—¿Y qué decís vos, Majestad, de esta sugerencia? —me oí decir a mí misma.

—Ya os he dicho que deseo lo mejor para él. Le he dicho que tiene mi aprobación para hacer esa propuesta. Debemos desearle felicidad, supongo.

—Sí, Majestad —dije quedamente.

Estaba deseando salir de allí. Tenía que ser cierto. Si no, no me lo habría dicho. Pero ¿por qué me lo contaba a mí? Además, ¿había un malicioso tono triunfal en su voz o me lo había imaginado yo?

¿Qué habría oído ella? ¿Qué sabría? ¿Era aquello pura murmuración o era su modo de decirme que Robert no era para mí?




Me sentía furiosa y asustada. Tenía que ver a Robert sin tardanza y exigirle una explicación. Para mi profunda decepción, me enteré de que había dejado la Corte. Había ido a Buxton, por consejo de sus médicos, a tomar las aguas. Sabía que cuando se encontraba en una situación difícil se fingía enfermo. Lo había hecho varias veces al sentirse en peligro con la Reina. Siempre producía el efecto de aplacarla, pues ella no podía soportar la idea de que estuviese gravemente enfermo. Me puse furiosa. Estaba casi segura de que su partida se debía al hecho de que no se sentía capaz de enfrentarse a mí.

¡Así pues era cierto, estaba esperando casarse con la princesa Cecilia!

Sabía que ella había visitado Inglaterra en una ocasión. Era hermana del Rey Erich de Suecia, que había sido uno de los pretendientes de Isabel; y había corrido por entonces el rumor de que si Robert Dudley lograba convencer a la Reina de que aceptase a Erich, su recompensa sería la mano de su hermana, Cecilia. No debió ser este dilema nada importante para Robert que, por entonces, tenía la certeza de que el esposo de la Reina sería él mismo y era muy poco probable que considerase a Cecilia adecuada sustituta de su amada soberana. Isabel rechazó a Erich igual que a todos sus pretendientes y luego Cecilia se había casado con el Margrave de Badén. Habían visitado juntos Inglaterra, país que Cecilia declaró que ansiaba ver, pero se sospechó por entonces que el motivo de que llevase a su esposo a presentar sus respetos a la Reina era, en realidad, el propósito de instarla a que aceptase a Erich por marido.

Había llegado en invierno, en avanzado estado de gestación. Con su pelo rubio extraordinariamente largo, que llevaba suelto, era tan atractiva y notable que se hizo inmediatamente popular. Su hijo fue bautizado en la real capilla de Whitehall y fue madrina la propia Reina.

Por desgracia, los felices padres se quedaron demasiado tiempo, y deslumbrados por la impresión de que eran huéspedes del país, contrajeron deudas que no pudieron pagar. Esto significó que el Margrave se vio obligado a intentar eludir a sus acreedores, fue capturado y encerrado en prisión. Una experiencia muy extraña para visitantes de su rango, y cuando la noticia de lo sucedido llegó a oídos de la Reina, ésta pagó inmediatamente las deudas.

Pero no tenían ya una impresión tan feliz de Inglaterra, sobre todo cuando Cecilia, al ir a embarcar, se vio asediada por más acreedores que subieron al barco y se apoderaron de sus pertenencias para cubrir las deudas. Fue un desdichado episodio y el Margrave y su esposa debieron prometerse no volver a poner los pies en Inglaterra.

Pero ahora que el Margrave había muerto y Cecilia era viuda, Robert deseaba casarse con ella.

Me preguntaba una y otra vez por qué le amaba. Seguía pensando en la historia de Amy Robsart. Pensaba inquieta una y otra vez en la muerte de Lord Sheffield y de mi propio Walter y me preguntaba: «¿Pudo, en realidad, ser coincidencia esto?» Y si no lo fue… la conclusión era terrible.

Pero mi pasión por Robert Dudley no era distinta a la de la Reina. Nada que pudiese probarse en su contra podía alterarla.

Así pues, estaba furiosa e impaciente por verle. Me acosaba el temor de que no nos casáramos nunca, y de que él estuviese dispuesto a dejarme a un lado por una princesa real, lo mismo que se había mostrado dispuesto a dejar de lado a Douglass.

La Reina estaba de un humor excelente.

—Al parecer, nuestro caballero no ha sido considerado aceptable —me explicó—. ¡Pobre Robin y estúpida Cecilia! Estoy, segura de que si viniese aquí y él la cortejase, cedería.

