—Pero no es lo mismo, Lettice —dijo la Reina—, ¿Qué habría sido Kenilworth sin él?
A veces, pensaba que ella consideraba de nuevo la posibilidad de casarse con él, pese a todo. Pero suponía que, al hacerse mayor, aquellas emociones que podría haber experimentado de joven, eran menos intensas, y cada vez estaba más enamorada de su corona y del poder que le proporcionaba. Sin embargo, siempre que Robert estaba ausente se producía en ella un cambio de actitud. Christopher Hatton, pese a su buena planta y a su destreza como bailarín, no podía ser para ella lo que Robert. Yo estaba segura de que Isabel utilizaba a Hatton para despertar los celos de Robert, pues tenía que saber que había mujeres en la vida de Robert, dado que ella jamás le había dado la satisfacción que un hombre normal necesita y estaba decidida a demostrarle que era sólo su apasionada devoción por el mantenimiento de la virginidad lo que le impedía tener tantos amantes como él.
Al irme dando cuenta de lo mucho que Robert significaba para ella, me fui sintiendo cada vez más inquieta.
Robert había convertido uno de los aposentos de Wanstead en lo que pasó a llamarse la Cámara de la Reina. En toda la casa se hacía manifiesto el amor de Robert por el esplendor, pero el aposento destinado a la soberana debía, naturalmente, superar a todos los demás. La cama estaba pintada de oro y las paredes cubiertas de tela de oropel, de modo que relumbraba con la luz. Y, sabedor de la pasión de Isabel por la limpieza, había hecho instalar una cámara especial para que pudiese bañarse cuando estuviese allí.
—Es un lugar magnífico, Lettice —me dijo—. Pero de todos modos resulta aburrido sin la presencia de su amo.
Le envió recado comunicándole que estaba en Wanstead y la respuesta de él le encantó. Me la leyó.
—Pobre Robin —exclamó—, se siente muy frustrado, le resulta insoportable pensar que yo esté aquí y no estar él para organizar a sus actores y preparar los fuegos de artificio para entretenerme. Te diré algo: su aparición significaría para mí más que todas las comedias y fuegos de artificio de mi reino. Dice que si hubiese sabido que iba a venir aquí, él habría dejado Buxton sin importarle lo que dijesen los médicos.
Dobló la carta y se la guardó en el pecho.
Deseé fervientemente que le tuviese menos devoción. Sabía que cuando (o quizá si) nos casáramos, sería un grave problema; y había algo más que me inquietaba. Creía estar embarazada. No estaba segura de si esto era bueno o no, pero veía en ello una oportunidad de precipitar las cosas.
No volvería a abortar, si podía evitarlo. El último aborto me había deprimido mucho, pues había un aspecto de mi carácter que me sorprendía. Amaba a mis hijos, y significaban para mí más de lo que hubiera creído posible, y cuando pensaba en los que tendría con Robert me sentía muy feliz. Pero si íbamos a tener una familia, era el momento de empezar.
Los ministros de la Reina nunca habían dejado de instarla a casarse, pues el problema de la sucesión era un motivo constante de inquietud. Afirmaban que de casarse de inmediato, aún habría posibilidad de que diese un heredero al país. Tenía cuarenta y cinco años. Sin duda, era un poco tarde para ser madre por primera vez, pero se conservaba muy bien. No se había entregado jamás a excesos en la comida ni en la bebida; había hecho ejercicio de modo regular; agotaba bailando a la mayoría; cabalgaba y caminaba y estaba llena de energía, tanto física como mental. Creían, en consecuencia, que aún había tiempo.
De cualquier modo, resultaba para ellos una cuestión delicada y difícil de analizar con ella, pues se enfurecía si le sugerían que ya no era joven; así, pues, había mucha actividad secreta y las damas que estaban en íntimo contacto con ella eran a veces objeto de interrogatorios exhaustivos.
Empezaron las negociaciones con Francia. El duque de Anjou se había convertido en Enrique III y su hermano menor, que como duque de Alençon había sido en tiempos pretendiente de la Reina, había tomado de su hermano el título de duque de Anjou al tomar éste el de Rey de Francia. El duque aún estaba soltero y su madre, Catalina de Médicis, consideraría sin duda que un enlace con la corona de Inglaterra sería sumamente ventajoso para su hijo y para Francia.
