—Eso no le gustó, estoy segura —comenté—■. Ella quería que le pidieseis que se casara y que diese un heredero al país, manteniendo la ilusión de que aún era joven.
—Tenéis razón. Nos miró furiosa a todos cuando se lo dijimos (a mí sobre todo), y dijo que algunos estaban muy dispuestos a casarse, pero querían negar esta posibilidad a otros. Dijo que habíamos hablado durante años como si la única seguridad para ella fuese casarse y tener un heredero. Ella había supuesto que le pediríamos que siguiese adelante con el matrimonio y había sido una estúpida al pedirnos que deliberáramos en su nombre, pues era cuestión demasiado delicada para nosotros. Ahora habíamos sembrado de dudas su resolución y disolvería la reunión para pensar a solas.
Había estado de muy mal humor todo aquel día, riñendo a todos; y estoy segura de que todos aquellos cuyos deberes les acercasen a su persona debieron soportar su mal humor.
Burleigh convocó el Consejo y dijo que como ella parecía decidida a casarse, quizá debiesen aceptarlo, pues tal era su carácter que cualesquiera fuera el consejo que le dieran, ella seguiría su propia inclinación.
Ni siquiera entonces pude creer yo que se casase con el Duque. El pueblo estaba en contra, y ella siempre lo había tenido muy en cuenta.
Robert decía que pocas veces la había visto de tan mal humor. Parecía que el francés la hubiese hechizado. Debía ser un mago, pues pocos habían visto hombre tan feo. Sería ridículo que lo aceptase. De cualquier modo, los ingleses odiaban a los franceses. ¿No habían apoyado los franceses a María, la reina de Escocia, y le habían inculcado sus grandiosas ideas sobre sus derechos al trono? Isabel, si se casaba, caería en el juego de los franceses. Podía haber una rebelión en el país. Desde luego, el conde de Anjou era protestante… de momento. Era, y todo el mundo lo sabía, como una veleta. Hoy hacia el norte, mañana hacia el sur…, sólo que en este caso, norte y sur serían católico y protestante. Cambiaba según soplase el viento.
Fuimos a Penshurst a consultar con los Sidney qué sería lo mejor.
Nos hicieron un gran recibimiento. Siempre me había asombrado la lealtad familiar de los Dudley. A Robert se le recibía con más cariño aún ahora que había caído en desgracia que cuando estaba en la cima del poder.
Recordé que María había dejado la Corte porque ya no podía soportar lo que se decía allí de su hermano, y Philip se había ido a Penshurst por la misma razón. Él era un favorito especial de la Reina. Le había nombrado copero suyo. Pero le había dado licencia para irse porque había dicho que se ponía tan hosco y triste cada vez que ella le hacía saber lo enfadada que estaba por la conducta de aquel tío suyo, que le daban ganas de tirarle de las orejas.
Philip era más que guapo, hermoso. A la Reina le gustaba por su aspecto y cultura, por su honradez y bondad; pero, por supuesto, el tipo de hombre que a ella le atraía era otro completamente distinto.
Philip estaba muy preocupado por el compromiso, pues decía que resultaría un desastre si se producía y se decidió que como tenía gran facilidad de palabra, sería una buena idea que escribiese una carta a la Reina planteándole sus objeciones.
Así, pues, esos días de Penshurst se dedicaron a discutir estos temas. Robert y yo paseábamos por el parque con Philip y hablábamos de los peligros del matrimonio de la Reina, y aunque yo insistía con firmeza en que ella jamás se casaría, vacilaban ellos en sus opiniones. Aunque pudiese parecer que Robert la conocía mejor que nadie (había estado realmente muy próximo a ella), yo tenía la sensación de conocer a la mujer que había en Isabel.
Philip se encerró en su estudio y logró escribir la carta y nos la leyó a todos, que la comentamos y la retocamos. La redacción final fue ésta:
Cuan herido, y hasta alejado de vos, se sentirá vuestro pueblo al veros tomar a un esposo francés y papista, pues así le considera el pueblo llano, que es hijo de la Jezabel de nuestro tiempo, cuyo hermano sacrificó el matrimonio de su propia hermana, utilizándolo para matar a nuestros hermanos de religión…
Se refería a Catalina de Médicis, conocida en toda Francia como la Reina Jezabel, por lo muy detestada que era, y a la matanza de la noche de San Bartolomé, que había tenido lugar al llenarse París de hugonotes para el matrimonio de Margarita, hermana del duque de Anjou, con Enrique de Navarra.
