Hablamos con Lady María del futuro. Yo estaba embarazada y ansiaba tanto un hijo que no me importaba gran cosa todo aquello. Me daba perfecta cuenta de que jamás volvería a ser bien recibida en la Corte y que la Reina sería mi enemiga durante toda la vida; pues, hiciese lo que hiciese (aunque se casase con el duque de Anjou, lo que en el fondo yo sabía que no haría), nunca olvidaría que le había arrebatado el hombre que amaba, y nunca me perdonaría haberle hecho enamorarse de mí hasta el punto de arriesgar su futuro casándose conmigo. Pese a engañarse a sí misma sobre sus encantos, sabía perfectamente que si hubiese sido una elección normal entre dos mujeres, yo habría sido la elegida. Esa certeza se alzaría siempre entre nosotras y me odiaría por ello.

Pero me había casado con Robert. Iba a tener un hijo suyo y, en aquel momento, nada me importaba la Reina.

Lady María pensaba que aquello era el fin del favor de que la familia gozaba en la Corte, y parecía muy probable que la Reina se casase con el duque de Anjou por despecho.

Yo discrepaba. La conocía bien, y creo que esta rivalidad entre nosotras me había dado una capacidad especial para comprenderla. En muchos aspectos superficiales, era una mujer irracional e histérica, pero por debajo de esto era fuerte como el hierro. No creía que fuese a cometer jamás un acto que no le pareciese oportuno políticamente. Era cierto que había concedido el salvoconducto para que el duque de Anjou viniese a Inglaterra. Pero el pueblo era contrario a una alianza con los franceses. La única razón del matrimonio podría ser conseguir un heredero, y la edad de la Reina hacía muy improbable tal posibilidad. Además, se pondría en ridículo al casarse con un hombre tan joven, casi un muchacho. Sin embargo, como quería disfrutar de la alegría del galanteo, como quería crear la ilusión de que era núbil, y quizá, también, por sentirse profundamente herida por el matrimonio de Robert conmigo, continuaría con aquella farsa.

¿Era aquélla la forma de actuar de una mujer sensata y razonable?

No lo parecía. Y, sin embargo, bajo todo aquello, estaba la mano de hierro de la astuta estadista, la mujer que sabía cómo hacer inclinarse ante ella a los hombres más inteligentes de su reino y poner a su servicio todo su talento.

El no volver a estar cerca de la Corte crearía un vacío en mi vida; pero mientras viviéramos allí, existiría un lazo entre nosotras: la Reina y yo. Lazo que hasta podría verse reforzado por el odio. Le había demostrado al fin mi propia importancia. Había logrado la mayor victoria de nuestra lucha al esclavizar a Leicester de forma tal que estuvo dispuesto a ofenderla casándose conmigo. Nada podría haber sido más revelador que esto en la relación de los tres. Y de esto ella era plenamente consciente. Yo había demostrado sin lugar a dudas no ser en absoluto el insignificante tercero de nuestro triángulo.

María partió para Penshurst, y a poco de su partida Robert recibió una citación de la Reina. Había de comparecer ante ella.

Partió lleno de presentimientos y, a su debido tiempo, regresó a Wanstead lleno de sentimientos contradictorios.

La Reina le había recriminado, le había llamado traidor e ingrato; había enumerado todo cuanto ella había hecho por él, recordándole que le había ensalzado y que, con la misma facilidad, podría hundirle.

Le contestó él que ella había dejado claro a lo largo de muchos años que no tenía intención alguna de casarse con él y que se consideraba con derecho a una vida de familia y a hijos que le sucedieran. Estaba dispuesto a servir a su Reina con su propia vida, le había dicho, pero creía que podía disfrutar de las satisfacciones de la vida de familia sin menoscabo del servicio a su Reina y a su país.

Ella le escuchó muy sombría, y le advirtió por último que tuviera cuidado.

«Os diré algo, Robert Dudley», le gritó. «Os casasteis con una loba, y a vuestra propia costa lo descubriréis.»Así que yo pasé a ser la Loba. Tenía la Reina la costumbre de poner motes a quienes la rodeaban. Robert había sido siempre sus Ojos, Burleigh su Alma y Hatton su Carnero. Comprendí que a partir de entonces yo sería la Loba: la imagen que de mí tenía era, pues, la de un animal salvaje a la busca de víctimas con que satisfacer mis violentas pasiones.

