Entonces, al parecer, Sussex se vio obligado a declarar que lo que había ocurrido entre Lady Sheffield y el conde de Leicester no había sido un verdadero matrimonio y que, debido a ello, Leicester había podido casarse con Lady Essex, tal como hizo.

Cuando me comunicaron la noticia, me sentí inundada de gozo. Había estado aterrada a causa de mi hijo. Ahora ya no había duda de que el pequeño Robert que estaba en la cuna era el legítimo hijo y heredero del conde de Leicester.

Y mientras me regocijaba de mi buena fortuna, podía también gozar del despecho de la Reina. Me dijeron que cuando se enteró de la noticia se puso furiosa y llamó a Douglass imbécil, a Leicester libertino y a mí loba, una loba feroz que recorría el mundo buscando hombres a los que poder destruir.

—Mi señor Leicester lamentará el día en que se unió a Lettice Knollys —declaró—. Este no es el final de ese asunto. A su tiempo, se recobrará de su necedad y sentirá los ponzoñosos dientes de la loba.

Podría haber temblado al comprender el odio que había despertado en nuestra omnipotente señora, pero de algún modo resultaba estimulante, sobre todo ahora que saber que la había vencido otra vez. Podría imaginar su furia, y el que estuviese principalmente dirigida contra mí me entusiasmaba. Mi matrimonio estaba seguro, el futuro de mi hijo protegido. Y eso no podía quitármelo la poderosa Reina de Inglaterra, aunque intentase para ello ejercer todo su poder.

Una vez más triunfaba yo.




Podía salir ya a la luz pública, pues no había necesidad alguna de seguir guardando el secreto, y centré mi atención en las magníficas residencias de mi marido, decidida a engrandecerlas aún más. Debían exceder todas ellas en esplendor a los palacios y castillos de la Reina.

Volví a amueblar mi dormitorio de Leicester House, instalando una cama de nogal, cuyas colgaduras eran de tal magnificencia que nadie podía mirarlas sin quedar boquiabierto.

Estaba decidida a que mi dormitorio fuese más espléndido que el que había dispuesto para la Reina cuando llegara de visita. Recordaba que cuando ella viniese, yo tendría que desaparecer… o eso, o se negaría en redondo a venir. Y si venía, sabía que su curiosidad la empujaría a ver mi dormitorio, así que procuré que fuese maravilloso en todos los detalles. Las colgaduras eran de terciopelo rojo, decorado con hilos y lazos de oro y plata. Todo lo que había en la habitación estaba cubierto de terciopelo y telas con plata y oro; mi silleta era como un trono. Sabía que si ella veía aquello se pondría furiosa. Y desde luego se enteraría. Había muchas lenguas maliciosas dispuestas a atizar la hoguera de su odio contra mí. Toda la ropa de cama, de lino, estaba decorada con el escudo de armas de los Leicester y era de lo más fina; teníamos ricas alfombras en el suelo y en las paredes, y fue una alegría prescindir de los juncos que enseguida olían mal y se llenaban de pulgas y chinches.

Robert y yo nos sentíamos felices. Podíamos, reír tras los ricos cortinajes de nuestro lecho pensando en nuestra habilidad para casarnos pese a todos los obstáculos que nos lo impedían. Cuando estábamos solos, yo llamaba a la Reina Esa Zorra. Después de todo, era astuta como el zorro, y la hembra de esa especie era más artera que el macho. Como ella me llamaba a mí Loba, yo llamaba a Robert mi Lobo y él contestaba llamándome su Cordero, pues decía que si el león podía tenderse junto a tan dulce criatura, también podía hacerlo el lobo. Le recordé que tenía muy poco de cordero, y él dijo que eso era cierto en lo que al resto del mundo concernía. La broma persistió, y siempre que utilizábamos estos sobrenombres, la Reina no estaba lejos de nuestros pensamientos.

Nuestro hijo pequeño era una alegría para ambos, y yo empezaba a disfrutar de mi familia, no sólo por estar consagrada a ella, sino porque la Reina, pese a toda su gloria, debía sentir la falta de hijos e hijas. Había, sin embargo, una cierta tristeza en la casa debido a Penélope. Ésta había estado furiosa durante un tiempo, proclamando su oposición al matrimonio con Lord Rich. Lord Huntington propuso que se la pegase para someterla, pero yo me opuse a ello. Penélope era muy parecida a mí: bella, animosa y apasionada; el pegarla no habría hecho más que fortalecer su resistencia.

