitidlo.
—Ha sido un buen marido para mí.
—¿Un buen marido? ¿Qué ha sido vuestra vida? ¡La mujer más bella de la Corte pudriéndose en el campo!
—Puedo acudir a la Corte siempre que no ofenda a su Majestad atrayendo la atención de su favorito.
—Hemos de tener mucho cuidado, Lettice. Pero os aseguro una cosa: me casaré con vos.
—¿Cómo y cuándo? —dije, riendo—. No soy ya la joven inocente que fui. Nunca olvidaré que cuando ella os mandó llamar, que cuando ella descubrió que no me erais indiferente, me dejasteis. Os comportasteis como si yo nada significara para vos.
—Fui un necio, Lettice.
—¡Oh, no digáis eso! Fuisteis un hombre sabio. Sabíais cuál era la actitud más provechosa.
—Ella es la Reina, querida.
—Yo no soy vuestra querida, Robert. Ella, con su corona, sí lo es.
—Os equivocáis. Ella es una mujer a la que hay que obedecer, y somos sus súbditos. En consecuencia, tenemos que complacerla. Por eso las cosas están como están y así debe ser. Oh, Lettice, ¿cómo puedo conseguir que lo entendáis? Jamás os olvidé. No sabéis cuánto os eché de menos. Vuestro recuerdo me acosó todos esos años… y ahora habéis vuelto… más adorable que nunca. Esta vez nada nos separará.
Estaba empezando a convencerme… aunque sólo le creyese a medias, deseaba desesperadamente creer en su sinceridad.
—¿Y si ella decide otra cosa? —pregunté.
—La engañaremos.
La idea de que nos aliásemos ambos contra ella me embriagó. Él entendía muy bien mi debilidad, igual que yo entendía la suya. No podía haber duda de que estábamos hechos el uno para el otro.
Me eché a reír de nuevo.
—Me gustaría que os oyese ahora —dije.
Él se echó a reír conmigo, porque sabía que estaba ganando.
—Estaremos juntos. Os lo prometo. Me casaré con vos.
—¿Cómo podría ser eso?
—Os aseguro que he decidido que así será.
—Pero no siempre podéis hacer vuestra voluntad, señor. Recordad que en una ocasión decidisteis casaros con la Reina…
—La Reina es contraria al matrimonio —dijo, con un suspiro—. He llegado a la conclusión de que jamás se casará. Juega con la idea, le gusta verse rodeada de pretendientes. Si se casase alguna vez, yo sería el elegido. Pero, en el fondo de su corazón, ha decidido no casarse jamás.
—¿Así que ésa es la razón de que penséis en mí?
—Afrontemos la realidad, Lettice. Si me lo hubiese pedido, me habría casado con ella. De eso no hay duda. Sólo un necio no lo habría hecho. Habría sido Rey en todo salvo en el nombre. Pero eso no me impide amar a la bellísima, a la incomparable Lady Essex. Oh, Dios mío, Lettice, cuánto os amo. Quiero que seáis mi esposa. Quiero que tengamos hijos… un hijo que lleve mi nombre. Sólo eso podrá satisfacerme. Es lo que deseo y sé que sucederá.
Yo no estaba segura de si debía creerle, pero, ¡cuánto lo deseaba! Y hablaba con tal convicción que me arrastró. Era el más convincente de los hombres; era capaz de salir de cualquier atolladero por su habilidad con las palabras, como lo había demostrado muchas veces con la Reina. Pocos podrían haber vivido tan peligrosamente y sobrevivido, sin embargo, como había hecho Robert.
—Un día, amada mía —me aseguró—* todo será según lo planeamos.
Le creí. Me negué a considerar todos los obstáculos.
—Y ahora —dijo— basta de charla.
Sabíamos a lo que nos arriesgábamos, pero no podíamos prescindir el uno del otro. Cuando nos separamos, para ir cada uno a su aposento, empezaba ya a apuntar el alba.
Yo tenía un poco de miedo al día siguiente, pues me preguntaba si los acontecimientos de la noche anterior habrían trascendido, pero nadie me miró inquisitivamente. Había llegado a mi aposento sin que nadie me viese y, al parecer, Robert había hecho lo mismo.
Los niños estaban muy excitados por todo lo que pasaba en su casa, y oyéndoles hablar me di cuenta de que estaban ya fascinados con Robert. En realidad, resultaba difícil saber a quién admiraban más, si a la Reina o al Conde de Leicester. La Reina era algo remoto, por supuesto, pero había insistido en que se los presentase, y les había hecho varias preguntas que, para mi orgullo, contestaron con inteligencia. Era evidente que habían alcanzado su favor, lo mismo que lo alcanzaban la mayoría de los niños.
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