Pero ella era una déspota; el parecido con su padre se hacía patente en muchos de sus actos. Cuántas veces había advertido él a un súbdito «yo os encumbré, lo mismo puedo hundiros». Su vanidad era inmensa y jamás perdonaba un ataque contra ella.
Sí, Robert tenía razón al decir que debíamos tener cuidado.
Durante todo aquel día y buena parte de la noche, hablamos de nuestro futuro, y pese a que Robert no podía creer que ella fuese a casarse con el duque de Anjou, aunque lo trajese a Inglaterra, estaba muy inquieto.
Al día siguiente, llegó recado de la Reina. Robert debía volver a la Corte sin dilación.
Lo discutimos.
—No me gusta —dijo Robert—. Temo que cuando vuelva humildemente ella quiera mostrarme lo mucho que dependo de ella. No iré.
—¿Vais a desobedecer a la Reina?
—Utilizaré las tácticas que ella con tanto éxito utilizó en su juventud. Alegaré que estoy enfermo.
—Así, pues, Robert fingió prepararse para la vuelta, pero antes de que llegase el momento, se quejó de grandes dolores en las piernas diciendo que las tenía muy hinchadas. El remedio que proponían sus médicos cuando sucedía esto era guardar cama, y eso hizo, enviando a la Reina un mensaje en el que acusaba recibo de su recado, pero solicitaba que le disculpase una semana pues estaba demasiado enfermo para viajar y debía guardar cama en Wanstead.
Lo más aconsejable era que permaneciese en sus aposentos, porque teníamos que tener cuidado con quienes nos deseaban mal, no fuesen a ir a la Corte con murmuraciones.
Y, ¿cómo podíamos estar seguros de quiénes eran nuestros amigos?
Yo estaba, venturosamente, en la casa cuando se divisó un grupo de visitantes que se aproximaban. El estandarte real ondeaba al viento, proclamando que se trataba de uno de los viajes de la Reina. Horrorizada, comprendí que venía a visitar al enfermo de Wanstead. Hubo el tiempo justo para procurar que Robert pareciese enfermo y de retirar del aposento todos los indicios que pudiesen indicar que una mujer lo compartía con él.
Luego, sonaron las trompetas. La Reina había llegado a Wanstead.
Oí su voz; estaba exigiendo que la condujesen sin dilación adonde estaba el Conde. Quería asegurarse de su estado, pues se sentía inquieta por su causa.
Yo me había encerrado en uno de los aposentos más pequeños y escuchaba atentamente cuanto sucedía, alarmada ante lo que pudiese significar aquella visita y furiosa porque yo, el ama de la casa, no podía osar salir a la vista de todos.
Tenía algunos criados en los que creía que podía confiar, y uno de ellos me trajo noticias de lo que ocurría.
La Reina estaba con el conde de Leicester, y manifestaba gran preocupación por su enfermedad. No estaba dispuesta a confiar a nadie el cuidado de su querido amigo. Ella se quedaría en la habitación del enfermo, y también debía disponerse el aposento que había reservado para ella en Wanstead.
Me sentí desfallecer. ¡Así que no iba a ser una visita breve!
¡Qué situación! Allí estaba yo, en mi propio hogar, sin derecho a estar en él, por lo que parecía.
Los criados entraban y salían furtivamente de la habitación del enfermo. Oí a la Reina dar órdenes a gritos. Robert no tendría que fingirse enfermo. Debía estar enfermo de angustia preguntándose qué sería de mí y si acabaría descubriéndose mi presencia.
Daba gracias a Dios por el poder de Robert y el miedo que en muchos provocaba, pues lo mismo que la Reina podía humillarle, podía él vengarse de cualquiera que no le complaciese. Además, tenía una sombría reputación. La gente aún recordaba a Amy Robsart y a los condes de Sheffield y Essex. Se decía que los enemigos del conde de Leicester debían procurar no comer a su mesa.
En consecuencia, no tenía por qué temer una traición.
Tenía, sin embargo, un problema. Si me iba y me veían salir, estallaría una auténtica tormenta. Pero, ¿era seguro para mí seguir oculta en la casa?
Decidí esto último y recé para que la estancia de Isabel fuese breve. Ahora, suelo reírme pensando en aquel período, aunque entonces no era, ni mucho menos, divertido. Tenían que subirme la comida furtivamente. Yo no podía salir. Tenía que tener a mi fiel doncella vigilando continuamente.
