Me salvaron los niños. Walter, aunque estaba muy decidido, quería mucho a su familia y no deseaba verles sufrir. Pasé mucho tiempo con él, escuchando su versión del problema irlandés e hice planes para el futuro cuando él volviese a casa… que sería pronto, le dije. Disfrutaría entonces de una buena situación en la Corte, como Earl Marshal de Irlanda, y quizá si volviese a ir allá más tarde podríamos ir todos con él.
Por último se fue. Me abrazó cariñosamente antes de irse y me pidió perdón por aquella calumnia que se había levantado contra mí. Estaría bien, me dijo, volver a llevar los niños a Chartley y, tan pronto como él regresase haríamos nuestros planes para el futuro. Casaríamos a las niñas y educaríamos a los niños.
Le abracé con verdadero afecto, pues parecía muy triste, y sentí, mezcladas con el alivio de que se fuese, piedad por él y vergüenza por lo que yo estaba haciendo.
Le dije que debíamos de soportar aquella separación por el bien de los niños, y, aunque esto pudiese parecer la mayor hipocresía, en aquel momento derramé lágrimas auténticas y me alegré de que mi evidente emoción pareciese consolarle.
En julio embarcó para Irlanda y yo reanudé mis encuentros con Robert Dudley. Robert me dijo que él había aconsejado con vehemencia a la Reina que enviase a Walter a Irlanda.
—Consigues lo que quieres —comenté—. Ya lo veo.
—Consigo lo que merezco —contestó.
Fingí alarma.
—Entonces temo por vos, Lord Leicester.
—No temáis nunca, futura Lady Leicester.
Si uno triunfa, debe aprender a tomar lo que desea audazmente. Es la mejor forma.
—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Ahora qué?
—Para eso hemos de esperar y ver.
Sólo esperé dos meses.
Uno de los criados de Chartley llegó a caballo a Durham House. Me di cuenta de que el mensajero estaba muy alterado.
—Señora —dijo, cuando le trajeron a mi presencia—. Ha sucedido algo terrible. Ha nacido un ternero negro y consideré que debía comunicároslo.
—Habéis hecho bien en venir a decírmelo —contesté— Pero eso es sólo una leyenda, todos disfrutamos de buena salud.
—Oh, mi señora, la gente dice que nunca ha fallado este presagio. Ha significado siempre la muerte y el desastre para el señor del castillo. El señor está en Irlanda… un país sin ley.
—Así es, allí está, sirviendo a la Reina.
—Es preciso avisarle, señora. Debe volver.
—Me temo que la Reina no estaría dispuesta a alterar su política por el nacimiento de un ternero negro en Chartley.
—Pero si vos, mi señora, fueseis a verla… y le explicaseis…
Respondí que lo único que podía hacer yo era escribir al conde de Essex y contarle lo sucedido.
—Seréis recompensado por traerme la noticia —añadí.
Cuando se fue, quedé pensativa. ¿Podría ser realmente cierto? Era muy extraño que hubiese nacido aquella ternera, como debió serlo aquella vez en que la muerte del señor del castillo había dado origen a tal leyenda.
Antes de que pudiese despachar una carta para mi esposo, recibí la noticia de que Walter había muerto de disentería en el castillo de Dublín.
La condesa de Leicester
Un caballero del consejo de la Reina le recordó que el conde de Leicester aún estaba en disposición de casarse, a lo que ella replicó furiosa que «sería impropio de ella y contrario a su majestad soberana preferir a su vasallo, a quien ella misma había encumbrado, antes que al más grande príncipe de la cristiandad».
William Camelen.
Así, pues, era viuda. No puedo pretender que me agobiase el dolor. Nunca había estado enamorada de Walter, y desde que me hice amante de Robert había lamentado profundamente aquel matrimonio, pero de cualquier modo, le profesaba cierto afecto, había dado a luz hijos suyos y no podía evitar sentir cierta melancolía ante su muerte. Pero no cavilé demasiado sobre esto, pues el pensamiento de lo que significaría mi libertad me embargó con una emoción que desbordaba cualquier otro sentimiento.
Estaba impaciente por ver a Robert. Cuando vino, lo hizo en secreto, como antes.
—Hemos de ser muy discretos —me previno, y un gélido temor se apoderó de mí. ¿Intentaba ahora eludir el matrimonio?, me pregunté.
