Simier no respondió nada a esto, pues, naturalmente, no quería que se dijese que había incurrido en traición contra su Rey.
—¿Está muy deseoso el joven duque de Anjou de que se lleve a cabo este enlace? —preguntó la Reina.
—Ha jurado conquistaros, Majestad —fue la respuesta.
—No es fácil casarse con un hombre a quien no se ha visto —*dijo ella.
Simier contestó, animoso:
—Majestad, si os dignaseis firmar su pasaporte, vendría inmediatamente a ponerse a vuestros pies.
Pero los auténticos sentimientos de Isabel empezaron a aflorar: siempre había alguna excusa para no firmar el pasaporte.
A Robert le divertía mucho aquello.
—Jamás se casará con el francés —decía.
—Si no va a hacerlo, ¿qué hará cuando se entere de lo nuestro? —le pregunté.
—Eso da igual. No puede esperar que yo permanezca soltero más tiempo, por el hecho de que ella no pueda casarse.
Isabel indicaba claramente que ella quería tener a Simier junto a ella y recibir cartas encantadoras de su pretendiente; manifestaba ardientes deseos de verle, pero seguía sin firmar su pasaporte.
Catalina de Médicis, madre del posible marido, empezaba a inquietarse. Astuta como la propia Isabel, se daba cuenta de que aquella aventura matrimonial seguía el mismo camino que las otras; y no le cabía duda de que la Reina de Inglaterra era un sabroso bocado para su joven hijo que hasta el momento sólo se había distinguido por ser excepcionalmente poco distinguido.
Catalina de Médicis y el Rey de Francia enviaron una carta secreta a Robert, que éste me enseñó, en la que sugerían que cuando el duque de Anjou fuese a Inglaterra, Robert fuese su asesor y le ayudase a familiarizarse con las costumbres del país; deseaban por todos los medios indicarle que el matrimonio no pondría en peligro, en modo alguno, su posición.
Robert se sintió muy complacido y agradecido, porque significaba que su poder se aceptaba hasta en Francia.
—Nunca aceptaré al duque de Anjou —decía—. Tengo entendido que es un tipejo muy feo.
—A ella siempre le han gustado los hombres guapos —añadí yo.
—Así es —contestó Robert—, Un rostro hermoso despierta inmediatamente su interés. Yo le aconsejo que siga el juego al francés, y ya veis que no le ha concedido el pasaporte, como le aconsejé.
—¿Qué le decís cuando estáis solo con ella? —pregunté—. ¿Cómo explica esta actitud tan coqueta con el príncipe francés?
—Oh, ella siempre ha hecho igual. Cuando la critico, me dice que estoy celoso, y eso le agrada, claro.
—Siempre me he preguntado cómo ella, que es tan lista, puede hacerse tan bien la tonta.
—Nunca os dejéis engañar por ella, Lettice. A veces creo que todo lo que hace tiene una segunda intención. Mantiene la paz entre Inglaterra y Francia fingiendo que va a establecer una alianza. Le he visto hacerlo una y otra vez. Ella cree firmemente en la paz, y ¿quién puede decir que no tiene razón? Desde que ella subió al trono, Inglaterra ha prosperado.
—Pero si se lo confesaseis ahora no podría, en realidad, enfadarse.
—¡Cómo que no! ¡Su cólera sería terrible!
—Pero, ¿por qué? ¿No está ella pensando en casarse con ese príncipe francés?
—A ella no se le puede preguntar por qué. Se pondría furiosa. Ella puede casarse, pero yo no. Yo he de ser su esclavo fiel todos y cada uno de los días que me queden de vida.
—Tarde o temprano descubrirá su error.
—Tiemblo de pensarlo.
—¡Tembláis! Siempre habéis sabido manejarla.
—Nunca he tenido que enfrentarme con ella por algo así.
Deslicé mi brazo en el suyo.
—Lo haréis, Robert —dije—. No tenéis más que recurrir a ese encanto al que ninguna de nosotras puede resistirse.
Pero quizás él no entendiese a la Reina tan bien como creía entenderla.
Era imposible mantener mi matrimonio en secreto con mis hijas.
Penélope tenía una gran vivacidad y se parecía tanto a mí que ella resultaba perceptible de inmediato para los observadores, salvo que muchos de ellos decían (y como no creo en la falsa modestia, diré que tenían razón) que parecíamos hermanas. Dorothy era más tranquila, pero atractiva a su modo; y ambas ya tenían edad para interesarse en lo que ocurría a su alrededor, especialmente si se relacionaba con un hombre.
