—Yo haré algo.

—Vos no conocéis a Walter Devereux. Su ineficacia es indudable. Está condenado al fracaso, pero consideraría esto un ultraje a su honor. No le importaría la cólera de la Reina. Haría lo que considerase justo. Organizaría un escándalo tal por esto, que toda la Corte se enteraría de nuestra conducta.

—Sólo se puede hacer una cosa —dijo Robert—. Bien sabe Dios que me repugna hacerlo, pero es necesario. Tenemos que librarnos del niño.

—¡No! —grité acongojada.

—Sé cómo os sentís. Es nuestro hijo. Quizá sea el hijo que deseo… pero aún no ha llegado el momento. Habrá otro… pero todavía no, aún tengo que disponerlo todo.

—Entonces…

—Consultaré con el doctor Julio.

Protesté, pero me convenció de que no había otra salida. Si nacía el niño, sería imposible mantener el secreto. La Reina pondría los medios para que jamás volviéramos a vernos.

Me sentía deprimida. Era una mujer mundana, profundamente egoísta e inmoral, y, sin embargo, amaba a mis hijos y si podían producirme sentimientos tan profundos los hijos de Walter, cuánto más el de Robert.

Pero él tenía razón, claro. No hacía más que decirme que de allí a muy poco nos casaríamos, y que la vez siguiente que yo quedase embarazada sería ocasión de gozosos preparativos para la llegada de nuestro hijo, en nuestro hogar.

El doctor Tulio era hombre muy habilidoso, pero el aborto implicaba peligro y, después de hacer todo lo que me ordenó, me puse muy enferma.

Es difícil ocultar a los criados el carácter de una enfermedad. A un hombre como Robert le espiaban día y noche y en el exceso de nuestra pasión no siempre habíamos sido tan cuidadosos como debiéramos. No me cabía duda de que algunos de nuestros servidores sabían que el hombre que venía de noche furtivamente era Robert Dudley. Una ventaja era que pocos se atreverían a murmurar salvo en el mayor de los secretos, pues no había hombre o mujer que no temiese la cólera de Leicester, y la de la Reina, si se decía algo contra su favorito, aunque diese la casualidad de que fuera cierto.

Pero, por supuesto, había rumores.

En una ocasión, yo llegué a estar tan enferma que creí encontrarme al borde de la muerte. Robert vino entonces abiertamente a verme y creo que me levantó el ánimo hasta el punto de que empecé a recuperarme. Me amaba, no había duda. No era sólo la satisfacción física lo que buscaba. Se preocupaba por mí. Era afectuoso y tierno. Se arrodillaba junto a mi cama y me suplicaba que me curara y hablaba constantemente de la vida que viviríamos él y yo juntos. Jamás vi hombre más seguro de sí.




Y entonces regresó Walter.

Su misión en Irlanda había sido un fracaso, y la Reina no estaba nada satisfecha con él. Yo aún estaba débil y su preocupación por mí me desconcertaba, al tiempo que aguijoneaba la conciencia. Le expliqué que había padecido unas fiebres y que pronto me recuperaría. Su pronta aceptación de mis palabras me hizo sentirme avergonzada, sobre todo porque le veía considerablemente envejecido y parecía cansado y apático. Me había portado muy mal con él y no había recibido a cambio más que bondad, pero no podía evitar compararle con el incomparable Robert Dudley.

Tenía que afrontar el hecho de que estaba cansada de Walter y me irritaba que ahora que él había vuelto a casa sería mucho más difícil tener citas con Robert, si es que podía llegar a tener alguna. De cualquier modo, después de mis recientes experiencias, debía ser mucho más cuidadosa en el futuro. Lloré mucho la pérdida del niño y soñé que era un muchachito muy parecido a Robert. En el sueño me miraba con tristeza, como si me acusase de robarle la vida.

Sabía que Robert diría: «Tendremos más. Espera que nos casemos y tendremos hijos e hijas que serán el solaz de nuestra vejez». Pero eso significaba entonces muy escaso consuelo.

Walter declaró su propósito de no volver a viajar.

—Ya he tenido bastante —me explicó—. Nada saldrá nunca de Irlanda. A partir de ahora, me quedaré en casa. Viviré una vida tranquila. Volveremos a Chartley.