No pude contenerme.

—No todas las que son cortejadas… ni siquiera por Robert Dudley, ceden.

Esto no le desagradó.

—Así es —dijo—. Pero no es un hombre al que sea fácil resistirse.

—Estoy segura de ello, Majestad —Contesté.

—El hermano de ella, el rey de Suecia, dice que les parece natural que no desee venir a Inglaterra después de lo que le sucedió durante su visita. Así, pues, Robin ha sido rechazado.

Me sentí terriblemente aliviada. Era como un renacimiento. Él volvería y yo oiría de sus propios labios lo ocurrido con la princesa sueca. Él tendría su explicación, por supuesto.

—Dios mío, Lettice, ¿creísteis que podía casarme con alguien que no fueseis vos?

—No habríais tenido otro remedio, si la princesa hubiese dicho que sí.

—Depende. Habría encontrado una salida.

—No habría bastado con irse a Buxton a tomar las aguas.

—Oh, Lettice, qué bien me conocéis.

—A veces me temo que demasiado bien, señor.

—Oh, vamos, vamos. La Reina decide que debo proponerle matrimonio a Cecilia. Hace estas cosas de vez en cuando para fastidiarme, aunque ambos sabemos que todo va a acabar en nada. ¿Qué puedo hacer yo sino seguirle la corriente? Vamos, Lettice, vos y yo nos casaremos. Eso está decidido.

—Sé que la princesa os ha rechazado. Pero existen obstáculos… La Reina y Douglass.

—Douglass no tiene importancia. Fue mi amante por propia voluntad, sabiendo perfectamente que no habría matrimonio. Ella es la única culpable.

—¡Ella y vuestros irresistibles encantos!

—¿Tengo yo la culpa de ello?

—La tenéis por hacer promesas que no tenéis intención alguna de cumplir.

—Os aseguro que con Douglass mantuve siempre una postura clara.

—Supongo que diréis sin duda lo mismo de mí. Pero nosotros hemos hablado de matrimonio, mi señor.

—Ay, y el matrimonio se celebrará… y a no tardar mucho.

—Aún está la Reina.

—Oh, sí, tenemos que ser prudentes en lo que a ella se refiere.

—Podría incluso decidir casarse con vos para impedirme hacerlo a mí.

—Ella jamás se casará. Tiene miedo a hacerlo. ¿Creéis acaso que no la conozco bien después de tanto tiempo? Tened paciencia, Lettice. Tened fe en mí. Vos y yo nos casaremos, pero hemos de ser prudentes. La Reina no debe saberlo hasta que sea un hecho consumado, y no debe ser un hecho consumado hasta que haya transcurrido cierto tiempo de la muerte de vuestro esposo. Los dos estamos decididos… pero hemos de ser cautos.

Luego dijo que era una pérdida de tiempo seguir hablando de aquello, pues ambos sabíamos lo que pensaba el otro y conocíamos nuestras mutuas necesidades; en fin, hicimos el amor como yo había empezado a pensar que sólo nosotros podíamos hacerlo; como siempre, a su lado olvidé mis recelos.




Robert había adquirido una casa a unos nueve kilómetros de Londres y había dedicado mucho tiempo y dinero a ampliarla y a convertirla en una espléndida mansión. Había sido donada por Eduardo VI a Lord Rich, a quien Robert se la había comprado. Tenía un magnífico salón (cincuenta y tres pies por cuarenta y cinco) y numerosas habitaciones de proporciones notables. Robert había convertido en una moda el alfombrar el suelo, y las alfombras estaban sustituyendo a los juncos en todas sus casas. La Reina estaba muy interesada por conocer la casa y yo fui con la Corte a Wanstead, donde Robert organizó uno de sus lujosos espectáculos.

Conseguíamos vernos de vez en cuando, pero estos encuentros siempre debían realizarse en el más absoluto secreto y yo empezaba a sentirme irritada por ello. Nunca podía estar totalmente segura de Robert y creo que ésta era una de las razones de que estuviese tan locamente enamorada de él. Había un elemento de peligro en nuestra relación que inevitablemente aumentaba la emoción.

—Ésta será una de nuestras casas favoritas —me explicó—. Kenilworth será siempre la primera, porque fue allí donde nos declaramos nuestro amor.

Le contesté que mi preferida sería aquella en la que nos casásemos, ya que tanto nos costaba alcanzar tal estado.

