En una ocasión, se echó de menos a Leicester durante un rato. La Reina preguntó por él, pero no aparecía. Yo estaba entonces con ella, y su creciente impaciencia me preocupó. No quería un despliegue de cólera real en mi casa, que habría convertido la visita en un fracaso y habría hecho vanos todos nuestros esfuerzos. Además, yo empezaba a estar tan recelosa como ella. Aún me embargaban los recuerdos de nuestro encuentro. No podía dejar de pensar en sus protestas y promesas e imaginaba que estábamos realmente casados y que aquél era nuestro hogar, Y pensaba luego que debía sentirme muy satisfecha de estar en el campo con Robert Dudley.
Pero, ¿dónde estaba él? Douglass Sheffield no había venido, pero había otras beldades a quienes podía ver durante la noche, a las que podía haber prometido matrimonio, siempre suponiendo que la Reina le permitiese casarse y se eliminase convenientemente al posible marido.
La Reina dijo que miraría ella en los jardines. Era evidente que sospechaba que estaba allí fuera con alguien y estaba decidida a pescarle in fraganti. Yo podía imaginar muy bien su furia… porque sería semejante a la mía.
Entonces sucedió algo extraño. Cuando salimos al jardín, le vimos. No era una hermosa dama quien estaba con él. Llevaba en brazos a mi hijo más pequeño, Walter. También estaban con él los otros tres niños. Lord Leicester parecía algo menos inmaculado de lo habitual. Tenía una mancha de polvo en la mejilla y otra en una de sus mangas.
Percibí que la Reina se tranquilizaba y la oí reír entre dientes.
—Vaya, Lord Leicester —exclamó—. Os habéis convertido en un mozo de establo.
Robert se acercó al vernos, dejó en tierra a Walter y se inclinó primero ante la Reina y luego ante mí.
—Espero que Su Majestad no me haya necesitado ■—dijo.
—Nos preguntábamos qué habría sido de vos. Lleváis ausente lo menos dos horas.
¡Qué magnífico era! Se enfrentaba a su regia amante y a aquella otra amante con la que, poco antes, se había entregado apasionadamente al amor, y nadie habría sospechado la menor relación entre nosotros.
Mi Robert se acercó corriendo a la Reina y dijo:
—Este Robert… —señalando al Conde de Leicester— dice que jamás vio un halcón como el mío. Quiero mostrároslo a vos.
Entonces la Reina extendió la mano y Robert cogió aquellos dedos blancos y delicados en los suyos gordezuelos y la guió.
—Vamos. Se lo enseñaremos, Leicester —gritó.
—¡Robert! —dije yo—. Olvidáis con quién estáis hablando. Es Su Majestad…
—Vamos, dejadle —interrumpió la Reina con voz suave y tiernos ojos.
Siempre le habían gustado los niños, y se acercaban a ella enseguida, probablemente por esa razón.
—He de cumplir una importante misión —dijo—. El señor Robert y yo hemos de examinar un halcón.
—Sólo me obedece a mí —explicó, orgulloso, el joven Robert.
Luego se puso de puntitas y ella se inclinó para que le pudiera susurrar:
—Le diré que vos sois la Reina y entonces quizás os obedezca. Pero nada puedo aseguraros.
—Veremos —contestó ella, en tono conspiratorio.
Entonces, pudimos contemplar el espectáculo de nuestra majestuosa Reina conducida por mi hijo entre la hierba y los demás siguiéndoles mientras Robert charlaba sobre sus perros y caballos, todos los cuales iba a mostrarle, y que Leicester había visto ya.
Ella estaba maravillosa. Hube de admitirlo. Era como una niña entre los niños. Parecía un poco triste y supuse que me envidiaba por mi encantadora familia. Las niñas, como eran mayores, estaban algo retraídas, pero se comportaron correctamente, desde luego. Demasiada familiaridad por parte suya no habría sido bien recibida. De cualquier modo, el que más atrajo la atención de la Reina fue mi hijo mayor.
Robert gritaba y reía y la tiraba del vestido para llevarla a otro lado de los establos.
Oí su voz aguda:
—Leicester dice que éste es uno de los mejores caballos que ha visto. Y su opinión es muy importante, es el caballerizo de la Reina, ¿sabéis?
—Sí, lo sabía —contestó la Reina con una sonrisa.
—Así que tiene que ser bueno, porque si no ella no le querría.
—Desde luego que no le querría —dijo Isabel.
Yo me había retrasado, observando, con Robert al lado.