Yo decidí en mi interior que no volveríamos. No estaba dispuesta a vivir encerrada en el campo, lejos de las alegrías de la ciudad, las intrigas de la Corte y la magia de Robert Dudley. El separarme de él estimulaba mi deseo, y sabía que cuando nos encontrásemos, yo sería tan apasionada como siempre… pese a que me aguijonease la conciencia, y estaría dispuesta a vivir el momento y a asumir las consecuencias, cuando llegase la hora. Me hice más fuerte y me sentí capaz de llevar a Walter adonde yo quería.

—Chartley es muy agradable —mentí—. Pero, ¿te has dado cuenta de que nuestras hijas están ya crecidas?

—Desde luego que sí. ¿Cuántos años tiene Penélope?

—Deberías recordar la edad de tu hija… que además es tu primogénita. Penélope tiene catorce años.

—Es demasiado joven para casarse.

—Pero no para que le busquemos un partido conveniente. Me gustaría que se comprometiese con un pretendiente aceptable.

Walter concedió que yo tenía razón.

—He pensado concretamente en Philip Sidney —dije—. Estuvo con nosotros cuando recibí a la Reina en Chartley y él y Penélope se tomaron afecto. Es aconsejable que una chica conozca a su futuro marido antes de que se vea casada con él.

Walter aceptó una vez más y dijo que Phillip Sidney sería una excelente elección.

—Como sobrino de Leicester, gozará del favor de la Reina —comentó—. Tengo entendido que sigue gozando del mismo ascendiente sobre ella.

—Aún sigue gozando ampliamente de su favor.

—Sin embargo, hay algo que debemos tener en cuenta. Si la Reina se casase con un príncipe extranjero, dudo que se tolerase a Leicester en la Corte, y entonces sus parientes no gozarían de una posición tan ventajosa.

—¿Creéis acaso que vaya a casarse alguna vez?

—Sus ministros intentan persuadirla a que lo haga. La falta de heredero al trono es un problema cada vez más agobiante. Si muriese, habría discrepancias, y eso nunca es bueno. Su Majestad debería dar un heredero al país.

—Es ya un poco vieja para tener hijos, aunque nadie se atrevería a decir tal cosa en su presencia.

—Podría tenerlos.

Me eché a reír, súbitamente entusiasmada ante la idea de ser ocho años más joven que ella.

—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Walter.

—Vos me la hacéis. Habríais ido a la Torre por traición si ella os hubiese oído.

¡Oh, qué aburrido era y qué cansada estaba de él!

Con Robert sólo podía tener conversaciones precipitadas y fragmentarias.

—Esto es insoportable —me decía.

—No puedo escapar de Walter, ni puedes tú venir a Durham House.

—No te preocupes, ya resolveré algo.

—Mi querido Robert, no podrás nunca compartir nuestra cama. Walter se daría cuenta de que sucedía algo raro.

Pese a lo frustrada que me sentía, me emocionaba ver cuánto afectaba a Robert la situación.

—Bueno, Robert —dije— tú eres un mago. Espero tu magia.

Algo había que hacer pronto después de esto porque lo que supongo que era inevitable, sucedió. Alguien (nunca supe quién) le había cuchicheado a Walter que Robert Dudley se había tomado un interés insólito por su esposa.

Walter se negó a creerlo… no por Robert sino por mí. ¡Qué simple era! Yo podría haberle convencido, pero Robert tenía algunos enemigos peligrosos cuyo objetivo no era tanto crear conflictos en la familia Essex como arrebatarle a Robert el favor de que gozaba ante la Reina.

Luego llegó aquella noche en que Walter entró en nuestro dormitorio, muy serio:

—He oído unas acusaciones malévolas y calumniosas —dijo.

Empezó a latirme muy deprisa el corazón, tan culpable me sentía, pero conseguí preguntar tranquilamente:

—¿Sobre quién?

—Sobre vos y Leicester.

Yo abrí mucho los ojos esperando parecer inocente.

—¿Qué queréis decir, Walter?

—Me dijeron que erais su amante.

—¿Y quién puede haber dicho tal cosa?

—Sólo me lo dijeron tras prometer yo que mantendría en secreto la identidad del confidente. No lo creo de vos, Lettice, pero Dudley tiene una reputación nada recomendable.

—Aún así, difícilmente podréis creerlo de él si no lo creéis de mí.

¡Imbécil!, pensé, y decidí que el ataque era el mejor medio de defensa:

—Y he de confesaros que me parece indigno que andéis hablando de vuestra esposa con extraños en rincones oscuros.

—No lo creí de vos, Lettice, os lo aseguro. Debía ser otra la que vieron con él.

