—Es un hombre mucho más ambicioso.

—¿Y qué tiene de malo la ambición?

—Dejemos las discusiones —dijo con firmeza mi padre—% Quiero saber qué es todo esto.

—No soy una niña, padre —le recordé.

—Sois mi hija. Decidme la verdad.

—Ya os la he dicho. No es ninguna tragedia. Es una gran noticia. Robert y yo nos amamos y por eso nos casamos y pronto tendremos un hijo.

—Sin embargo, vos tenéis que ocultaros, ocultar vuestro matrimonio. Lettice, ¿es que no os dais cuenta? ¡Su primera esposa murió misteriosamente! Lleva años esperando casarse con la Reina. He oído cosas inquietantes sobre él y Lady Sheffield.

—Son falsas.

—Según dicen, ella fue su amante y luego su esposa.

—Jamás fue su esposa. Esa historia se propagó porque ella tuvo un hijo con él.

—¿Y os parece aceptable?

—Yo aceptaría muchas cosas de Robert.

—Y ahora os habéis puesto en situación similar a la de Lady Sheffield.

—No es así. Yo estoy casada con Robert.

—Eso creía ella. Mi niña… una niña eres, puesto que pueden engañaros tan fácilmente… Es evidente que él fingió una ceremonia matrimonial con Lady Sheffield. Una ceremonia falsa. Luego, cuando quiso, pudo deshacerse de ella. ¿Es que no os dais cuenta de que os ha puesto en similar situación?

—¡Eso es falso! —grité, pero era difícil impedir que mi voz temblara. Había sido una ceremonia secreta, y Douglass Sheffield había sido sin duda engañada, porque era evidente que era una mujer incapaz de inventar semejante mentira.

—He de ver a Leicester —dijo mi padre con firmeza—. He de descubrir qué es exactamente todo esto y quiero que esa ceremonia se realice ante mis propios ojos y con testigos. Si habéis de ser la esposa de Robert Dudley, debéis de serlo sin dudas, para que no pueda deshacerse de vos cuando desee dedicarse a otra mujer.

Mi padre me dejó luego y quedé preguntándome cuál sería el desenlace.




Pronto lo descubriría.

Mi padre vino a Durham House y con él el hermano de Robert, el conde de Warwick, y un íntimo amigo, el conde de Pembroke.

—Preparaos para viajar de inmediato —dijo mi padre—. Vamos a Wanstead. Allí os casaréis con el conde de Leicester.

—¿Ha aceptado Robert esta segunda ceremonia? —pregunté.

—Está deseoso de celebrarla. Me ha convencido de que os ama y de que su único deseo es que vuestra unión sea legal.

Por entonces, yo estaba en avanzado estado de gestación, pero de todos modos me sentí muy satisfecha de emprender aquel viaje. Cuando llegamos a Wanstead, allí estaba Robert esperando con Lord North, que siempre había sido uno de sus mejores amigos.

Me abrazó y me dijo que mi padre estaba decidido a celebrar aquella ceremonia y que él, por su parte, nada tenía que objetar. No tenía la menor duda de que su máximo deseo era hacerme su esposa y vivir conmigo como mi marido.

A la mañana siguiente, se nos unió mi hermano Richard, y uno de los capellanes de Robert, un tal señor Tindall, que era quien había de celebrar la ceremonia. Y allí, en la galería de Wanstead, mi padre me entregó al conde de Leicester, y se realizó la ceremonia de tal modo y con tales testigos que no pudiera afirmarse de ningún modo que no había tenido lugar.

—Mi hija dará pronto a luz un hijo vuestro —dijo mi padre—, Entonces, será necesario hacer público el matrimonio con el fin de proteger su buen nombre.

—Dejad eso de mi cuenta —le aseguró Robert. Pero no era tan fácil disuadir a mi padre.

—Debe comunicarse públicamente que está legítimamente casada y es la condesa de Leicester.

—Mi querido Sir Francis —Contestó mi esposo—¿os imagináis la cólera de la Reina cuando sepa que me he casado sin su consentimiento?

—¿Entonces por qué no pedisteis su consentimiento?

—Porque nunca me lo habría dado. He de disponer de tiempo para decírselo… he de elegir el momento. Si ella anunciase su compromiso con el príncipe francés, entonces yo podría justificadamente decirle que me he casado.