Isabel estuvo en Wanstead dos días con sus noches, y hasta que no vi desaparecer el cortejo (desde la ventana de un pequeño aposento) no me atreví a salir.
Robert aún seguía en la cama, y con excelente ánimo. La Reina había sido muy atenta. Había insistido en cuidarle ella misma. Le riñó por no cuidarse más de su salud, y dejó en claro que le quería como siempre.
Él estaba seguro de que no habría matrimonio con el francés y de que su propia posición en la Corte seguiría siendo igual de firme que siempre.
Le indiqué que ella se enfurecería cuando se enterase de que él se había casado, dado que no había disminuido en absoluto el amor que por él sentía. Pero Robert estaba tan satisfecho por haber recuperado su favor, que se negaba a aceptar esta desagradable posibilidad.
¡Cómo nos reímos de la aventura una vez pasado el peligro!
Pero seguía alzándose ante nosotros el problema de hacer público nuestro matrimonio. Y un día u otro, ella tendría que saberlo.
Robert estaba aún en Wanstead cuando nos enteramos de que había habido un accidente en Greenwich que había estado a punto de costar la vida a la Reina.
Al parecer, Simier estaba conduciéndola a su embarcación cuando uno de los guardias disparó un tiro. El barquero de la Reina, que estaba sólo a dos metros de ella, resultó herido en ambos brazos y cayó sangrando al suelo.
El hombre que había disparado fue apresado de inmediato y la Reina centró su atención en el barquero que yacía a sus pies.
Cuando Isabel se convenció de que aquel hombre no estaba mortalmente herido, se quitó su pañuelo y maridó a los que le atendían que le vendaran, para cortar la hemorragia, mientras ella le alentaba con sus palabras diciéndole que se cuidaría personalmente de él y de su familia. La bala iba dirigida a ella, de eso estaba segura.
El hombre que había disparado (un tal Thomas Appletree) fue llevado a prisión y la Reina siguió hacia su barca, hablando con Simier.
Se habló del incidente en todo el país; y cuando Thomas Appletree compareció ante el tribunal declaró que no había tenido ninguna intención de disparar y que se le había disparado el arma sola por accidente. La Reina, haciendo gala de la misericordia que siempre le gustaba mostrar con sus humildes súbditos, fue a ver al acusado y declaró que estaba convencida de su honradez y de que decía la verdad. Él cayó de rodillas y le dijo con lágrimas en los ojos que nunca había tenido más deseo que el de servirla.
—Os creo —dijo ella—. Fue un accidente. Diré a vuestro amo, mi buen Thomas, que vuelva a aceptaros a su servicio.
Luego dijo que el hombre que había resultado herido debía recibir todos los cuidados necesarios y, como resultó que la herida no era grave, el incidente pareció quedar olvidado.
Pero no fue así. Muchos sabían que el conde de Leicester había discutido con la Reina sobre la concesión del pasaporte al duque de Anjou. Simier se quejaba de que Leicester había hecho todo lo posible para que su misión fracasase. Y, dada la reputación de Robert, pronto empezó a murmurarse que él había preparado todo aquello para eliminar a Simier.
El propio Simier llegó a creerlo y decidió vengarse. Descubrimos de qué modo cuando el conde de Sussex llegó cabalgando a Wanstead.
Thomas Radcliffe, tercer conde de Sussex, no era gran amigo de Robert. De hecho, existía una feroz rivalidad entre ambos y Robert sabía muy bien que Sussex lamentaba los favores que la Reina había prodigado a su favorito. Sussex era ambicioso, lo mismo que los demás hombres que andaban alrededor de la Reina, pero se ufanaba de que su único motivo era servirla y que lo haría aunque al hacerlo la ofendiese. Tenía poca imaginación y poco atractivo y, desde luego, no era uno de los favoritos de Isabel, pero ésta le conservaba a su lado por su honradez y su sinceridad, lo mismo que a Burleigh por su sabiduría; y aunque les zahiriese y descargase en ellos su cólera, siempre les escuchaba y seguía a menudo sus consejos; jamás había prescindido de ninguno de ellos.
Sussex estaba muy serio, me di cuenta en seguida, y parecía también mostrar cierta complacencia, pues las noticias que traía eran que Simier, furioso por lo que creía un atentado contra su vida por parte de Leicester, le había dicho a la Reina lo que mucha gente ya sabía, aunque a ella se le hubiese ocultado: que Robert y yo estábamos casados.
Robert me pidió que fuese con ellos, pues no tenía ningún sentido ya mantener en secreto mi presencia.