—Parece decidida a casarse con Anjou —dijo Robert.

—No lo hará.

—En el estado de ánimo en que se halla es capaz de cualquier cosa. Estuvo denostándome y maldiciéndome con unos gritos que podían oírse en todos los rincones de palacio.

—De todas formas —dije—, dudo mucho que tome a Anjou por esposo.

El príncipe gabacho



Cuan herido, y hasta alejado de vos, se sentirá vuestro pueblo al veros tomar a un esposo francés y papista, pues tal le considera el pueblo llano, que es hijo de la Jezabel de nuestro tiempo, cuyo hermano sacrificó el matrimonio de su propia hermana, utilizándolo para matar a nuestros hermanos de religión. Mientras sea francés en potencia y papista de fe, ni podrá protegeros ni os protegerá gran cosa, y, si llega a ser Rey, su protección será como el escudo de Ayax, que más abominaba que protegía a quienes lo usaban.


Philip Sidney.


…Parece que Inglaterra tendrá que soportar otro matrimonio francés, si el Señor no impide que tal desgracia caiga sobre nosotros permitiendo a Su Majestad ver el pecado y el castigo que de él derivaría.


John Stubbs.


Otra crisis sobrevino a mi familia. Entre Penélope y Philip Sidney existía el acuerdo tácito de casarse. Walter había deseado ardientemente este matrimonio y lo había mencionado en su lecho de muerte, allá en Dublín.

Philip Sidney era un hombre insólito. Casi parecía etéreo y no manifestaba ansia alguna de casarse, y quizá fuese por esta razón por lo que se demoraba el compromiso.

Recibí una llamada de Francis Hastings, conde de Huntingdon, que había sido nombrado tutor de mis hijas. Huntingdon era un hombre muy importante, sobre todo porque tenía ascendencia real por rama materna, pues uno de sus antepasados había sido el duque de Clarence, hermano de Eduardo IV; y, debido a esto, tenía ciertos derechos al trono y creía que esos derechos eran superiores a los de la Reina de Escocia y los de Catalina Grey.

Era un hombre categórico y un firme protestante, y existía la posibilidad de que, puesto que parecía improbable que Isabel proporcionase herederos al país, él pudiese un día heredar la Corona. Su esposa, Catalina, era hermana de Robert; se habían casado en la época en que el padre de Robert había procurado por todos los medios casar a sus hijos con las familias más influyentes del Reino.

Vino pues a verme y me dijo que creía llegada la hora de buscar maridos a mis hijas y que tenía una propuesta para Penélope. Señalé que ella se entendía muy bien con Philip Sidney, pero él movió la cabeza y dijo:

—Leicester ha perdido el favor de la Reina y es probable que no lo recupere. A Penélope no le interesa la alianza con un miembro de esa familia; Robert Rich se ha enamorado de ella y quiere hacer una propuesta de matrimonio.

—Su padre ha muerto hace muy poco, ¿no?

—Sí, y Robert ha heredado el título y una fortuna muy considerable. Su apellido le describe muy bien.

—Sondearé a mi hija al respecto.

Pero Huntingdon parecía impaciente.

—Mi querida señora, es una boda muy ventajosa. Vuestra hija debería aceptar la proposición con gran alegría.

—Dudo que lo haga.

—Lo hará, pues es lo mejor para ella. Seamos francos. Ella es vuestra hija y vos no os halláis en buena posición con la Reina. No sabemos si Leicester recuperará el favor real, pero Su Majestad ha jurado que no volvería a recibiros. Dadas las circunstancias sería conveniente para vuestras hijas un matrimonio juicioso.

Comprendí que tenía razón y dije que le plantearía la cuestión a Penélope.

Lord Huntingdon se encogió de hombros impaciente, indicando que resultaba innecesaria la consulta con la futura esposa. Era un buen enlace, el mejor que Penélope podía esperar dado que su madre había caído en desgracia, y debía aceptarse sin dilación.

Pero yo conocía a Penélope. No era muchacha débil y tenía una visión muy clara de sí misma.

Cuando le hablé de la visita de Lord Huntingdon y de su propósito, se mostró firme.