—Oh, padre —dije, impaciente—. Tenéis que entender todo esto. ¿Pretendéis acaso vernos encerrados en la Torre? En cuanto a vos, ¿cuál sería vuestra postura cuando se supiese que habíais asistido a la ceremonia? Conocéis perfectamente el carácter de Su Majestad la Reina.

Así se acordó y, aquella noche, Robert y yo dormimos en la cámara de la Reina y yo no podía dejar de pensar en Isabel durmiendo allí, creyendo que la cámara sólo se reservaba para sus visitas; y allí estaba yo, en aquel lecho soberbio con mi esposo, del que estaba locamente enamorada, y él de mí, e imaginaba cuán furiosa se habría puesto ella de poder vernos.

Se trataba, sin duda, de la suprema victoria.

Creo que Robert experimentaba también una gran satisfacción con esto, pues, a pesar del placer que yo le proporcionaba, debían haberle irritado las ofensivas palabras de ella. No podía haber tomado mayor venganza.

Qué profundamente unidos estábamos los tres, pues incluso en nuestra noche de bodas ella parecía estar allí con nosotros.

Pero fuese cual fuese el desenlace, era indudable que yo era la esposa de Robert.




Al día siguiente, hubo desconcertantes noticias. Llegó un mensajero de la Reina. Ésta había oído que el conde de Leicester estaba en su finca de Wanstead, y había decidido pasar allí dos noches en la última etapa de su viaje a Greenwich. Como él había estado tan triste, debido a que la última vez que ella había visitado Wanstead él estaba en Buxton tomando las aguas, había decidido acortar su viaje para poder pasar dos días en su compañía.

Daba la sensación de que lo sabía. La idea se nos ocurrió a los dos. Ambos pensamos que lo sabía y que había preparado aquello porque lo sabía. Robert estaba muy alterado cuando me lo explicaba, pues cuando llegase la hora de las explicaciones él había de ser quien las diese y tenía que elegir el momento. No podíamos permitir que lo descubriese por terceras personas. Lo más desconcertante era que esto sucediese al día siguiente de nuestra boda, pero al menos había un aviso. Y tras pensarlo, nos pareció que si ella hubiese sabido realmente lo ocurrido, nunca nos habría enviado el aviso que nos permitía disponer de tiempo.

—Hemos de actuar rápidamente —dijo Robert, y los demás le dieron la razón. Yo debería irme inmediatamente y regresar con mi padre a Durham House. Robert debía quedarse en Wanstead con Warwick y North y disponer lo necesario para recibir a la Reina.

Tuve que aceptar. Mi triunfo en la cama de la Reina había terminado. A regañadientes y un tanto decepcionada, dejé Wanstead y volví a esperar con la máxima paciencia posible que Robert volviese a mí.

Imagino que tantos viajes y tantas emociones resultaron excesivos en mi estado, y quizá por el aborto anterior, me castigase la vida. Lo cierto es que di a luz en el máximo secreto posible un niño prematuro que nació muerto.

Robert tardó algún tiempo en poder venir a verme, pues la Reina estaba tan satisfecha de su compañía en Wanstead que insistió en que volviese a Greenwich con ella. Cuando Robert llegó, yo ya me había recuperado y él me consoló diciendo que tendríamos muy pronto un hijo. La Reina no había demostrado la menor sospecha, así que nuestra alarma era infundada.

Él confiaba en que cuando llegase el momento podría darle la noticia suavemente y con resultados no desastrosos para nosotros. De momento, yo podía pretextar enfermedad; y el hecho de que ella estuviese hablando continuamente de la propuesta de matrimonio del francés lo hacía todo mucho más fácil.

Estuvimos juntos un tiempo en Durham House, pero mi mayor deseo era poder hacer público nuestro matrimonio.

—Todo llegará a su debido tiempo —decía Robert. Estaba muy emocionado. Después de todo, había pasado por gran número "de contratiempos con la Reina y había sobrevivido. Yo no estaba segura de mí misma. Recordaba que en una ocasión había estado desterrada de la Corte durante muchísimo tiempo.

Aun así, la vida resultaba interesante. Era la esposa de Robert, estaba unida a él por un lazo firme, por medio de una ceremonia de la que mi propio padre había sido testigo. Y, dado mi carácter, el jugar aquel peligroso juego con la Reina me resultaba placentero y vivificante.