Una pregunta volvía una y otra vez a mi pensamiento: ¿Cómo había muerto Walter tan oportunamente? Según se dijo había muerto de disentería. Muchos habían muerto de disentería y, en tales casos, siempre se sospechaba. No podía dormir preguntándome si realmente era una ironía del destino o si Robert tenía algo que ver en el asunto. ¿Cuál sería el desenlace? Me sentía inquieta, pero deseaba a Robert como siempre. Hiciese lo que hiciese, nada podía alterar eso.
Fui yo quien comunicó la noticia de la muerte de su padre a los niños. Les cité a todos en mis aposentos y cogiendo y colocando a mí lado al joven Rob, dije:
—Hijo mío, ahora sois vos el Conde de Essex.
Él me miró atónito y desconcertado y el amor que por él sentía me inundó. Le abracé y le dije:
—Robert, hijo querido, vuestro padre ha muerto y vos sois su heredero porque sois el hijo mayor.
Robert empezó a llorar y vi lágrimas en los ojos de Penèlope. Dorothy lloraba también y el pequeño Walter, al ver la aflicción de sus hermanos inició también un sonoro llanto.
Entonces pensé, con cierto asombro: Así que le amaban realmente.
Pero, ¿por qué no habían de amarle? ¿No había sido siempre con ellos un padre amoroso?
—Esto cambiará nuestra vida —dije.
—¿Hemos de volver a Chartley? —preguntó Penèlope.
—Aún no podemos hacer planes —le dije—. Hemos de esperar y ver.
Robert me miró con recelo.
—¿Qué he de hacer yo ahora que soy el conde?
—Todavía nada. De momento, las cosas no serán muy distintas de lo que serían si estuviese aquí vuestro padre. Tenéis su título, pero debéis completar vuestra educación. Hijo querido, no temáis, todo saldrá bien.
«¡Todo saldrá bien!», la frase siguió repiqueteando en mis oídos, como una burla. Debería haberme dado cuenta de que no sería así.
La Reina me mandó llamar. Siempre comprensiva ante el dolor de los demás, me recibió con cariño.
—Prima querida —dijo, abrazándome—. Éste es para vos un día muy triste. Habéis perdido un buen esposo.
Yo mantenía los ojos bajos.
—Y ahora ocuparos del bienestar de vuestros hijos. En fin, el joven Robert es ya conde de Essex. Un muchachito encantador. Espero que no le afecte demasiado esta pérdida.
—Está desolado, Majestad.
—¡Pobre niño! ¿Y Penélope y Dorothy y el pequeño?
—Sienten profundamente la pérdida de su padre.
—Querréis dejar la Corte por un tiempo, sin duda.
—No sé muy bien qué hacer, Majestad. A veces pienso que sería mejor la paz del campo para el luto y otras me parece insoportable: Allí, todo me recordará a él.
Cabeceó la Reina, comprensiva.
—Entonces, a vuestro criterio quede hacer lo que más os convenga.
Fue ella quien me envió a Lord Burleigh.
Había algo tranquilizador en William Cecil, ahora Lord Burleigh. Era un buen hombre, con lo que quiero decir que solía con mayor frecuencia actuar en pro de lo que consideraba justo que pensando en su propio beneficio y provecho… algo que de pocos estadistas podía decirse. De estatura media y más bien flaco, daba la impresión de ser más pequeño de lo que era. Tenía una barba de color castaño y una nariz algo grande, pero lo que resultaba tranquilizador eran sus ojos, que tenían un brillo bondadoso y cordial.
—Es un momento muy triste para vos, Lady Essex —dijo—. Y su Majestad está muy preocupada por vuestra situación y de vuestros hijos. El conde era muy joven para morir y sus hijos aún necesitaban sus cuidados. Creo que tenía el propósito de enviar a su hijo Robert a mi casa.
—Me habló de ello —le dije—. Sé que era su deseo.
—Entonces recibiré con mucho gusto a Robert, siempre que vos consideréis conveniente enviarlo.
—Gracias. Necesitará algo de tiempo para recuperarse de la muerte de su padre. En mayo próximo irá a Cambridge.
Lord Burleigh asintió aprobatoriamente.
—Tengo entendido que es un muchacho de gran inteligencia.
—Está muy versado en latín y francés y disfruta aprendiendo.
—Entonces le irá bien.