El conde de Leicester era visitante asiduo de la casa, y como ellas se daban cuenta de sus secretas idas y venidas, les resultaba intrigante.
Cuando Penélope me preguntó si tenía una relación amorosa con el conde de Leicester, le dije la verdad, que me parecía la mejor respuesta.
Las chicas se pusieron muy contentas y se emocionaron mucho.
—¡Es el hombre más fascinante de la Corte! >—gritó Penélope.
—Bueno, ¿y por qué habría eso de impedirle casarse conmigo?
—He oído decir que no hay una sola dama en la Corte que os iguale en belleza —dijo Dorothy.
—Quizá lo dijesen sabiendo que erais mi hija.
—Oh, no. En serio. Parecéis tan joven pese a ser nuestra madre… Y en realidad, aunque sois mayor, también el conde de Leicester lo es.
Me eché a reír y protesté:
—No soy vieja, Dorothy La edad está determinada por el ánimo que se tenga y yo lo tengo tan joven como el vuestro. He decidido no envejecer nunca.
—Yo haré lo mismo —me aseguró Penélope—. Pero habladnos de nuestro padrastro, madre.
—¿Y qué puedo deciros? Que es el hombre más fascinante del mundo, como ya sabéis. Yo llevaba tiempo decidida a casarme con él. Y lo hice.
Dorothy parecía algo inquieta. Es evidente que llegan rumores a las aulas, pensé, y me pregunté inquieta si habrían oído algo del escándalo de Douglass Sheffield.
—Es un matrimonio perfectamente legal —dije—. Vuestro abuelo estuvo presente en la ceremonia. Creo que baste que os diga eso.
Dorothy pareció aliviada. La acerqué a mí. La besé en la mejilla.
—No temáis, hijas queridas. Todo irá bien. Robert me ha hablado muchísimo de vosotras. Va a prepararos magníficos matrimonios a ambas.
Ellas escucharon con ojos resplandecientes mis explicaciones de que la posición de su padrastro era tal que las familias más encumbradas del reino se sentirían orgullosas de establecer una alianza con la suya.
—Y vosotras, hijas mías, estáis unidas a él por una relación de parentesco, porque se ha convertido en vuestro padrastro. Ahora vais a empezar a vivir. Pero debéis recordar que de momento, nuestro matrimonio es un secreto.
—Oh, sí —gritó Penélope—. La Reina está enamorada de él y no podría soportar que se casase con otra.
—Así es —confirmé—. Por tanto, recordadlo y chitón.
Las chicas asintieron vigorosamente, encantadas de la situación.
Yo me preguntaba si debíamos seguir adelante con el propuesto enlace entre el sobrino de Robert, Philip Sidney y Penélope, que Walter y yo habíamos pensado que podría ser ventajoso, pero antes de que tuviese tiempo de tratar el asunto con Robert, recibí un mensaje suyo en el que me decía que tenía que dejar la Corte e irse a Wanstead y que quería que yo también fuera allí sin dilación.
Era un viaje de menos de diez kilómetros, así que salí de inmediato preguntándome qué le habría forzado a dejar la Corte tan de improviso.
Cuando llegué a Wanstaead, estaba esperándome muy furioso. Me dijo que, pese a su consejo, la Reina había concedido a Simier el pasaporte que éste había estado solicitando.
—Eso significa que ahora vendrá el duque de Anjou —dijo.
—Pero ella hasta ahora nunca había visto a ninguno de sus pretendientes… Salvo a Felipe de España, si es que puede considerársele pretendiente. Y él nunca vino a cortejarla.
—No puedo entenderlo. Lo único que sé es que está mofándose de mí deliberadamente. Le he dicho una y mil veces que es una necedad traerle aquí. Cuando le mande luego marchar y le rechace, se creará en Francia un gran resentimiento contra Inglaterra. Mientras finja considerar la proposición y coquetee por carta, el asunto es distinto… aunque sea peligroso, como le he dicho repetidas veces. Pero traerle aquí… es una locura.
—¿Y qué le ha impulsado a hacerlo?
—Parece como si hubiese perdido el control. La idea del matrimonio ya ha ejercido antes el mismo efecto en ella, pero nunca con tanta intensidad.
