Leicester había envejecido perceptiblemente. Tenía el pelo mucho más canoso y la cara mucho más colorada. La Reina tenía razón al reñirle por sus excesos en la mesa. Había superado por completo aquella leve depresión que le había dominado después de descubrirse nuestro matrimonio, cuando había creído, por poco tiempo, perder para siempre el favor regio. Ahora rebosaba confianza.

Entró en la casa donde yo estaba esperando para recibirle y me abrazó declarando que estaba más hermosa que nunca. Me hizo el amor con la necesidad urgente del hombre que se ha abstenido de tal práctica durante largo tiempo, pero le percibí distraído, y supe que mi rival era la Ambición.

Me irritaba un poco que antes de venir a verme hubiese estado con la Reina. Sabía que era necesario, pero los celos me ponían irracional.

No paraba de hablar del futuro, que iba a ser maravilloso.

—La Reina me recibió con gran afecto y me regañó por haber estado fuera demasiado tiempo. Dijo que le parecía que había tomado tal afición a los Países Bajos que me había olvidado de mi patria y de mi buena Reina.

—Y quizás —añadí— de vuestra paciente esposa.

—No os mencionó.

Esto me hizo reír.

—Fue muy amable al no llenaros los oídos de insultos contra mí.

—Oh, eso se le pasará. Os aseguro, Lettice, que en unos cuantos meses, os recibirá otra vez en la Corte.

—Pues yo os aseguro lo contrario.

—Yo trabajaré en ello.

—Trabajo inútil.

—No, la conozco mejor que vos.

—La única manera de que pudieseis obtener su perdón para mí sería abandonándome o librándoos de mí de algún modo. Pero da igual. Al parecer, ha vuelto a aceptaros en su círculo íntimo.

—De eso no hay duda. Y creo, Lettice, que se me abre un gran futuro en los Países Bajos. No podéis imaginaros con qué cortesía me recibieron. Creo que estarían dispuestos a nombrarme Gobernador de las Provincias. Están desesperados y parecen considerarme un salvador.

—Así que, si tuvieseis la oportunidad, abandonaríais a vuestra regia señora… ¡me pregunto qué diría ella a eso!

—Tendría que convencerla.

—Tenéis un gran concepto de vuestras dotes de persuasión, mi señor.

—¿Os gustaría a vos ser la esposa del gobernador?

—Muchísimo… considerando que aquí no se me acepta como Lady Leicester.

—Eso es sólo en la Corte.

—¡Sólo en la Corte! ¿Qué otro lugar hay donde hubiesen de reconocerme?

Me cogió las manos y me miró y sus ojos estaban iluminados con esa pasión que es capaz de encender la ambición.

—Tengo que cuidar del bienestar de nuestra familia —dijo.

—¿No lo habéis hecho ya? Ya habéis situado a vuestros parientes y partidarios en los puestos adecuados del reino.

—Siempre he procurado asegurar mi posición.

—Veis, sin embargo, lo fácilmente que un enfado de la Reina puede desequilibrarla.

—Así es. Por eso tengo que cerciorarme de que mi posición es segura. Pensad en el joven Essex. Es hora de que deje su refugio de Gales y venga a la Corte. Puedo encontrarle un puesto adecuado a su rango.

—A mi hijo parece gustarle el campo, según las cartas que me escribe y las que escribe a Lord Burleigh.

—Tonterías. Tengo un excelente hijastro. Quiero relacionarme de nuevo con él y favorecerle.

—Le escribiré y se lo diré.

—Y en cuanto a nuestro pequeño Robert… tengo planes para él.

—Pero si es un bebé.

—Nunca es demasiado pronto para planear su futuro, os lo aseguro.

Fruncí el ceño. Me inquietaba nuestro hijo. Era delicado, lo que parecía irónico, considerando a su padre y considerándome a mí. Los hijos que había tenido con Walter Devereux eran fuertes y sanos. Parecía una extraña burla del destino que el hijo de Leicester fuese un alfeñique. Le había resultado difícil aprender a andar y yo había descubierto que tenía una pierna algo más corta que la otra y, cuando por fin rompió a andar, lo hizo con una leve cojera. Esta deformidad me hacía amarle más. Deseaba cuidarle y protegerle. Y la idea de prepararle un gran matrimonio me inquietaba.

—¿A quién proponéis para Robert? —pregunté.

—A Arabella Estuardo —contestó Robert.