—Estáis en un grave aprieto, Leicester —dijo Sussex—. Será mejor que os mostréis afligido. Nunca he visto a la Reina tan furiosa.
—¿Qué ha dicho? —preguntó tranquilamente Robert.
—principio no quería creerlo. Gritó que eran mentiras. No hacía más que repetir «Robert jamás haría eso. Jamás se atrevería». Luego os llamó traidor y dijo que la habíais traicionado.
—Ella me ha menospreciado —protestó Robert—. Ahora mismo está considerando la posibilidad de casarse. ¿Por qué ha de afectarle tanto mi matrimonio?
—No atiende a razones. No hace más que decir que os encerrará en la Torre. Dijo que ibais a pudriros en la Torre y que ella se alegraría de verlo.
—Está enferma —dijo Robert—. Sólo una mujer enferma podría comportarse así. Es absurdo, me ofreció a la Reina de Escocia y quería que me casase con la princesa Cecilia.
—Mi señor Leicester, se dice que ella jamás habría permitido tales matrimonios y si lo hubiese hecho habrían sido matrimonios políticos. Fue cuando se enteró de con quién os habíais casado cuando aumentó su furia.
Entonces se volvió hacia mí y dijo, disculpándose:
—No os insultaré, señora, repitiendo los calificativos que os dedicó la Reina. Parece estar más furiosa con vos que con el Conde.
Lo comprendía perfectamente. Ella conocía la pasión que existía entre nosotros. No me había equivocado cuando la vi observarme tan detenidamente. Sabía que había en mí un poder que atraía a los hombres, del que ella carecía pese a toda su gloria. Nos imaginaba a Robert y a mí juntos y debía pensar que lo que compartíamos era algo que ella, por su propio carácter, jamás podría gozar. Y me odiaba por ello.
—No, no he visto nunca a la Reina tan furiosa —continuó Sussex—. Parecía realmente a punto de volverse loca. No hacía más que repetir que os haría lamentar vuestras acciones… a ambos. A vos, Leicester, quería realmente encerraros en la Torre. Me costó mucho trabajo conseguir que no diese la orden.
—Entonces he de daros las gracias por ello, Sussex.
Sussex miró a Robert con acritud.
—Me di cuenta de que la Reina se perjudicaría dando tal orden. Permitiría que sus emociones nublaran su buen sentido. Le indiqué que no era ningún acto criminal contraer un matrimonio honorable, y que si ella mostraba a sus súbditos lo profundamente furiosa que estaba, ellos podrían hacer mil conjeturas sobre su conducta, que irían en detrimento suyo. Y así fue calmándose, pero manifestó muy claramente que no deseaba veros y que deberíais manteneros lejos de su presencia. Debéis ir a la Torre Mireflore del Parque de Greenwich e instalaros allí. No ha dicho que os ponga guardia, pero debéis consideraros prisionero.
—¿He de acompañar yo a mi esposo? —pregunté.
—No, ha de ir solo, señora.
—¿Y no dio la Reina ninguna orden referente a mí?
—Dijo que no deseaba volver a veros nunca, que no quería ni oír pronunciar vuestro nombre. Y he de deciros, señora, que cuando se os menciona se apodera de ella una pasión tal que si vos estuvieseis presente sería capaz de enviaros directamente al patíbulo.
Así, pues, había sucedido lo peor. Y ahora teníamos que afrontar las consecuencias.
Robert se apresuró a obedecer la orden de la Reina y partió hacia Mireflore. Yo fui con mi familia a Durham House.
Estaba claro que todos habíamos caído en desgracia. Aunque al cabo de unos días, la Reina se suavizó un poco y mandó recado a Robert de que podía dejar Mireflore y volver a Wanstead, donde yo me uní a él.
Lady María Sidney vino a visitarnos camino de Penshurst. Consideró necesario abandonar la Corte, pues la Reina no hacía más que acusar a su hermano Robert, y sobre todo a mí, cosa que le resultaba muy desagradable; y cuando indicó a la Reina que estaba segura de que la familia Dudley no gozaba ya de su favor, y le pidió licencia para retirarse al campo, le fue concedida. Isabel había dicho que el miembro de aquella familia al que ella tanto favor había prodigado se lo había pagado tan mal que prefería no recordarlo. Nunca olvidaría lo que había hecho Lady María por ella, pero estaba dispuesta a permitir que se retirara por un tiempo a Penshurst.
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