—Sospecháis de mí, no me cabe duda —le acusé, procurando espolear mi cólera. Fue muy eficaz. El pobre Walter casi me pidió perdón.

—De veras que no, pero quería que vos misma me dijeseis que todo era falso. Y así se lo haré saber al individuo que osó decírmelo.

—Walter —dije—, vos sabéis que es falso. Yo también lo sé. Si aireáis este asunto, llegará a oídos de la Reina y ella no os lo perdonará. Ya sabéis que no le gusta que se hable mal de, Robert Dudley.

Él guardó silencio, pero me di cuenta de que mis comentarios le habían afectado.

—Lo siento por la mujer que llegue a tener relaciones con él —dijo.

—Lo mismo digo yo —añadí significativamente.

Pero aquello me preocupó. Tenía que ver a Robert para explicarle lo ocurrido. Me resultaba difícil. Tenía que buscar una oportunidad, y como Robert siempre estaba intentando lo mismo, conseguimos al fin poder charlar un rato.

—Esto me vuelve loco —dijo Robert.

—Pues voy a contarte algo que os volverá aún más loco —contesté.

Y se lo conté.

—Alguien debe haber hablado —dijo Robert—. Ahora dirán que tu reciente enfermedad se debió a que tenías que librarte de un niño mío.

—¿Quién pudo hacer esto?

—Mi querida Lettice, aquellos en los que más confiamos son los que nos vigilan y espían.

—Si esto llega a oídos de Walter… —empecé.

Robert terció, irónicamente:

—Si llega a los de la Reina, sí que tendríamos motivos para preocuparnos.

—¿Qué podemos hacer?

—Déjalo de mi cuenta. Tú y yo nos casaremos. De eso estad segura. Pero primero habrá que hacer ciertas cosas.

Me di cuenta de lo que se esforzaba por resolver la situación cuando Walter recibió recado de la Reina. Debía ir a visitarla sin dilación.

Cuando volvió a Durham House yo le esperaba impaciente.

—Bueno, ¿qué pasó? —pregunté.

—Es una locura —contestó—. Ella no comprende. Me ha ordenado volver a Irlanda.

Procuré no traslucir mi alivio. Aquello sin lugar a dudas era obra de Robert.

—>Me ofrece el puesto de Earl Marshal de Irlanda.

—Eso es un gran honor, Walter.

—Eso cree ella que creo yo. Intenté explicarle la situación.

—¿Y qué dijo ella?

—No me lo permitió.

Hizo una pausa y me miró inquisitivamente.

—Leicester estaba con ella —continuó—. No hacía más que decir lo importante que era Irlanda, y que yo era el hombre adecuado para ese puesto. Creo que él ha contribuido mucho a convencer a la Reina.

Guardé silencio, fingiendo sorpresa.

—Oh, sí. Leicester dijo que era una gran oportunidad que se me concedía para hacer olvidar mi fracaso. No quisieron escucharme cuando intenté explicar que no comprendían a los irlandeses.

—Y… ¿qué pasó al final?

—La Reina dijo claramente que esperaba que aceptase. No creo que te guste aquello, Lettice.

Tenía que ir con cuidado ahora, así que dije:

—Oh, Walter, aprovecharemos la ocasión lo mejor posible.

Esto le satisfizo. Aún dudaba de Leicester, y aunque el código moral de Walter le obligaba a aceptar la palabra de su esposa, me daba cuenta de que aún seguía recelando.

Fingí hacer algunos preparativos para ir a Irlanda, aunque, por supuesto, no tenía la menor intención de ir allí.

Al día siguiente, le dije:

—Walter, estoy muy preocupada con Penélope.

—¿Por qué? —preguntó, sorprendido.

—Ya sé que es joven, pero muy madura para su edad. Creo que no es demasiado discreta en sus amistades con el sexo opuesto. También Dorothy me preocupa y sorprendí a Walter llorando y al pequeño Robert muy triste, intentando consolarle. Robert dijo que iba a ir a ver a la Reina para pedirle que no me dejase ir a Irlanda. Estaré tan preocupada por ellos si me voy.

—Tienen consigo a sus tutoras y a la servidumbre.

—Necesitan más que eso. Sobre todo Penélope. A su edad… y los chicos son demasiado pequeños para dejarles. He hablado con William Cecil. Se llevará a Robert a su casa antes de irse a Cambridge, pero aún no dejará su casa. No podemos abandonar los dos a los niños, Walter.