Me quedé atónita, al ver lo que planeaba. Arabella Estuardo tenía derechos a la sucesión del trono por ser hija de Carlos Estuardo, Conde de Lennox, hermano pequeño del conde de Darnley, que se había casado con María, Reina de Escocia. El conde de Lennox era, por su madre, nieto de Margarita Tudor, hermana de Enrique VIII.

—¿Creéis que tiene posibilidad de ocupar el trono? —dije rápidamente—. ¿Cómo va a poder? James, el de María de Escocia, tiene preferencia.

—Ella nació en suelo inglés —dijo Robert—. James es escocés. El pueblo preferirá una Reina inglesa.

—Vuestra ambición anula vuestro buen sentido —dije, ásperamente, y añadí—: Sois como vuestro padre. Pensó que podía hacer reyes y terminó decapitado.

—No veo razón alguna por la que no deba acordarse el compromiso.

—¿Y creéis que la Reina lo permitiría?

—Creo que si yo se lo propongo…

—Del modo adecuado —sugerí.

—¿Qué os pasa, Lettice? No debéis estar tan resentida por que Isabel no os recibe. Os aseguro que pronto conseguiré que cambie de actitud.

—Al parecer volvéis de los Países Bajos como un héroe triunfante, barriéndolo todo.

—Esperad —dijo—. Tengo otros planes. ¿Qué me decís de Dorothy?

—¡Dorothy! ¿Tenéis un marido de sangre real para ella?

—Eso es exactamente lo que tengo.

—Estoy deseando conocer el nombre del pretendiente que le habéis buscado.

—El joven James de Escocia.

—Robert, no es posible que habléis en serio. Mi hija Dorothy casada con el hijo de la Reina de Escocia.

—¿Y por qué no?

—Me gustaría oír los comentarios de su madre sobre la propuesta.

—No tendrían gran peso, fuesen cuales fuesen. La Reina de Escocia no es más que una prisionera.

—Y los de vuestra regia señora.

—Creo que podría convencer a Isabel. Si James jurase seguir protestante, estaría dispuesta a aceptarle como heredero.

—Y vos, mi señor, como padre suyo, regiríais el reino. Y si él no lograse el trono, siempre quedaría Arabella. Tened cuidado, Robert.

—Siempre lo tengo, en todo.

—Sois realmente como vuestro padre. Aún le recuerdo. Intentaba convertir en rey a vuestro hermano Guildford a través de Lady Juana Grey. Permitidme que os recuerde una vez más que le costó la cabeza. Es peligroso jugar con las coronas.

—*La vida es un juego peligroso, Lettice, así que, ¿por qué no jugar fuerte?

—Pobre Robert. Habéis trabajado mucho. Estuvisteis a punto de conseguir la corona a través de Isabel. Fue un golpe cruel y vergonzoso el que os tuviese tantos años pendiente de ella. Siempre diciendo «Robert, Mis Ojos, mi dulce Robin». Y luego, cuando pensabais que la teníais cogida, se os escapó. Por fin sabéis cómo se juega el juego. Pero no renunciáis, ¿verdad? Lograréis vuestra ambición de modo indirecto, al parecer. Colocaréis en el poder a vuestras marionetas y manejaréis las cuerdas. Robert, sois el hombre más ofensivamente ambicioso que he conocido.

—¿Me tendríais de otro modo?

—Sabéis perfectamente que no os tendría si fueseis distinto a como sois, pero, al mismo tiempo, yo diría: Cuidado. Isabel ha vuelto a concederos su favor, pero es impredecible. Podéis ser su Dulce Robin hoy y Ese Traidor de Leicester mañana.

—Pero ya veis que ella me perdona siempre. Nuestro matrimonio ha sido sin duda un golpe terrible para ella. Y sin embargo, si hubieseis visto qué ternura mostraba conmigo cuando partí hacia los Países Bajos, y luego, a mi regreso…

—Afortunadamente, no tuve que verlo.

—No debéis estar celosa, Lettice. Mi relación con ella no puede compararse con la que vos y yo tenemos.

—No, porque ella os rechazó. Habría sido muy distinto si os hubiese aceptado, ¿verdad? Lo único que os digo es: Cuidado. No creáis que porque os ha dado una palmada en la mejilla y os ha dicho que coméis demasiado, podéis tomaros libertades con nuestra graciosa señora… pues, en tal caso, descubriréis que no es nada graciosa.

—Mi querida Lettice, creo conocerla como nadie.