Él estaba constantemente suavizándome, aplacándome. Tenía un verdadero don para esto. Era muy suave hablando, lo cual contradecía su crudeza implacable y era en sí mismo un poco siniestro. Se mostraba casi siempre muy cortés (salvo cuando perdía el control) y eso podía resultar muy engañoso.

Y cuando estábamos en Wanstead, volví a oír rumores sobre Douglass Sheffield.

—Está muy enferma —me susurró una de las damas de la Reina—. Tengo entendido que se le está cayendo el pelo, y que se le desprenden las uñas. Se cree que no durará mucho.

—¿Y de qué mal sufre? —pregunté.

Mi informadora miró por encima de mi hombro y acercando los labios a mi oído, murmuró:

—¿Envenenamiento.

—Tonterías —dije, con viveza—. ¿Quién iba a querer desembarazarse de Douglass Sheffield?

—Alguien en cuyo camino se interpone.

—¿Y quién puede ser?

La mujer apretó los labios y se encogió de hombros.

—Se dice que ha tenido un hijo de un hombre muy importante. Podría ser él quien la considerase un obstáculo.

Esperé noticias de la muerte de Douglass Sheffield, pero no llegaron.

Algún tiempo después, supe que se había ido al campo a reponerse.

Así, pues, Douglass seguía viva.




Y llegó el Año Nuevo, la época en que se hacían regalos a la Reina. Ella había estado quejándose de su pelo, que raras veces quedaba peinado a su satisfacción, y yo le llevé dos pelucas para que las probase: una negra y otra rubia, junto con dos gorgueras tachonadas de pequeñas perlas.

Examinó las pelucas y, sentada ante el espejo, se las probó, preguntando cuál le sentaba mejor. Y como la Reina debía parecer perfecta en toda ocasión, era imposible decir la verdad.

Pensé que la negra le hacía parecer mayor, y como sabía que tarde o temprano le desagradaría, y se acordaría de quién se la había regalado, aventuré:

—Majestad, tenéis la piel tan blanca y delicada, que el contraste del negro resulta demasiado fuerte.

—Pero, ¿no resulta agradable el contraste? —preguntó.

—Sí, Majestad, atrae la atención hacia vuestro cutis inmaculado, pero probemos la rubia, por favor.

Lo hizo y se declaró muy satisfecha con ella.

—Pero también utilizaré la negra —me dijo.

Luego se puso el regalo de Robert. Era un collar de oro tachonado de diamantes, ópalos y rubíes.

—¿No es magnífico? —me preguntó.

Le dije que lo era realmente.

Lo acarició con ternura.

—Qué bien conoce mi gusto en cuanto a joyas —comentó; y pensé lo irónico que resultaba que me llamase para alabar el gusto de mi amante al elegir los costosos regalos que le hacía a otra mujer.

Durante los meses siguientes, se mostró perversa, y de nuevo cruzó mi pensamiento la idea de que sabía algo. Me pregunté si recordaría que Robert la había convencido para que enviase a Walter de nuevo a Irlanda y que éste había muerto poco después. Parecía estar vigilándome y quería tenerme siempre a su lado.

Supuse que Robert se daba cuenta de su actitud. Solía hablarle a ella de sus piernas hinchadas (padecía ya de gota) e insinuaba que su médico le aconsejaba más visitas a Buxton. Supuse que deseaba estar en disposición de escapar si se presentaba la ocasión en que fuese necesario hacerlo.

Ella no le dejaba en paz y estaba pendiente de lo que comía a la mesa y le decía con cierta aspereza que debía comer más y beber menos.

—¡Fijaos en mí! —gritaba—. No estoy ni demasiado flaca ni demasiado gorda. ¿Y por qué? Porque no me atraco como un cerdo, ni bebo hasta que se me va la cabeza.

A veces, le quitaba la comida del plato y afirmaba que si él no se cuidaba más de su salud, lo haría ella.

Robert no sabía si mostrarse complacido o inquieto, pues había un indudable tono de aspereza en la actitud de la Reina hacia él. Sin embargo, cuando iba a Buxton, ella deseaba saber cómo se encontraba allí y se ponía triste e irritable con todos nosotros.

Robert no estaba en Buxton cuando yo acompañé a la Reina en uno de sus viajes de verano por el país y por fin llegamos a Wanstead, donde los sirvientes de Robert nos recibieron con toda la pompa que su amo habría deseado.