—Oh, Lettice —susurró Robert—. Ojalá ésta fuese mi casa y éstos mis hijos. Pero un día, te lo prometo, tendremos un hogar nosotros dos, una familia, nada podrá impedirlo, me casaré con vos, Lettice.
—Callaos —dije yo.
Mis hijas no estaban lejos, y sentían gran curiosidad por todo.
Cuando la Reina terminó la inspección propuesta, volvimos a la casa y los niños se despidieron de ella. A las niñas les dio la mano para que se la besaran y, cuando le tocó el turno al joven Robert, le cogió la mano y se le subió en el regazo y la besó. Vi, por la tierna expresión de la Reina, que aquel gesto la había conmovido. Robert examinó las joyas que tachonaban el traje de Isabel y luego la miró inquisitivamente a la cara.
—Adiós, Majestad —dijo—. ¿Cuándo volveréis?
—Pronto, joven Robert —dijo—. No temáis, vos y yo volveremos a vernos.
Mirando hacia atrás y considerando mi vida, creo hoy que hay momentos cargados de presagios y, sin embargo, ¿cuántas veces comprendemos su significado cuando se producen? Recuerdo que me decía a mí misma muchas veces años después, cuando sufría la amargura y la aflicción de mi gran tragedia que el encuentro de mi hijo y la Reina fue como un ensayo de lo que sucedería después y que, en aquella ocasión, yo percibí algo fatídico en el aire. Pero era absurdo. No fue nada cuando sucedió. La Reina se había comportado como lo habría hecho con cualquier niño encantador que la divirtiese. Si no fuese por lo que luego pasó, podría haber olvidado hacía mucho aquel primer encuentro entre ellos.
Cuando bailaban en el salón y los músicos tocaban sus melodías favoritas, Isabel me llamó a su lado y me dijo:
—Lettice, sois una mujer afortunada. Tenéis una magnífica familia.
—Gracias, Majestad —.dije.
—Vuestro pequeño Robert me ha entusiasmado. Nunca he visto un niño tan maravilloso.
—Sé que vos, Majestad, le habéis entusiasmado a él —contesté—. Temo que olvidó, en la emoción de estar a vuestro lado, el hecho de que sois su Reina.
—Me gustó mucho su actitud conmigo, Lettice —contestó suavemente—. A veces, es bueno disfrutar de la sencillez de un niño. Y no hay en ella ningún subterfugio, ningún engaño…
Me sentí inquieta. ¿Sospecharía lo del otro Robert?
Había un melancólico anhelo en sus ojos, y supuse que lamentaba su actitud obstinada y pensaba que ojalá hubiese sido tiempo atrás lo bastante decidida para casarse con Robert Dudley. Podría haber tenido entonces una familia como la mía. Pero, claro está, podría haber perdido también la corona…
Cuando terminó la visita y la Reina dejó Chartley, yo me quedé allí un tiempo. Mis hijos no hablaban de otra cosa que de la visita de la Reina. No sé a quién admiraban más, si a la Reina o al Conde de Leicester. Creo que quizás a este último, porque, pese a que la Reina había dejado a un lado su realeza para tratar con ellos, Leicester parecía más humano. Según Robert, el Conde le había prometido que le enseñaría trucos y habilidades con los caballos… dar vueltas, girar y saltar y cómo llegar a ser el mejor jinete del mundo.
—¿Y cuándo creéis que volveréis a ver al Conde de Leicester? —pregunté—. ¿No sabéis que está en la Corte y que debe estar al constante servicio de la Reina?
—Oh, él dijo que estaría conmigo muy pronto. Dijo que nos haríamos grandes amigos.
¡Así que le había dicho aquello al joven Robert! No había duda pues… se había ganado ya el afecto y la admiración de mi familia.
Debía volver a la Corte y pensé que ya que Penélope y Dorothy eran mayores, no debían quedarse en el campo. Las llevaría conmigo a Londres y viviríamos en Durham House, que quedaba lo bastante cerca de Windsor Hampton, Greenwich o Nonsuch como para que yo estuviese en la Corte y de vez en cuando con mis hijas. Además, significaría para ellas relacionarse con los círculos cortesanos como no podrían hacerlo en el campo.
Durham House tenía un interés especial para mí porque Robert la había ocupado en tiempos. Ahora, por supuesto, vivía en Leicester House, mucho más grande y mejor, y situada junto al río, cerca de Durham House. Las dos mansiones estaban situadas en el Strand, y las separaba muy poca distancia. Preveía muchas oportunidades de ver a Robert, lejos de los ojos de águila de la Reina.
