—Nadie puede oírnos, Lady Sheffield —dije, fríamente—. Así que no hay ninguna necesidad de que habléis de ese modo. ¿A quién os referís?
—A Robert Dudley.
—¿Por qué deseáis prevenirme contra él?
—Porque he oído rumores.
—¿Qué rumores? —intenté mostrarme sorprendida, aunque temo que con escaso éxito.
—Que vos y él sois amigos íntimos. Un hombre como él no puede tener amistades sin que se hable de ello… dada su relación con la Reina.
—Sí, claro *—dije, con cierta impaciencia—. Pero, ¿por qué debéis prevenirme?
—Debe prevenirse a cualquier dama cuyo nombre se asocie con él, y considero mi deber contaros lo que a mí me sucedió.
—Ya me lo explicasteis en otra ocasión.
—Sí, pero no os lo conté todo. El conde de Leicester y yo nos comprometidos en el año 71 en una casa de Canons' Row, en Westminster, pero él se mostró reacio a completar el matrimonio por miedo a la reacción de la Reina. Al quedar yo embarazada, le insté a que se casara conmigo y así lo hizo en Esher a finales del año 73.
—No tenéis testigo alguno de eso —dije, desafiante, viendo que si tal cosa era verdad, todos mis sueños de matrimonio se evaporaban.
—Como ya os dije en otra ocasión, Sir Edward Horsey actuó de padrino y el doctor Julio, el médico del conde, estuvo presente; más tarde nació un niño. Se llama Robert Dudley por su padre. Puedo aseguraros que el conde está orgulloso de su hijo. Su hermano, el conde de Warwick, es el padrino del muchacho y muestra gran interés por él.
—Si eso es realmente cierto, ¿por qué se mantiene en secreto su existencia?
—Sabéis muy bien cuál es la situación cara a la Reina. Ella no admite que un hombre que a ella le interese, se case… y menos aún Robert Dudley, que es el favorito. La existencia de mi hijo se mantiene en secreto únicamente por la Reina.
—Pero si él estuviese tan orgulloso de su hijo, lo natural sería…
—Lady Essex, entendéis perfectamente lo que quiero decir. No he venido aquí a discutir con vos sino a preveniros, pues tengo la impresión de que el conde de Leicester ha transferido su afecto de mí a vos y ha llegado la hora de que vos y yo hablemos claramente.
—Os ruego que lo hagáis, Lady Sheffield.
—El conde de Leicester os ha hablado de matrimonio, pero, ¿cómo puede casarse con vos estando casado conmigo? He venido a deciros que me ofreció setecientas libras anuales si renuncio al matrimonio, y me dijo que si no aceptaba su oferta no me dará nada y se apartará de mí por completo.
—¿Y cuál fue vuestra respuesta?
—Rechacé firmemente su oferta. Estamos casados y mi hijo es legítimo.
Le temblaba la voz y asomaron lágrimas a sus ojos. Me di cuenta de que Robert vencería siempre a una mujer así.
Pero, ¿y si lo que contaba era verdad? Yo no podía creer que lo hubiese inventado, pues no me parecía lo bastante ingeniosa para ello.
Por fin le dije:
—Gracias por venir a prevenirme, Lady Sheffield, pero he de deciros que no tenéis que temer por mí. Conozco al conde de Leicester, es cierto, pero he enviudado hace muy poco y de momento no puedo pensar más que en la pérdida que he sufrido y en mi familia.
Cabeceó comprensiva.
—Entonces perdonadme. Olvidad lo que he dicho. Oí rumores y consideré mi deber contaros la verdad.
—Agradezco vuestra gentileza, Lady Sheffield —le dije, y la acompañé hasta la puerta.
En cuanto se fue, pude prescindir de mi indiferencia. Hube de admitir que la historia parecía plausible. Seguí recordando que Robert deseaba desesperadamente un hijo que llevase su nombre. Ya no era joven, pues debía tener cuarenta y cinco años por entonces, y si quería fundar una familia debía hacerlo ya. Tenía ya un hijo, sin embargo v repudiaba a la madre de aquel hijo. Esto era por mí. No debía olvidarlo.
Lógicamente, estaba deseosa de ver a Robert y, en cuanto tuve una oportunidad, le conté lo que había descubierto.
—Así que vino aquí —exclamó—. ¡La muy necia!
—Robert, ¿qué hay de verdad en esto?
—No hubo ningún matrimonio —dijo él.
—Pero os comprometisteis con ella. Ella dice que hubo testigos.
