Es sabido, que cuando murió el Rey, Northumberland colocó a Juana en el trono y, pobre muchacha, reinó sólo nueve días, hasta el triunfo de los partidarios católicos de María.

Mi padre permaneció al margen del conflicto. No podía hacer otra cosa. La ascensión de María al trono, legítima o no, sería desastrosa para él, pero tampoco podía apoyar a la protestante Juana. No se trataba, a sus ojos, de una demanda justa. Sólo había una persona, sólo una, a la que él deseaba ver en el trono. Así que hizo lo que hacen en tales ocasiones los hombres prudentes: dejó la Corte y no tomó partido.

Al hacerse patente que el breve reinado de Juana había concluido, y al ser ésta, con Guildford Dudley, su padre y su hermano Robert, encerrados en la Torre, se nos convocó en el gran salón y allí nuestro padre nos explicó que Inglaterra había dejado de ser lugar seguro para nosotros. Los tiempos iban a ser muy duros para los protestantes. La princesa Isabel se encontraba en situación realmente precaria y, dado que nosotros éramos parientes suyos, mi padre había llegado a la conclusión de que lo más prudente era que abandonásemos Inglaterra.

Al cabo de unos días, estábamos camino de Alemania.




Permanecimos en Alemania cinco años, en los cuales pasé de niña a mujer. Me sentía muy inquieta e insatisfecha con la vida. Resultaba duro estar exiliada del propio país. Todos lo lamentábamos profundamente, sobre todo mis padres, pero ellos parecían hallar consuelo en la religión. Si mi padre se había sentido hasta entonces muy inclinado al protestantismo, al final de su estancia en Alemania, era uno de sus partidarios más firmes. Las nuevas que llegaban de Inglaterra fueron una de las principales razones de su conversión. El matrimonio de la reina María con el rey Felipe de España le hundió en la más profunda desesperación.

—Ahora —decía— tendremos la Inquisición en Inglaterra.

Por fortuna, no se llegó a tanto.

—Hay que tener en cuenta una cuestión —solía decirnos, pues naturalmente, le veíamos más que en Inglaterra, donde estaba entregado a los asuntos de la Corte—. La insatisfacción del pueblo con la Reina se inclinará hacia Isabel. Pero entretanto, lo que más temo es que María tenga un hijo.

Rezábamos por su esterilidad, y a mí me parecía irónico considerar que ella estaba rezando también fervorosamente por lo contrario.

—Me pregunto —dije despreocupadamente a mi hermana Cecilia— qué parte logrará el favor de Dios. Dicen que María es muy devota, pero también lo es nuestro padre. Me pregunto de qué lado está Dios, con los católicos o con los protestantes.

Mis palabras conmovieron muchísimo a mis hermanas. Y también a mis padres.

—Lettice, tendrás que tener cuidado con esa lengua — solía decir mi padre.

Yo no tenía ninguna gana de hacerlo, porque mis espontáneos comentarios me divertían y, desde luego, causaban su efecto en otras personas. Eran una característica (como mi cutis suave y delicadamente coloreado) que me diferenciaba de otras chicas y me hacía más atractiva.

Mi padre nunca dejaba de felicitarse por su prudencia al huir del país cuando aún era posible, pese a que al principio de subir al trono, María mostrase indicios de indulgencia. Liberó al padre de Lady Juana, duque de Suffolk, y se mostró reacia incluso a firmar la sentencia de muerte de Northumberland, que había manejado los hilos que habían unido a la pobre Juana y a Guildford y que les habían hecho Reina y Rey consorte por nueve breves días. De no haber sido por la rebelión de Wyatt, podría haber perdonado a la propia Juana, pues se daba perfecta cuenta de que la joven no había deseado en absoluto subir al trono.

Cuando recibimos en Alemania noticias de la desdichada rebelión de Wyatt, hubo gran pesar en la familia, pues la propia princesa Isabel parecía implicada en el asunto.

—Esto será el fin —mascullaba mi padre—. Hasta ahora ha tenido la buena suerte de eludir a los que pretenden su perdición. Pero ¿qué va a hacer ahora?

No la conocía. Podría ser joven, pero era ya muy diestra en el arte de la supervivencia. Sus retozos con Seymour, que habían terminado con la subida de éste al patíbulo, habían constituido una lección bien aprendida. Cuando la acusaron de traición, demostró su astucia pues fue imposible que los jueces la confundiesen y refutasen sus alegaciones. Contestó hábilmente a sus acusadores, con diplomática pericia, de modo que nadie pudo demostrar nada contra ella.