Cuando había hecho su proposición anteriormente, Isabel tenía treinta y nueve años y él diecisiete, y la diferencia de edad no le había incomodado a ella en modo alguno. ¿Por qué habría de incomodarle ahora que el duque era más maduro y, según había oído yo, un auténtico libertino, y ella quizá sentía la necesidad de darse prisa?
Siempre me sorprendía la emoción que el tema del matrimonio despertaba en ella. Era un aspecto extraordinario de su carácter el hecho de que aquel pequeño francés, de dudosa reputación y apariencia nada apuesta, estuviese considerando la posibilidad de casarse con ella (y ella podría haber conseguido a varios de los príncipes más encumbrados de Europa o al hombre más apuesto de Inglaterra, a quien amaba) la emocionase tanto. Era tan frívola como una jovencita, y realmente actuaba como una jovencita. Aumentaba su coquetería aún más y exigía extravagantes cumplidos y elogios a su apariencia, hablando de trajes, gorgueras y cintas como si fuesen cuestiones de Estado. Si uno no supiese que era astuta diplomática e inteligente estadista, habría parecido que aquella criatura estúpida era indigna de su corona.
Yo había intentado comprender su actitud. Sabía que en el fondo ella no tenía más intención de casarse con el duque de Anjou de la que tenía de hacerlo con cualquier otro pretendiente.. El único con quien había considerado en serio la posibilidad de casarse era Robert Dudley. Pero el tema del matrimonio le fascinaba; podía imaginarse unida con un hombre (con Robert, suponía yo), pero tenía que ser una fantasía. Jamás afrontaría la realidad. En algún punto de los recovecos más oscuros de su mente, estaba este espectro de matrimonio. Quizá se debiese a que su madre, al conjurarlo, lo había pagado con la vida. Nunca lo entendería realmente. Era como una niña que tiene miedo a la oscuridad y sin embargo pide que le cuenten cuentos de miedo y escucha fascinada y pide más.
Yo quería ver a Robert para explicarle que estaba encinta, pues ya estaba segura de ello. Si era sincero cuando decía que debíamos casarnos, aquél era el momento de demostrarlo. Yo no podría seguir en la Corte cuando mi estado resultase notorio. La Reina era muy observadora y yo tenía la impresión de que últimamente me miraba con mucha atención.
Sin embargo, las negociaciones para el matrimonio con el francés apartaban su pensamiento de quienes la rodeábamos. Aunque los que la conocíamos bien estábamos seguros de que no tenía la menor intención de casarse con el duque, había un creciente interés en el país en relación con el matrimonio propuesto y, los que no tenían que tener tanto cuidado con lo que decían, insinuaban que Isabel debía dejar de engañarse a sí misma. No habría descendencia y el matrimonio significaría dar poder a los odiados franceses.
Pero, por supuesto, la Reina podía ser impredecible y nadie podía estar absolutamente seguro de lo que haría. Y había quienes pensaban que si ella realmente había decidido casarse al fin, sería mejor para el país y para ella que eligiese a un inglés, a quien además quería. Todo el mundo sabía quién era y que ella había demostrado sus verdaderos sentimientos para con él a lo largo de muchos años; y dado que era ya el hombre más poderoso de Inglaterra, si pasaba a ser esposo de la Soberana, las cosas no cambiarían mucho.
Astley, uno de los caballeros de la cámara regia, llegó incluso a recordarle que Leicester estaba soltero. Es fácil de imaginar qué recelo provocó esto en mí, pero la rápida respuesta de la Reina me encantó. Estaba furiosa, y comprendí que era porque pensaba que iban a arrebatarle aquel galanteo, del que se proponía extraer el máximo gozo.
Así gritó, para que todos la oyéramos, no sólo la cámara regia sino más allá:
—sería impropio de mí, e indigno de mi majestad soberana, preferir a mi vasallo, al que yo misma encumbré, antes que al mayor príncipe de la cristiandad?
¡Qué insulto para Robert! Su orgullo debía sentirse profundamente herido. Deseé estar con él cuando oí lo que dijo la Reina, porque demostraba que no debía tener ya esperanzas de casarse con ella.
Le envié recado de que debía verme, pues tenía noticias urgentes para él. Vino a Durham House y como la Reina estaba muy ocupada con las negociaciones matrimoniales, tuvo más libertad de la habitual.