—Le prometí que quizá nos casásemos —admitió—. Pero nunca se celebró el matrimonio. El niño nació y es mi hijo. Está al cuidado de mi hermano Warwick y, a su debido tiempo, irá a Oxford.
—Dijo que le habíais ofrecido setecientas libras al año por renunciar al matrimonio.
—Le ofrecí dinero para que dejara de hablar.
—Si ella es vuestra esposa, ¿cómo podremos casarnos?
—Os aseguro que no es mi esposa.
—Sólo la madre de vuestro hijo.
—Es mi hijo bastardo. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Vivir como un monje?
—Ciertamente… Dada vuestra situación y la actitud de Su Majestad. «Ahora quiero… ahora no quiero…» ¡Pobre Robert! ¿Cuántos años lleváis así?
—Muchos, pero esto será el final. Vos y yo nos casaremos, pase lo que pase.
—¿Pese a la Reina y a vuestra esposa Douglass? Pobre Robert. ¡Sois en verdad un hombre encadenado!
—No me torturéis, Lettice. Desafiaré a la Reina. En cuanto a Douglass Sheffield, se engaña a sí misma. Os aseguro que por parte de ella no hay ningún obstáculo.
—¿No hay, pues, ninguna causa justa que nos impida casarnos?
—Ninguna en absoluto.
—¿Por qué esperar entonces?
—Hemos de aguardar hasta que cesen los rumores sobre la muerte de Walter.
Me dejé convencer, porque lo deseaba.
La actitud de la Reina hacia mí me inquietó un poco, y me pregunté si no habría oído los rumores sobre mí y sobre Robert. Sorprendía su mirada posada en mí en momentos extraños, una mirada inquisitiva y calculadora. Esto quizá significase sólo que se preguntaba cómo afrontaba yo mi viudez, pues solía interesarse mucho por los problemas emocionales de quienes la rodeaban… sobre todo tratándose de miembros de su familia.
—Robin está bastante triste últimamente —me explicó—. Es un hombre muy dedicado de su familia, y eso me gusta. Indica buenos sentimientos. Como sabéis, tengo debilidad por los Sidney, y jamás olvidaré a mi querida María y cómo me cuidó, y la terrible aflicción que por ello le sobrevino.
—Vuestra Majestad siempre la ha favorecido.
—Se lo debo, Lettice. Y ahora, la pobre, ha perdido a su hija mayor. Ambrosia murió en febrero pasado. María está desconsolada, pobre mujer. Aún le queda su querido hijo, Philip, que debe ser un consuelo para ella. He visto pocas criaturas con tan noble apostura como Philip Sidney. Voy a decirles que me envíen a su hija pequeña (se llama María como su madre) y le daré un puesto en la Corte y le buscaré marido.
—Sólo tiene catorce años Majestad, según tengo entendido.
—Lo sé, pero dentro de uno o dos años podremos casarla.
He pensado en Henry Herbert, ahora conde de Pembroke. He considerado oportuno buscarle esposa. Me atrevería a decir que su candidatura complacería a los Sidney… y al tío de la joven, al conde de Leicester.
—Eso creo yo —dije.
Poco después, María Sidney fue a la Corte Era una bella muchacha de pelo color ámbar y rostro ovalado. Todos comentaban su semejanza con su hermano, Philip, a quien se consideraba uno de los hombres más apuestos de la Corte. Le faltaba, ciertamente, la sensual virilidad de hombres como Robert. Su atractivo era de un tipo distinto, era una belleza casi etérea. También la poseía la joven María Sidney, y no me pareció que fuese difícil buscarle marido.
La Reina la favorecía mucho y yo estaba segura de que esto reportaría cierto consuelo a la familia. En cuanto a mí, Isabel seguía dedicándome aquella atención especial, pero de todos modos yo no estaba segura de lo que había tras ella. Me mencionaba a menudo al conde de Leicester… a veces con burlón afecto, como si se diese cuenta de ciertas fragilidades de su carácter pero no le estimase menos por ello.
Yo estaba muy próxima a ella por esta época, pues era una de sus ayudas de cámara, y me hablaba a menudo de los vestidos que llevaría. Le gustaba que yo los sacase y me los pusiese por encima, para que ella pudiese hacerse su idea.
—Sois una hermosa criatura, Lettice —me decía—. Recordáis a los Bolena.
Y se quedaba pensativa. Supongo que pensaba en mi madre.
—Os casaréis de nuevo sin duda, a su debido tiempo —me dijo una vez—. Pero aún es prematuro. Sin embargo, pronto saldréis del luto.
Como yo no contestaba, continuó.
—Toda la moda es ahora blanco sobre negro… o negro sobre blanco. ¿Creéis que es adecuado, Lettice?