Las niñas estaban emocionadas ante tal perspectiva, pues habían saboreado ya lo que podría significar estar cerca de la Corte, y no derramaron ni una lágrima cuando dejamos las incomodidades de Chartley por la casa de Londres.
Robert y yo nos vimos con frecuencia durante el mes siguiente. A él le resultaba fácil coger una embarcación en las escaleras de Leicester House, disfrazado en ocasiones con la ropa de uno de sus criados, y venir en secreto a Durham House. Esto revelaba que nuestra mutua pasión no disminuía sino que aumentaba cuando podíamos vernos todos los días. Robert hablaba continuamente de matrimonio (como si Walter no existiera) y suspiraba siempre por el hogar que tendríamos con mis hijos (a los que ya quería) y los que tuviésemos los dos.
Los dos soñábamos con esto que, en momentos más realistas, parecía imposible, pero Robert estaba tan seguro de que un día llegaría a suceder que también yo empezaba a creerlo.
También Phillip Sidney visitaba con frecuencia Durham House. Todos le teníamos en gran estima, y yo seguía pensando en él como posible marido de Penèlope. Venía también Sir Francis Walsingham. Era uno de los ministros más influyentes de la Reina, pero aunque fuese excepcionalmente diestro en el arte de la diplomacia, no lo era tanto en el de la adulación, por lo que, aunque la Reina apreciaba sus méritos, nunca había llegado a ser uno de sus favoritos. Tenía dos hijas. Frances, que era muy bella, de abundante cabellera oscura y ojos negros, y varios años mayor que Penélope, y María que, comparada con su hermana, resultaba insignificante.
Esta época de Durham House fue un período muy agradable, con estancias en la Corte en las que me resultaba fácil escapar de vez en cuando hasta mi hogar y mi familia. La vida de Londres se adaptaba muy bien a mi carácter. Me encantaba. Tenía la sensación de formar parte de la escena, y la gente que venía a casa eran hombres y mujeres muy próximos a la Reina.
Robert y yo nos veíamos desbordados por nuestra pasión. No debería habernos sorprendido, por tanto, que sucediese lo inevitable. Quedé embarazada.
Cuando se lo dije a Robert, sus sentimientos fueron contradictorios.
—Deberíamos estar casados —dijo—: Quiero a vuestro hijo, Lettice.
—Lo sé —contesté—. ¿Pero qué se puede hacer?
Ante mí se abría la perspectiva de verme desterrada en el campo, y de que me quitasen a mi hijo y lo criasen lejos de mí, en secreto. Pero no, yo no quería aquello.
Robert dijo que encontraría una salida.
—¿Pero qué salida? —pregunté—. Cuando vuelva Walter, que puede ser en cualquier momento, se enterará. No puedo decir que es suyo. ¿Y si se entera la Reina? Habrá problemas.
—Sí, desde luego —aceptó Robert—. La Reina no debe enterarse jamás.
—Desde luego, no le gustará nada si se enterase de que reconocíais a mí hijo. ¿Qué creéis que sucedería?
—Dios quiera que nunca lo sepa. Dejad esto de mi cuenta. Oh, Dios mío, cuánto daría por…
—¿Por no haber iniciado todo esto?
—No. Jamás podría desear eso. Lo que desearía es que no se interpusiese entre nosotros Essex. Si no fuese por él, me casaría con vos mañana mismo, Lettice.
—Es fácil decir lo que se sabe que no se puede hacer. Si yo estuviese libre y pudiese casarme, sería otro asunto.
Entonces él me estrechó entre sus brazos y gritó, con vehemencia:
—Os lo demostraré, Lettice. Por Dios os juro que os lo demostraré.
Se puso muy serio. Era como si hiciese un voto.
—De una cosa estoy seguro —continuó—. Vos sois la mujer destinada a mí y yo el hombre destinado a vos. ¿Comprendéis eso?
—También a mí se me había ocurrido que quizá fuese así.
—No bromeéis, Lettice. Esto es muy serio. He decidido que pese al hecho de existir el Conde de Essex por vuestra parte y la Reina por la mía, vos y yo debemos casarnos. Y tendremos hijos. Os lo prometo. Os lo prometo, sí.
—Es una idea muy agradable —dije—. Pero de momento tengo un marido y estoy embarazada de vos. Si Walter volviese, y con los líos que está organizando en Irlanda podría hacerlo en cualquier momento, nos veríamos en graves problemas.
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