Wyatt murió bajo el hacha del verdugo, pero Isabel la eludió. Fue encarcelada en la Torre de Londres un tiempo, a la vez que Robert Dudley. (Más tarde habría de descubrir yo el lazo que para ambos significó tal hecho.) Supimos luego que tras unos cuantos meses, había sido liberada de la amenaza de la Torre y había sido trasladada a Richmond, donde la había recibido su hermanastra la Reina que le había comunicado sus planes de casarla con Manuel Filibirto, duque de Saboya.

—Quieren sacarla de Inglaterra —gritaba mi padre—. Eso está muy claro, desde luego.

Astuta como siempre, la joven princesa declinó la oferta y explicó con gran temeridad a su hermana que no podía casarse. Isabel siempre supo hasta dónde podía llegar y lo cierto es que logró convencer a María de que le repugnaba casarse con cualquier hombre.

Cuando la enviaron a Woodstock al cargo del fiel partidario de la Reina María, Sir Henry Bedingfeld, la familia Knolly respiró más tranquila, sobre todo cuando empezaron a filtrarse rumores de la mala salud de la Reina.

Llegaron también terribles nuevas de la feroz persecución que se había desatado en Inglaterra contra los protestantes. Cranmer, Ridley y Latimer perecieron en la hoguera con otras trescientas víctimas, y se decía que el humo de las hogueras de Smithfield era como un negro sudario que colgaba sobre Londres.

¡Cómo aplaudimos la sabiduría de nuestro padre! ¡Quién sabe si nuestro destino no hubiese sido similar al de ellos de habernos quedado!

Aquello no podía continuar, decía mi padre. El pueblo estaba cansado de muertes y persecuciones. El país entero estaba dispuesto a rebelarse contra la Reina y sus partidarios españoles. Sin embargo, cuando llegó noticia de que estaba embarazada, caímos en la desesperación. Pronto se demostró que sus esperanzas («alabado sea Dios», dijo mi padre) carecían de fundamento. La pobre María, enferma como estaba, deseaba tanto un hijo que llegó al punto de engañarse a sí misma fingiendo síntomas de embarazo, siendo como era estéril.

Pero nosotros, que ansiábamos desvergonzadamente su muerte, podíamos prodigarle muy poca simpatía.

Recuerdo bien aquel neblinoso día de noviembre en que llegó el mensajero con la noticia. Era el día que habíamos estado esperando.

Tenía yo entonces diecisiete años, y nunca había visto a mi padre tan emocionado.

—¡Regocijémonos en este día! —gritó en el salón—. La Reina María ha muerto. Isabel ha sido proclamada Reina de Inglaterra por voluntad del pueblo. ¡Viva nuestra Reina Isabel!

Nos arrodillamos y dimos gracias a Dios. Luego, precipitadamente, hicimos los preparativos para el regreso.

Escándalo real



Mucho se sospecha de mí,

nada puede probarse,

dijo Isabel, prisionera.


Escrito con un diamante en el cristal de una ventana de Woodstock por Isabel antes de ser reina.


Volvimos a tiempo para su coronación. Qué día de regocijo popular y de ilusiones ante el futuro. El olor del humo de las hogueras de Smithfield aún parecía colgar en el aire, pero eso sólo aumentaba el júbilo. María la Sanguinaria había muerto y regía nuestra tierra Isabel la Buena.

La vi salir de la Torre a las dos de la tarde de aquel día de enero. Llevaba las vestiduras majestuosas de una Reina y parecía una pieza más de la carroza, cubierta de terciopelo verde, sobre la que había un palio sostenido por sus caballeros, uno de los cuales era Sir John Perrot, hombre de gran corpulencia que se pretendía hijo ilegítimo de Enrique VIII y, por tanto, hermano de la Reina.

Yo no podía apartar los ojos de ella, de su vestido de terciopelo carmesí, su capa de armiño y su sombrero a juego bajo el cual brillaba rojo su pelo al chispeante y crudo aire. Sus ojos castaños eran claros y vivaces, su cutis deslumbrantemente claro. En aquel momento, me pareció hermosa. Me pareció que era todo lo que mi madre nos había contado. Me pareció majestuosa.