—Para algunas, Majestad. Para otras, no.
—¿Y para mí?
—Vos, señora, tenéis la fortuna de que no tenéis más que poneros una prenda para transformarla.
¿Demasiado? No, sus cortesanos le habían condicionado a aceptar hasta la más grotesca adulación.
—Quiero mostraros los pañuelos que me trajo mi lavandera. Vamos a ver. ¡Mirad! Tejido negro español rematado con encaje de Venecia en oro. ¿Qué os parece? Y tela de Holanda adornada con seda negra y rematada con seda en plata y negro.
—Muy bonito, Majestad —dije, sonriendo y mostrando mis perfectos dientes, de los que estaba muy orgullosa. Ella frunció levemente el ceño. Los suyos mostraban signos de decadencia.
—La señora Twist es un alma de Dios —comentó—. Hay mucho trabajo en estos artículos. Me agrada mucho que mis súbditos trabajen para mí con sus propias manos. Mirad estas mangas que me hizo mi sedera, la señora Montague, que me regaló muy orgullosa. Ved qué trabajo tan exquisito, qué capullos y qué rosas.
—Otra vez blanco sobre negro, Majestad.
—Como decís, esto a algunas nos favorece. ¿Visteis la túnica que me regaló Philip Sidney por Año Nuevo?
Me la mostró y la examiné. Era de batista con seda negra v la completaba un equipo de gorgueras rematadas con hilo de oro y plata.
—Una prenda exquisita —murmuré.
—Me han hecho unos regalos maravillosos de Año Nuevo —dijo—. Y ahora voy a enseñarte el que más me gusta.
Lo llevaba puesto. Era una cruz de oro con cinco esmeraldas perfectas y hermosas perlas.
—Es soberbio, Majestad.
Se lo llevó a los labios.
—Confieso que le tengo un cariño especial. Me lo regaló alguien cuyo afecto valoro más que el de ninguna otra persona de este mundo.
Bajé la cabeza, sabiendo perfectamente a quién se refería.
Ella sonrió, casi pícaramente.
—Me parece, sin embargo, que está muy preocupado últimamente.
—¿A quién os referís, Majestad?
—A Robin… Leicester.
—Oh, ¿de veras?
—Tiene pretensiones. Siempre ha soñado con la corona, ¿sabéis? Heredó las ambiciones de su padre. En fin, de otro modo, no le tendría a mi lado. Me gustaría que un hombre tenga buen concepto de sí mismo. Sabéis perfectamente, Lettice, el afecto que le tengo.
—Es evidente, Majestad.
—En fin, ¿lo entendéis?
Los ojos oscuros estaban alerta. ¿A qué conducía aquello? Parpadearon advertencias y avisos en mi mente. Ten cuidado. Estás en terreno muy peligroso.
—El conde de Leicester es un hombre apuesto —dije— y sé, como lo saben todos, que él y vos, Majestad, sois amigos desde la niñez.
—Sí, a veces tengo la impresión de que siempre ha formado parte de mi vida. Si me hubiese casado, le habría elegido a él. En una ocasión se lo ofrecí a la Reina de Escocia, y ella, pobre necia, le rechazó. Pero, ¿no muestra esto los buenos deseos de mi corazón? Si se hubiese ido con ella, se habría apagado una luz en mi Corte.
—Vos, Majestad, disponéis de muchos brillantes fanales para compensar esa pérdida.
Me dio de pronto un pellizco.
—Nada podría compensarme la pérdida de Robert Dudley, y vos lo sabéis.
Bajé la cabeza en silencio.
—Así, pues, pienso en su bien —continuó— y me propongo ayudarle a que haga un buen matrimonio.
Estaba segura de que ella tenía que darse cuenta de los ruidosos latidos de mi corazón. ¿Adonde quería ir a parar? Conocía su carácter tortuoso, cómo acostumbraba a decir exactamente lo contrario de lo que en el fondo quería decir. Esto formaba parte de su grandeza, le había permitido ser la astuta diplomática que era; había mantenido a raya a sus pretendientes durante años, había mantenido a Inglaterra en paz. Pero, ¿qué se proponía ahora?
—¿Bien? —dijo, ásperamente—. ¿Bien?
—Vos, Majestad, sois muy buena con todos vuestros súbditos y os preocupáis de su bienestar —dije, protocolariamente.
—Así es, y Robert siempre soñó con una esposa de estirpe real. La princesa Cecilia perdió a su marido, Margrave de Badén, y Robert no ve ninguna razón, siempre que yo lo apruebe, para no pedir su mano.
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