Yo sabía lo que Robert estaba pensando, y quizá tuviese razón. Él era el hombre al que ella amaba, y si sospechaba que se había casado con otra, tenía que estar realmente furiosa. Aquel exabrupto de que no podía rebajarse casándose con un súbdito al que ella había encumbrado, muy bien podía ser el signo externo de una ira interna. Ella quería a Robert exclusivamente para sí. Ella, por su parte, podía coquetear, pero él debía entender que nunca era nada serio. Él era el único. Ahora Robert se preguntaba si ella habría oído rumores de lo nuestro, porque resultaba cada vez más difícil guardar el secreto.
—Cuando me enteré de lo que había hecho —me dijo. Fui a verla y delante de algunos de sus ayudantes me exigió que explicara cómo me atrevía a ir allí sin solicitar primero licencia para hacerlo. Le recordé que lo había hecho muchas veces sin que me lo reprochase, y me dijo que fuese más prudente. Estaba muy extraña. Le dije que dejaría la Corte, pues ése parecía ser su deseo, a lo que ella repuso que si lo hubiera deseado no habría vacilado en decírmelo pero que, ya que yo lo sugería, le parecía buena idea. Así pues, me incliné y estaba a punto de irme cuando me preguntó por qué había irrumpido allí sin respetar el protocolo. Indiqué que no quería hablar ante sus consejeros y ella les despidió.
—Entonces le dije: «Majestad, creo que es un error traer aquí al francés». «Por qué», dijo ella. «¿Creéis que voy a casarme con un hombre sin verle?» Y yo contesté: «No, Majestad, pero deseo fervientemente que no os caséis fuera del país, y rezo por ello».
»Entonces ella se echó a reír y soltó varios juramentos. Dijo que entendía muy bien aquello, pues yo siempre había tenido grandes pretensiones. Me había permitido incluso que debido a que ella me había mostrado cierto favor, podría llegar a compartir conmigo la corona.
»Perdí el control y le contesté que nadie podía ser tan necio como para esperar compartir su corona. Que a lo único que yo aspiraba era a servirla y si había una posibilidad de hacerlo, con carácter confidencial, sería sin duda afortunado.
»Entonces ella me acusó de hacer todo lo posible por impedir que Simier cumpliera su misión, ya que éste se había quejado a ella de la poca afectuosidad con que yo le trataba. Yo me daba excesiva importancia, parecía creerme especialmente importante para ella. Tenía que controlar mis fantasías, pues cuando ella se casase dudaba mucho de que su marido tolerase aquello. Ante lo cual le pedí licencia para abandonar la Corte.
»Entonces, me gritó: "Concedida. Idos, alejaos de aquí. Ya ha habido últimamente en nuestra Corte despliegue excesivo del orgullo y la soberbia del conde de Leicester".
»Así que vine a Wanstead y aquí estoy.
—¿Creéis de veras que se producirá ese matrimonio con el francés?
—No puedo creerlo. Es monstruoso. Ella jamás tendrá un heredero, y, ¿qué otra razón podría haber? Él tiene veintitrés años y ella cuarenta y seis. No lo piensa en serio. No puede pensarlo.
—Yo juraría que considera que se trata de la última oportunidad de interpretar su papel de novia cortejada. Creo que ése es el motivo.
Él movió la cabeza y yo seguí:
—Quizás ahora que habéis perdido su favor, sería un buen momento para hacer público nuestro matrimonio. Después de todo, os ha rechazado. ¿Por qué no habríais de buscar vos consuelo en otra parte?
—En su estado de ánimo, podría ser desastroso. No, Lettice. Dios nos ayude, hemos de esperar un poco más.
Estaba tan furioso con la Reina, que decidí no insistir en el asunto. Hablaba mucho de lo que podría significar para nosotros la pérdida del favor de la Reina, como si tuviese que explicarme a mí lo desastroso que eso podría ser. Un hombre que había gozado de tanto favor tenía inevitablemente que haber provocado muchos rencores. La envidia era la pasión que prevalecía en el mundo y la Corte de Isabel no era ninguna excepción. Robert era uno de los hombres más ricos y poderosos del país… gracias al favor de la Reina Tenía la majestuosa Leicester House del Strand, el incomparable Kenilworth, Wanstead, tierras en el norte, en el sur y en el centro del país, todo lo cual le producía considerables ingresos. Los hombres acudían a él cuando buscaban el favor de la Reina, pues era bien sabido que había habido tiempos en que ella no le negaba nada que le pidiese. Además, encendida por su propia pasión, ella deseaba que todos supiesen la consideración en que le tenía.
"Mi enemiga la reina" отзывы
Отзывы читателей о книге "Mi enemiga la reina". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Mi enemiga la reina" друзьям в соцсетях.