—Así habría de ser. Os conocéis desde hace mucho. Pero quizá la adulación de que habéis sido objeto allá en los Países Bajos os haya hecho consideraros algo más glorioso de lo que en verdad sois. Robert, estáis pisando terreno peligroso, y os repito que lo único que os pido, como vuestra humilde esposa, es que tengáis cuidado.

Esto no le gustó mucho. Él habría deseado que yo aplaudiese sus planes y mostrase una fe ciega en su capacidad para conseguir lo que deseaba. No se daba cuenta de que yo estaba cambiando respecto a él y de lo mucho que me afectaba mi expulsión de la Corte mientras a él se le recibía allí con honores y parecía satisfecho de que así fuese.

Pero ni siquiera su nuevo favor ante la Corte le salvó de la cólera de la Reina cuando se enteró de sus proyectos. Le mandó llamar y le reprendió con firmeza. Él me lo explicó… y también otros. Le dijo claramente que consideraba ambos proyectos matrimoniales inadmisibles… simplemente por el hecho de que se trataba de hijos míos.

—No creáis —había gritado, para que muchos pudiesen oírla— que voy a permitir que la Loba alcance gloria por mediación de sus crías.

Era, pues, evidente que no iba a perdonarme. No iba a regresar próximamente a la Corte, desde luego.

Retenía a Robert a su lado el máximo de tiempo posible. Estaba decidida a mostrarme, no me cabía duda, que aunque yo me había apuntado una victoria temporal al casarme con él, la victoria final sería suya.

Aunque no me recibiesen en la Corte, yo estaba decidida a hacer visible mi presencia por todo el país. Empecé introduciendo tal magnificencia en nuestras mansiones que la gente empezó a decir que la Corte era pobre, en comparación. Puse a trabajar a costureras con los materiales más bellos disponibles, y mis vestidos pasaron a ser tan majestuosos como los del amplio guardarropa de la Reina. Vestí a mis lacayos de terciopelo negro con bordados de plata, y recorrí Londres en un coche tirado por cuatro caballos blancos. Cuando viajaba, mi séquito era de cincuenta personas o más. Y siempre cabalgaba delante de mí un grupo de caballeros para despejar el camino a mi carruaje. La gente solía salir corriendo de las casas para ver la cabalgata, pensando que era la Reina quien pasaba.

Yo les sonreía amablemente, como si en verdad fuese la Reina, y ellos me miraban asombrados.

A veces, oía un sobrecogido susurro:

—¡Es la condesa de Leicester!

Estas excursiones me producían gran satisfacción. Sólo lamentaba el que la Reina no pudiese verme. Pero me consolaba sabiendo que la noticia se abriría paso muy deprisa hasta mi rival.




En enero la Reina nombró caballero a Philip Sidney, lo cual mostraba que la familia volvía a gozar de su favor. Lo absurdo era que yo fuese el único miembro de la familia que debía seguir reducida al ostracismo. Mi resentimiento aumentaba.

Robert me dijo que sir Francis Walsingham deseaba casar a su hija con Philip. A él le parecía una idea excelente, pues era hora de que Philip se casase. Aún seguía escribiendo poemas en honor de la belleza de Penélope y sobre su desesperada pasión por ella, pero como Robert me indicó (y en esto estaba de acuerdo con él) Philip no era un hombre apasionado que necesitase una satisfacción física. Era un poeta, un amante de las artes, y para él una aventura amorosa plasmada en verso sería más satisfactoria y romántica que la que llegase a su fin natural. Penélope disfrutaba, como es natural, viéndose adorada en verso, pero al mismo tiempo estaba viviendo con Lord Rich, y, aunque no podía decirse que fuese un matrimonio feliz, al menos le estaba dando hijos.

En consecuencia, las familias pensaron que un enlace entre Frances Walsingham y Philip era algo positivo. Frances era una muchacha hermosa y si Philip era temporalmente tibio e indiferente, cambiaría sin duda una vez casado.

Ante mi sorpresa, Philip permitió que se iniciasen conversaciones y que se estableciesen acuerdos.

Dorothy se sintió muy alterada cuando llegó a sus oídos la propuesta de Robert de casarla con James de Escocia. Me dijo que nada del mundo la hubiera inducido a hacer tal cosa, aunque la Reina lo hubiese aceptado.

—Tengo entendido que es una persona de lo más desagradable —dijo—. Sucio y arrogante. Vuestro esposo, señora, es demasiado ambicioso.

—No tienes por qué preocuparte —contesté—. Ese matrimonio jamás se celebrará. ¡Si llegásemos a una cosa así, la Reina nos encerraría en la Torre a vos, a mí y a vuestro padrastro!