Era de estatura media y muy delgada, lo cual hacía que aparentase menos años de los que en realidad tenía. Tenía por entonces veinticinco años y, para una chica de diecisiete, eso era ser muy mayor. Me fijé en sus manos, pues ella parecía llamar la atención hacia ellas desplegándolas el máximo posible, tan blancas, elegantes, de dedos largos y finos. La cara era ovalada y ligeramente alargada. Las cejas tan claras que apenas se veían. Los ojos penetrantes: un amarillo dorado, pero más tarde, a menudo, me parecerían muy oscuros. Era un poco miope y cuando intentaba ver con claridad, solía dar la impresión de penetrar el pensamiento de quienes la rodeaban, lo cual inquietaba muchísimo a todo el mundo. Poseía además una cualidad que incluso entonces (joven como era yo y en tal ocasión) logré percibir, y que hizo que me estremeciera al mirarla.

Luego captó y retuvo mi atención otra persona tan impresionante como ella. Esta persona era Robert Dudley, su Caballerizo Mayor, que cabalgaba a su lado. Nunca había visto un hombre así. Destacaba tanto en el cortejo como la propia Reina. En primer lugar, era muy alto y ancho de hombros y poseía uno de los rostros más hermosos que yo viera en mi vida. Era de noble apostura y su dignidad igualaba a la de la Reina. Pero en su expresión no había soberbia, sino gravedad y un aire de extremada pero tranquila confianza.

Mis ansiosas miradas iban de él a la joven Reina y volvían a él.

Me di cuenta de que la Reina se paraba a hablar con la gente más humilde, y que sonreía y les dedicaba su atención, aunque fuese por muy breve espacio. Supe luego que era política suya no ofender jamás al pueblo. Sus cortesanos padecían a menudo los rigores de su irritación, pero con la plebe era siempre la reina benevolente. Cuando gritaban: «¡Dios salve a su gracia!», ella contestaba: «¡Dios os salve a todos!», recordándoles que se preocupaba tanto por el bienestar de ellos como ellos por el suyo. Le ofrecían ramilletes de flores y, por muy humilde que fuese el que lo hacía, los aceptaba tan graciosamente como si de valiosísimos presentes se tratase. Se decía que un mendigo le había dado un ramo de romero en Fleet Bridge y que aún seguía en su carroza cuando llegó a Westminster.

Nosotros cabalgábamos con el cortejo (¿no éramos, después de todo, sus parientes?) y vimos así los desfiles de Cornhill y el Chepe, que estaba lleno de estandartes y gallardetes que colgaban de todas las ventanas.

Al día siguiente, asistimos a su coronación y la vimos entrar en la Abadía caminando sobre la alfombra púrpura colocada para ella.

Aunque estuviese demasiado distraída para prestar atención a la ceremonia, me pareció muy hermosa cuando la coronaron primero con la pesada corona de San Eduardo y después con la de perlas y diamantes, más pequeña. Y cuando Isabel quedó coronada Reina de Inglaterra sonaron gaitas, tambores y trompetas.

—Ahora la vida será muy distinta para nosotros —dijo mi padre; y qué razón tenía.

Poco después, la Reina envió a buscarle. Le concedió una audiencia y regresó lleno de entusiasmos y esperanzas.

—Es maravillosa —nos dijo—. Es todo lo que debe ser una Reina. El pueblo la adora y ella está llena de buena voluntad hacia todos. Agradezco a Dios que me haya conservado con vida para servir a una Reina así, y juro servirla hasta la muerte.

Isabel admitió a mi padre en su Consejo y le comunicó que deseaba que su buena prima Catalina (mi madre) se convirtiese en dama de su Cámara Regia.

Nosotras, las chicas, estábamos entusiasmadas. Eso significaría que por fin iríamos a la Corte. Tantas horas de estudios musicales (madrigales, laúd y clavicordio), tanta danza, tanto aprender a hacer cortesías y reverencias, todo lo que habíamos soportado para aprender a comportarnos con elegancia y gracia, nos serviría al fin para algo. Hablábamos sin parar; pasábamos toda la noche despiertas discutiendo nuestro futuro, pues no podíamos dormir, de nerviosas que estábamos. Quizás yo tuviese alguna premonición de que caminaba hacia mi destino, tan profunda era la incontrolable excitación que me poseía.

La Reina expresó deseos de vernos, no en grupo sino una a una.