Así que todo quedó dispuesto, y a mí me pareció lo mejor, porque sabía que, dejando aparte su inteligencia, Lord Burleigh era un padre bueno e indulgente con sus propios hijos y (aún más raro) un esposo bueno y fiel.
Supongo que era inevitable que empezasen a circular rumores. Quien hubiese contado a Walter lo de mis relaciones con Robert, estaría ahora propagando murmuraciones sobre la muerte de mi marido.
Robert vino a verme muy nervioso e insistió en que hablásemos. Me contó que se decía que Walter había sido asesinado.
—¿Por quién? —pregunté con viveza.
—¿Necesitáis preguntarlo? —contestó Robert—. Siempre que muere alguien inesperadamente y yo le conozco, soy sospechoso.
—¡Así que la gente habla de nosotros! —murmuré.
Asintió.
—Hay espías por todas partes. No puedo hacer ni un solo movimiento sin que me vean. Si esto llegase a oídos de la Reina…
—Pero si nos casásemos, ella tendría que saberlo —indiqué.
—Se lo diré suavemente, pero no me gustaría que se enterase por otro que no fuese yo.
—Quizá —dije, con aspereza— sería mejor que nos dijésemos adiós.
Entonces, él se puso casi furioso.
—¡No oséis decir tal cosa! Voy a casarme con vos. Ninguna otra cosa me satisfacía, pero en este momento hemos de andar con cuidado. Dios sabe lo que Isabel haría si supiese que estamos considerando esta posibilidad. Lettice, van a desenterrar el cadáver de Essex para ver si fue envenenado.
No me atreví a mirarle. No quería saber la verdad si acusaba a Robert. Seguí pensando en Amy Robsart al pie de aquella escalera de Cumnor Place y en el marido de Douglass Sheffield, muerto cuando iba a iniciar los trámites para divorciarse de su esposa… Y ahora… Walter.
—Oh, Dios mío —dije, y estaba rezando—. Confío en que no encuentren nada.
—No te preocupes —dijo Robert, consolándome—. Nada encontrarán. Murió de muerte natural… de disentería. Essex nunca fue un hombre fuerte e Irlanda no le sentaba bien. Creo, sin embargo, que sería aconsejable que volvieseis a Chartley por un tiempo, Lettice. Eso contribuiría a cortar las murmuraciones.
Me di cuenta de que tenía razón y, tras solicitar permiso de la Reina, dejé la Corte.
Fue un gran alivio recibir la noticia de que en el cadáver de Walter no había aparecido nada que sugiriese habían acelerado su muerte.
Trajeron el cadáver a Inglaterra y el funeral se celebró a finales de noviembre en Carmarthen. No permití al joven Robert hacer el largo viaje, pues estaba acatarrado y tan deprimido que temí por su salud.
Lord Burleigh me escribió asegurándome que era ahora su tutor y que estaba deseando que llegase el momento de poder recibirle en su hogar, donde le prepararía para Cambridge.
Le dije que iría pasadas las fiestas de Navidad y le pareció muy bien.
Me sentía expectante. Era evidente que no podía casarme con Robert hasta que pasase cierto tiempo, pues apresurar el matrimonio daría pábulo de nuevo a las murmuraciones, que era lo último que deseaba. Necesitaríamos esperar un año, calculaba yo. Pero podíamos aceptarlo, pues nos veríamos en el Ínterin, y en cuanto mi hijo hubiese salido para la casa de Lord Burleigh, yo pensaba reanudar mis actividades en la Corte.
¡Qué largos y tediosos me parecían aquellos días invernales! Constantemente me preguntaba qué haría Robert y qué pasaría en la Corte. Inmediatamente después de las fiestas navideñas, yo y mi familia (con la excepción del joven Robert) salimos para Durham House. Pocos días después de mi llegada, recibí recado de una dama a la que habría preferido no ver. Era Douglass Sheffield, y la historia que tenía que contarme despertó en mí grandes recelos.
Había preguntado si podía hablar conmigo en secreto, pues tenía algo importante que explicarme.
No había duda de que era una mujer muy atractiva, y este hecho hacía alarmantemente plausible lo que contaba.
—Consideré que debía hablar con vos, Lady Essex —dijo—. Porque creo que necesitáis urgente consejo. Vine a contaros lo que me sucedió a mí con la esperanza de que cuando lo hayáis oído comprendáis que es precisa cierta cautela en vuestras relaciones con cierto caballero de la Corte.
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