Razoné con ella. Le indiqué que aquel matrimonio con Lord Rich era lo mejor para ella en aquel momento. La familia estaba en desgracia (en especial yo) y mi hija jamás sería aceptada en la Corte; pero si se convertía en Lady Rich sería distinto. Quizá tuviese la impresión de que preferiría vivir en el campo a casarse con un hombre a quien no amaba, pero el aburrimiento le haría cambiar de idea.

—Yo no puedo decir que estuviese terriblemente enamorada de tu padre cuando me casé con él —confesé—. Pero no fue un matrimonio fracasado. Y os tuve a vosotros con él.

—Y fuiste muy amiga de Robert durante ese matrimonio —me recordó.

—No hay nada de malo en tener amigos —Contesté.

Esto la dejó un tanto pensativa y cuando Lord Huntingdon volvió una vez más a hablar seriamente con ella, ella accedió.

Se casó con Lord Rich, y, pobre niña, se comentó la suerte que tenía considerando que su madre había caído en total desgracia y que la Reina aún rechaza a su padrastro que, según muchos creían, jamás recuperaría el antiguo favor.




Por entonces, yo creía que la Reina podría, con el tiempo, perdonarme, pues, desde luego, ya manifestaba indicios de más blandura con Robert. Tras unos meses, Robert empezó a recuperar su favor gradualmente. El afecto de la Reina por él jamás dejaba de asombrarme. Creo que aún se entregaba a sueños románticos con él, y cuando le miraba aún veía al apuesto joven que había estado con ella en la Torre, en vez de al hombre maduro en que se había convertido, pues engordaba de modo bastante alarmante, tenía la cara muy colorada y el pelo parecía encanecerle un poco cada semana.

Una de las mayores virtudes de Isabel era su fidelidad a los viejos amigos. Yo sabía que ella no olvidaría nunca los cuidados de Mary Sidney y cada vez que veía aquella cara triste marcada por la viruela, la piedad y la gratitud le inundaban. Había dispuesto el enlace de la joven Mary con Henry Herbert, conde de Pembroke, y aunque él era veintisiete años mayor que ella, se consideraba un enlace muy digno.

Robert era de los que siempre tendría un lugar en su corazón, y si en ocasiones se veía apartado de él, siempre llegaba un momento en que volvía a instalarlo allí. La verdad era que amaba a Rober y siempre le amaría. No fue gran sorpresa, en consecuencia, el que antes de seis meses Robert recuperara su favor.

Pero lo mismo no podía decirse de mí, desgraciadamente. Me enteré de que la sola mención de mi nombre era suficiente para que se pusiese roja de cólera y empezase a vomitar coléricos insultos contra la Loba.

Siendo como era la mujer más vanidosa del país, no podía perdonarme el ser físicamente más atractiva que ella ni que me hubiera casado con el hombre que, en el fondo de su corazón, siempre había deseado para ella. A veces su cólera se dirigía contra él (esto se debía principalmente al hecho de que él me prefiriese a mí), pero esto nunca llegaba a perturbarle, porque sabía que si el afecto de la Reina sobrevivía a su matrimonio conmigo, sobreviviría a cualquier cosa.

Es difícil de entender la atracción que ejercía Robert sobre ella. Era una especie de magnetismo, y era tan potente ahora que Robert envejecía como lo había sido en su juventud. Nadie podía estar absolutamente seguro de él; él era un enigma. Sus modales eran tan agradables y corteses, y era siempre amable con los sirvientes y con los que se encontraban en una posición servil, y, sin embargo, le rodeaba una reputación siniestra desde la muerte de Amy Robsart. Emanaba poder, y esto quizá fuese la esencia de su atracción.

Su familia le adoraba, y en cuanto mis hijos supieron que era su padrastro, le aceptaron de todo corazón. Se sentían más a gusto con él de lo que se habían sentido con Walter.

Me sorprendía que él, que era tan ambicioso, y que era capaz de aprovechar cualquier ventaja, dedicase tanto tiempo a los asuntos de familia.

En este período, Penélope era muy desdichada. Nos visitaba a menudo en Leicester House, donde venía a lamentarse del fracaso de su matrimonio. Lord Rich era grosero y sensual; jamás le amaría; ella era muy desgraciada y deseaba volver a casa.