Me abrazó con el mismo ardor de siempre, y le dije: —Estoy encinta, Robert, y hemos de hacer algo. Él asintió y continué:
—Pronto se hará patente y entonces habrá dificultades. Tengo permiso de la Reina para retirarme de la Corte porque estoy preocupada por los niños. También pretexté enfermedad. Si vamos a casarnos alguna vez, éste es el momento. La Reina no se casará con vos. Ya lo ha manifestado con suficiente claridad. Y si no va hacerlo, no puede poner ninguna objeción a vuestro matrimonio con otra.
—Eso es cierto —dijo Robert—. Yo lo arreglaré. Ven a Kenilworth y celebraremos allí la ceremonia. No habrá más dilación.
Esta vez era sincero. Estaba furioso con la Reina por su emoción con el pretendiente francés y, por supuesto, ya le habían comunicado lo que ella había dicho. No estaba dispuesto a permitir aquella humillación ante toda la Corte y seguir rendido a sus pies y ser su pareja de baile mientras ella se disponía a entrevistarse con el duque de Anjou, que parecía probable triunfase donde él había fracasado.
El destino me favorecía. Aquel era mi triunfo. Había ganado. La conocía muy bien. Jamás se casaría con el duque de Anjou… no tenía intención alguna de hacerlo. Gozaba fingiendo porque eso enfurecía a Robert y mostraba a todos lo desesperadamente que él deseaba convertirse en su esposo.
Es la corona lo que él quiere, prima, me decía yo a mí misma. ¡Y cómo me hubiese gustado decírselo a ella! Cómo hubiese disfrutado plantándome ante ella y diciéndole que era a mí a quien amaba. «Veis», le habría dicho, malévolamente. «Se ha arriesgado incluso a despertar vuestra cólera casándose conmigo».
Hice el viaje a Kenilworth y allí pasamos por la ceremonia del matrimonio.
—Aún hemos de guardar el máximo secreto —dijo Robert—. Yo elegiré el momento adecuado para decírselo a la Reina.
Yo sabía que él tenía razón en esto, así que lo acepté.
Me sentía feliz. Había logrado mi propósito. Era la condesa de Leicester, la esposa de Robert.
Cuando estaba de vuelta en Durham House, vino a verme mi padre. Siempre había estado pendiente de nosotros, y creo que yo le producía más preocupaciones que ninguno de sus hijos, aun cuando al casarme con Walter él quedó convencido de que me había adaptado definitivamente a la vida doméstica.
Tras la muerte de Walter, había empezado a visitarme con mayor frecuencia y yo estaba segura de que había oído rumores sobre la sospechosa muerte de Walter.
Francis Knollys era un hombre muy bueno y piadoso y me enorgullecía tenerlo por padre, pero con el paso de los años se había vuelto aún más puritano. Estaba muy pendiente de mis hijos y le preocupaba mucho su formación religiosa. Como ninguno de ellos parecía inclinado a la religión, que les resultaba algo más bien aburrido, y yo no tenía más remedio que admitir que estaba de acuerdo con ellos.
En fin, su visita fue inesperada y me resultó imposible ocultarle mi estado. Se alarmó mucho y, tras abrazarme, se apartó de mí y me contempló detenidamente.
—Sí, padre —dije—. Voy a tener un hijo.
Me miró con horror.
—Pero Walter…
—Yo no estaba enamorada de Walter, padre. Estábamos muy distanciados. Teníamos muy pocas cosas en común.
—No es así como debe hablar una esposa de su marido.
—Debo ser sincera con vos, padre. Walter fue un buen esposo. Pero ha muerto, y soy demasiado joven para seguir viuda el resto de mi vida. He encontrado a un hombre al que amo profundamente…
—¡Y vais a tener un hijo suyo!
—Es mi esposo y a su debido tiempo nuestro matrimonio dejará de ser secreto.
—¡Secreto! ¿Qué es esto? ¡Vais a tener un hijo! —me miró horrorizado—. He oído mencionar un nombre unido al vuestro y esto me estremece. El conde de Leicester…
—Es mi esposo —dije yo.
—¡Dios del cielo! —gritó mi padre y era como si rezase en voz alta, pues no podían tener otro sentido aquellas palabras en su boca—. No permitáis, Señor, que esto sea cierto.
—Es cierto —dije, pacientemente—. Robert y yo estamos casados. ¿Qué hay de malo en ello? Me alegró mucho casarme con Walter Devereux. Robert Dudley es un hombre muy superior a lo que pudiera ser nunca Walter.
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