—¡Lord Rich! —gritó—. Le conozco y no quiero casarme con él decida lo que decida Lord Huntingdon. Vos sabéis que estoy comprometida con Philip.

—Estáis en edad de casaros, y él no muestra el menor deseo de hacerlo. Huntingdon opina que el hecho que yo haya caído en desgracia repercutirá en vos y que, en consecuencia, deberíais considerar un buen matrimonio mientras os sea posible.

—Ya lo he considerado —dijo Penélope, con firmeza—. No quiero casarme con Robert Rich.

No insistí en el asunto porque sabía que sólo alimentaría su terquedad. Quizá cuando se fuese acostumbrando a la idea no le resultaría tan repulsiva.

Hubo gran conmoción en el país cuando vino a la Corte el duque de Anjou. Llegó de un modo calculado para conquistar el corazón de la Reina, pues llegó a Inglaterra en secreto, acompañado sólo de dos criados y se presentó en Greenwich, donde solicitó permiso para arrojarse a los pies Isabel.

Nada podría haber satisfecho más a ésta y su enamoramiento (suponiendo que tal fuese) asombró a todos. Pocos hombres habría menos atractivos que el príncipe francés. Era muy bajo (enano, casi) y había sufrido de niño un grave ataque de viruela que le había dejado muchas cicatrices en la piel y había dado a ésta un tono desvaído. Se le había ensanchado la punta de la nariz y la tenía como partida en dos, lo que le daba una apariencia de lo más extraña. A pesar de esto, siendo como era un príncipe, había podido llevar una vida de libertinaje, a la que se había entregado sin control.

Se había negado a estudiar, de modo que su educación era muy escasa. Carecía por completo de principios, morales o religiosos, y estaba dispuesto a hacerse protestante o a ser católico según le conviniese. Lo que sí tenía era cierto encanto en la persona y en los modos y gran destreza en el halago y en el fingir… y esto afectó a la Reina. Cuando se sentaba en una silla era como una rana y la Reina se dio cuenta en seguida y con su pasión por los apodos, lo convirtió en seguida en su Ranita.

Yo sentía gran despecho por no estar en la Corte y poder ver la farsa, el pequeño príncipe francés de veintipocos años, repugnantemente feo, haciendo el papel de ardiente enamorado, y la respetable Reina de cuarenta y tantos, derritiéndose con sus ardorosas miradas y sus apasionadas declaraciones. Podía resultar muy cómico, mas distaba mucho de serlo lo que estaba en juego, y no había hombre que estimase verdaderamente los intereses de la Reina y del país que no se sintiese despechado. Supe que hasta los mayores enemigos de Robert consideraban una desdicha que no se hubiese casado con él y hubiese dado ya un heredero al reino.

Robert, aunque seguía en desgracia, se vio obligado a acudir a la Corte, y yo a veces me preguntaba si ella no habría organizado todo aquel repugnante espectáculo sólo por torturarle. Me enteré de que se había hecho hacer un adorno en forma de rana (de diamantes sin tacha) y que lo llevaba puesto a todas partes.

Durante unos cuantos días, el Duque apenas se apartó de su lado, y paseaban por los jardines, charlando y divirtiéndose, cogidos de la mano, e incluso se abrazaron en público; y cuando el príncipe volvió a Francia, lo hizo con la certeza de que habría matrimonio.

Y a principios de octubre, Isabel reunió a su Consejo para decidir sobre su boda, y como Robert aún formaba parte del Consejo, estuvo presente, por lo que pude saber lo que pasó.

—Mientras ella no estuvo presente —me contó Robert—, pude tratar la cuestión con libertad, y como un asunto puramente político. Parecía haber ido ya tan lejos con el Príncipe que era ya difícil retroceder, y el matrimonio quizá resultase inevitable por ello. Todos sabíamos la edad de la Reina, y parecía muy poco probable que pudiese dar un heredero, y, si por casualidad lo hiciese, peligraba su vida en el trance. La Reina tenía años suficientes para ser la madre del Duque, dijo Sir Ralph Sadler, y era, sin duda, cuestión que exigía un general acuerdo. Sin embargo, conociendo el carácter de Isabel, consideramos impensable sugerir que se desechase el proyecto, pero nos comprometimos a pedirle que nos informase de sus deseos y a asegurarle que procuraríamos acomodarnos a ellos.