Mientras que sea francés en potencia y papista de fe, ni podrá protegeros ni os protegerá gran cosa, y, si llega a ser Rey, su protección será como la del escudo de Ayax, que más bien aplastaba que protegía a quienes lo usaban.
Enviamos la carta y esperamos en Penshurst con impaciencia.
Pero se produjo otro incidente que sin duda hizo la carta de Philip menos significativa de lo que podría haber sido. Pasó a primer plano John Stubbs.
Stubbs era un puritano que se había graduado en Cambridge y a quien interesaban las actividades literarias. Su odio al catolicismo le había puesto en peligro. Tan violenta era su oposición al matrimonio con el francés que publicó un folleto titulado: «El descubrimiento de un vasto abismo en el que Inglaterra puede verse precipitada por otro matrimonio francés, si el Señor no impide que caiga esta aflicción sobre nosotros, haciendo ver a Su Majestad el pecado y el castigo que de ello derivaría».
El folleto no atacaba para nada a la Reina, de la que Stubbs se declaraba humilde súbdito, pero en cuanto vi el escrito supe que Isabel se pondría furiosa. No por su contenido político y religioso sino porque John Stubbs comentaba que la edad de la Reina no permitiría que el matrimonio fuese fructífero.
Tanto se enfadó la Soberana (tal como yo había supuesto) que ordenó se prohibiese el folleto y se juzgase a los responsables (el escritor Stubbs, el editor y el impresor) en Westminster. Fueron condenados los tres a perder la mano derecha y, aunque más tarde se perdonó al impresor y sólo se ejecutaron las otras dos crueles sentencias, fue Stubbs quien se distinguió dirigiéndose a la multitud reunida y explicando que perder la mano no alteraría su lealtad a la Reina. Luego, les cortaron la mano derecha a los dos de un golpe (con un cuchillo de carnicero y un mazo) a la altura de la muñeca. Cuando la mano derecha de Stubbs cayó, éste alzó la izquierda y gritó: «¡Viva la Reina!» antes de caer desmayado.
Este suceso, del que informaron a Isabel, debió conmoverla; y aunque por entonces yo me maravillaba a veces de su aparente locura, cuando lo pienso ahora puedo ver en todo ello un astuto propósito.
Mientras jugaba con el duque de Anjou (y estuvo haciéndolo durante un año o dos) estaba disputando en realidad una partida de alta política con Felipe de España, a quien temía mucho; y, como se vería luego, por muy buenas razones. Su mayor deseo era evitar una alianza entre sus dos enemigos; mas, ¿cómo iba a aliarse Francia con España cuando uno de sus hijos estaba a punto de convertirse en consorte de la Reina inglesa?
Era una política inteligente y los hombres que la rodeaban no se dieron cuenta de lo que hacía hasta más tarde. Luego ya resultó evidente.
Además, en la época en que ella jugaba con su príncipe rana y se ganaba cierta hostilidad entre el pueblo, estaba sembrando discordia entre el Rey de Francia y su hermano. Planeaba ya, como se demostraría posteriormente, enviar al antiguo príncipe protestante a Holanda para que emprendiera allí por ella la lucha contra España.
Pero eso sería después. Entretanto, coqueteaba y jugaba con el pequeño príncipe y ni él ni los cortesanos y ministros ingleses entendían sus motivos.
El día en que nació nuestro hijo, fue para Robert y para mí un día maravilloso. Le pusimos Robert de nombre e hicimos grandes proyectos para él.
Me sentí satisfecha durante un tiempo sólo por tenerle, y me alegró mucho saber del matrimonio de Douglass Sheffield con Sir Edward Stafford, embajador en París de la Reina. Fue Stafford quien negoció el propuesto matrimonio de Isabel con el duque de Anjou, y su habilidad en el manejo de estas cuestiones resultó muy del agrado de la Reina.
Llevaba un tiempo enamorado de Douglass, pero la insistencia de ésta en que había existido un enlace matrimonial entre ella y Leicester, les había impedido casarse. Al hacerse público y notorio mi matrimonio con Robert, Douglass (actuando de un modo típico en ella) se casó con Edward Stafford, admitiendo así tácitamente que nunca podía haber existido enlace matrimonial firme entre ella y Robert.
Esto resultaba confortante, y sentada con mi niño en brazos, me prometí que todo iría bien y a su debido tiempo recuperaría incluso el favor de la Reina.