La traición



Leicester considero definitivamente frustradas sus ambiciosas esperanzas y se casó en secreto con la condesa viuda de Essex, de la que estaba profundamente enamorado. Simier, enterado de este secreto, informó de él inmediatamente a la Reina, pues sospechaba que el interés de ésta por Leicester era el principal obstáculo a su matrimonio con el duque de Anjou.


Agnes Strickland.


Siguieron meses de evasivas. Volví a la Corte y siempre que podíamos, Robert y yo estábamos juntos. La Reina le retenía mucho tiempo a su lado, y yo tenía que contemplar a mi esposo galanteando verbalmente a mi rival, lo que he de confesar que me causaba no pocos celos.

Sabía, por supuesto, que Isabel jamás tomaría verdaderamente un amante y que, en este aspecto, vivía en un mundo ilusorio, sin el menor contenido real; y Robert intentaba compensar mi irritación por todo esto. Audazmente intercambiaba conmigo amorosas miradas en presencia de la Reina; yo sentía a veces, de pronto, la presión de su cuerpo contra el mío y la chispa del deseo alzaba una llama entre los dos incluso en la cámara regia. Le advertí: «Nos descubriréis un día». Me complacía que se arriesgase tanto. Él se encogió de hombros y fingió no preocuparse por ello, pero yo sabía que él procuraba siempre, por todos los medios, mantener el secreto a pesar de los peligros a que se exponía.

Le regalé a la Reina por Año Nuevo un collar de ámbar adornado con perlas y piezas de oro. Dijo que le encantaba. Comentó, sin embargo, que yo le parecía algo pálida y preguntó si me había recuperado de mi enfermedad.

Robert había pensado que debía ser especialmente generoso en sus regalos por si ella pensaba que no le prestaba la misma atención de siempre, y le ayudé a elegir un hermoso reloj tachonado de rubíes y diamantes, y unos botones de rubíes y diamantes con rascadores a juego para el pelo. Sabía que le encantaría llevarlos porque se los había regalado él.

La veía muchas veces mirarlos tiernamente y acariciarlos cuando los tenía en el pelo. Y el reloj estaba siempre junto a su cama.

Jehan de Simier llegó a Londres un día de enero lúgubre y frío. Era un voluble caballero de gentiles maneras que encantó a la Reina, sobre todo cuando se fingió teatralmente abrumado por su belleza… y desde luego estaba resplandeciente cuando recibió al francés. Le explicó lo contenta que estaba de que su Señor hubiese reiterado su solicitud. Ella había pensado en él constantemente y daba la sensación de que, esta vez, nada impediría su matrimonio.

Bailó con él y tocó la espineta en su honor. Parecía deseosa de que él llevase al Duque buenos informes de ella. Dijo que se alegraba de no haber aceptado a su hermano, que siendo duque de Anjou la había pretendido anteriormente. Él había sido infiel y se había casado con otra, y a ella le encantaba la perspectiva de casarse con su querido Alençon, como había sido, y de Anjou como era ahora.

Isabel parecía por lo menos diez años más joven; vestirla era un proceso mucho más prolongado y se había hecho muy meticulosa, riñéndonos si no la peinábamos tal como deseaba. Atenderla era una prueba, aunque al mismo tiempo resultaba divertido. No estaba irritable, pero caía en pequeños arrebatos de cólera si pensaba que no nos esforzábamos al máximo y de cuando en cuando recibíamos un bofetón o un pellizco. Desde luego, a mí me asombraba; aunque no había aparentado nunca su verdadera edad por su figura juvenil y aquel cutis asombrosamente blanco que con tanto esmero procuraba conservar. Era capaz de comportarse como una jovencita que se hubiese enamorado por primera vez. Se engañaba hasta a sí misma, sin embargo, pues no tenía intención alguna de casarse con aquel príncipe francés.

Mantuvo a Simier a su lado y se ocupó de asegurar su bienestar. Le hacía muchas preguntas sobre el Duque. Si era muy distinto a su hermano, etc.

—No es tan alto como su hermano —le contestó él.

—Tengo entendido que el Rey de Francia es muy apuesto y que se rodea de jóvenes casi tan apuestos como él.

—El duque de Anjou no es tan agraciado como su hermano —fue la respuesta.

—Tengo entendido que el Rey es algo vanidoso.