Podía hablar con Robert, que era comprensivo y amable. Le dijo que siempre que se sintiese de aquel modo debía considerar la casa de él como suya; y propuso que se le reservase una de las habitaciones para que la decorase a su gusto. Se llamaría la Cámara de Lady Rich y siempre que ella sintiese necesidad de refugio, estaría esperándola.

Penélope recuperaba un poco el ánimo charlando con Robert y eligiendo las colgaduras de su habitación e interesándose por su elaboración. Agradecí mucho a Robert que fuese un padre para mi desdichada hija.

También Dorothy le quería. Dorothy había observado lo sucedido en el caso de Penélope y le había dicho a Robert que ella nunca permitiría que le pasase eso. Ella misma elegiría a su marido.

—Yo te ayudaré —dijo él—, Y te prepararemos un gran matrimonio… pero sólo si tú lo apruebas.

Ella le creyó y las dos muchachas anhelaban las temporadas en que él estaba en casa.

Walter le quería también mucho, y fue Robert quien hizo planes para que mi hijo fuese a Oxford cuando fuese mayor, para lo cual faltaban pocos años.

Había un miembro de la familia a quien yo echaba mucho de menos, era mi favorito entre todos mis hijos: Robert Devereux, conde de Essex. Cómo deseaba que pudiese estar con nosotros, y cómo deploraba la costumbre de sacar a los hijos de sus hogares, especialmente a los que por la muerte de sus padres habían heredado muchos títulos. Me resultaba difícil pensar en mi querido hijo como el Conde de Essex… para mí siempre sería el pequeño Rob. Estaba segura de que el otro Robert, mi marido, se habría interesado en especial por Essex, pero, por desgracia, el muchacho estaba ahora en Cambridge, donde tenía que doctorarse. De vez en cuando, me llegaban excelentes informes de él.

En cuanto al otro Robert (nuestro hijo pequeño), Leicester le adoraba y estaba haciendo siempre planes para su futuro. Yo decía bromeando que resultaría difícil encontrarle un sitio en la Corte porque su padre pensaba que no había nada lo bastante bueno para él.

—Sólo podría casarse dignamente con una princesa real —comenté.

—Hay que encontrarle una —dijo Robert, y no comprendí entonces lo en serio que lo decía.

Leicester era tan querido en mi familia como en la suya; resultaba consolador, el sentirme rodeada de una familia afectuosa, especialmente considerando el odio obsesivo que la Reina sentía hacia mí.

Como yo estaba fuera de la Corte (aunque Robert recuperó rápidamente su antigua posición), la familia estaba pendiente de mí más de lo normal, y el sobrino de Robert, Philip Sidney, se convirtió en asiduo visitante.

Paseaba por los jardines de Leicester House en compañía de Penélope, y pensé que se había producido un cambio en su amistad. Después de todo, él había estado comprometido con ella en otros tiempos, pero nunca había parecido deseoso de casarse, y yo había pensado muchas veces que había sido un error mencionarlo cuando él tenía veintidós años y Penélope era sólo una niña de catorce. Ahora le parecía más una mujer, y una mujer trágica, por cierto, lo cual la hacía más atractiva para un hombre de su carácter. La repugnancia que sentía por su marido se iba convirtiendo en odio y parecía predispuesta a volcarse en aquel hombre apuesto, elegante, inteligente y joven, con el que fácilmente podía haberse casado.

Todo parecía indicar que se estaba gestando una situación peligrosa, pero cuando se lo mencioné a Robert éste dijo que Philip no era hombre que se entregase a una pasión lujuriosa, sino más bien al sueño del amor romántico. Sin duda escribiría versos a Penélope y a eso le conduciría su devoción, así que no teníamos por qué temer que Penélope rompiese sus votos matrimoniales. Si lo hacía, Lord Rich se pondría furioso y Philip se enteraría de ello. No era, desde luego, un hombre violento; le agradaba la compañía de hombres como el poeta Spencer, hacia quien sentía gran respeto. Le gustaba el teatro y le complacía especialmente la relación con actores, a los que se conocía como los Actores de Leicester, que, en el período anterior a la caída de Robert, solían actuar para entretener a la Reina.

El hecho fue que, perdida Penélope para Lord Rich, Philip concibió una gran pasión por ella y empezó a escribirle poemas en los que se llamaba a sí mismo Astrofel y a Penélope, Stella. Pero todo el mundo sabía a quién se refería.