Me preguntaba qué sentiría Isabel al saber que Robert y yo teníamos un hijo, pues estaba segura de que ella ansiaba un hijo más aún que un marido.
Por amigos de la Corte supe que había recibido la noticia en silencio, y que había tenido luego un arrebato de cólera, así que sospeché el efecto que le había causado, quedé sobrecogida al enterarme de lo que había decidido hacer.
Fue de nuevo Sussex (el heraldo de las .malas nuevas), quien trajo la noticia.
—Me temo que se avecinan graves problemas —dijo a Robert, no sin cierta satisfacción—. La Reina está indagando sobre Douglass Sheffield. Ha llegado a sus oídos que tiene un hijo llamado Robert Dudley y que declaró que era hijo legítimo del conde de Leicester.
—Si fuese así —pregunté—, ¿cómo puede decir que es la esposa de Sir Edward Stafford?
—La Reina dice que es un misterio que está decidida a aclarar. Dice que Douglass pertenece a una gran estirpe y que no puede permitir que se diga que ha incurrido en bigamia al casarse con su embajador.
—Yo jamás me casé con Douglass Sheffield —dijo Robert, con firmeza.
—La Reina no piensa lo mismo y está decidida a aclarar la verdad.
—Puede hacer lo que guste, que nada encontrará.
¿Era una bravata? No estaba segura. Parecía nervioso.
—Su Majestad es de la opinión de que hubo matrimonio, en cuyo caso, éste vuestro actual no lo es en absoluto. Dice que si realmente os casasteis con Douglass Sheffield, viviréis con ella como vuestra esposa u os pudriréis en la Torre.
Yo sabía lo que significaba aquello. Me arrebataría, si podía, mi triunfo de la mano. Quería demostrar que mi matrimonio no era válido y que mi hijo era un bastardo.
Oh, qué días de angustia hube de pasar. Aún ahora tiemblo de cólera al recordarlo. Robert me aseguraba que ella no podría demostrar que hubiese habido matrimonio porque no lo había habido, pero yo no era capaz de creerle del todo. Le conocía bien y sabía que la máxima pasión de su vida era la ambición; pero era más viril que la mayoría de los hombres y, cuando deseaba a una mujer, ese deseo podía, temporalmente, desbordar su ambición. Douglass era el tipo de mujer que se aferraba a su virtud (aunque se hubiese convertido en su amante) y quizá por el hijo que iba a tener hubiese llegado a convencerle de que se casase con ella.
Pero ahora nosotros teníamos un hijo (nuestro propio Robert) y yo me decía que su padre, que deseaba eliminar obstáculos de su camino, sin duda sería capaz de eliminar las pruebas de un matrimonio, si es que lo había habido. Ningún hijo mío sería tachado de bastardo. No estaba dispuesta a cruzarme de brazos y dar a la Reina aquella satisfacción. Sabría confundir su malicia, demostrar que estaba equivocada y convertir aquello en otra victoria de su Loba.
Sussex nos dijo que la Reina le había encargado descubrir la verdad sobre aquel asunto. Isabel estaba decidida a saber si, de verdad, había habido matrimonio. Teníamos un buen aliado en Sir Edward Stafford, que, profundamente enamorado de Douglass, ansiaba demostrar que no había habido matrimonio entre Douglass y Robert. Estaba tan ansioso como nosotros.
Al parecer, Douglass quería defender lo que ella llamaba «su honor»; y, por supuesto, luchaba por su hijo. Eso era un punto a nuestro favor. Leicester, como padre de familia que deseaba hijos legítimos, era poco probable, se decía, que repudiase a uno tan notable e inteligente como el Robert de Douglass.
Esperábamos impacientes el resultado de las indagaciones. Sussex interrogó a Douglass, y resultaba inquietante recordar lo mucho que detestaba a Robert, pues estábamos seguros de que le encantaría poder descubrir pruebas contra nosotros.
Douglass insistió, tras un detenido interrogatorio, en que había habido una ceremonia en la que ella y Leicester habían empeñado su palabra de un modo que ella consideraba vinculante. Entonces ella tenía que tener algún documento. Tenía que haber habido un acuerdo. No, dijo la simple de Douglass, no tenía nada. Había confiado en el conde de Leicester y le había creído ciegamente. Lloró después de un arrebato de histeria y suplicó que la dejasen sola. Era feliz en su matrimonio ahora con Sir Edward Stafford, y el conde de Leicester y Lady Essex tenían un hermoso hijo.
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