Se echó a reír.

—Ella os odia —dijo—. Y comprendo por qué.

—También yo —contesté.

Me miró con admiración.

—Jamás envejecéis —me dijo.

Me emocionó oír tales palabras de una hija joven y muy crítica, pues constituían realmente una alabanza.

—Supongo que es porque vivís una vida emocionante.

—¿Es emocionante mi vida? —pregunté.

—Por supuesto. Os casasteis con mi padre y luego, tomasteis a Robert, al que se suponía casado con Douglass Sheffield, y ahora la Reina os odia y vos no hacéis el menor caso y vivís tan regiamente como ella.

—Nadie podría hacer eso.

—Bueno, de cualquier modo, vos sois más bella.

—No todos están de acuerdo con eso.

Todos estarían de acuerdo conmigo… aunque quizá no lo admitiesen. Yo pienso vivir como vos. Me burlaré del destino, y si vuestro marido trae al Rey de Francia o el de España a casarse conmigo, le contestaré fugándome con el hombre al que elija.

—Esos dos reyes ya están casados, y si no lo estuviesen no se casarían con vos, desde luego, así que por eso no tenéis que preocuparos.

Me besó y dijo que la vida era emocionante y que qué maravilloso debía ser. Penélope… casada con un ogro mientras el joven más apuesto de la Corte le escribía odas de amor que todo el mundo leía y comentaba que eran obras de arte que la inmortalizarían.

—Creo que la forma de gozar de la vida es vivirla con alegría.

—Quizá tengáis un poco de razón en eso —acepté.

Debería haberme dado cuenta, supongo. Dorothy tenía dieciséis años y era romántica, pero yo aún seguía considerándola una niña. Además, estaba tan inmersa en mis propios asuntos que jamás se me ocurrió considerar lo de mi hija.

Cuando Sir Henry Cock y su esposa la invitaron a pasar unas semanas con ellos en Broxbourne, me pareció buena idea dejarla ir, y allá se fue muy contenta.

Poco después de haberse ido, vino Robert de Greenwich a Leicester House, y era evidente por su actitud que había sucedido algo desagradable. La Reina estaba furiosa. Había descubierto que Philip Sidney estaba prometido a Francés Walsingham sin que se hubiese solicitado su permiso. Estaba muy enojada con ambas partes, y como Philip era sobrino de Robert, y era público que Robert se tomaba gran interés por los asuntos de familia, la Reina pensó que le había ocultado deliberadamente la cuestión.

Robert explicó que no había considerado que aquel asunto fuera lo bastante importante como para molestarla.

—¡No es bastante importante! —había gritado ella—. ¡No he mostrado yo acaso mi favor a ese joven! Este año, sin ir más lejos, le hice caballero… ¡y él considera adecuado comprometerse con la hija de Walsingham sin decirme nada!

Llegó Walsingham bastante humildemente y cuando se aplacó la cólera de la Reina le permitieron explicar que tampoco él creía lo bastante importante a su familia como para merecer el interés de la Reina.

—¡Que no es bastante importante! —gritó la Reina—. Deberíais saber que todos mis súbditos son importantes para mí. Vos, mi Moro, tanto como cualquier otro.

El mismo mote utilizado era un reproche, pues con su pasión por los sobrenombres, la Reina le había llamado Moro por lo oscuras que tenía las cejas.

—Sabéis perfectamente —»añadió— que vuestra familia me preocupa, y quisisteis engañarme. Ganas me dan de negar el permiso para que esos dos se casen. Mostró su disgusto unos cuantos días, hasta que por fin cedió, llamó a la joven pareja, les dio su bendición y prometió ser madrina de su primer hijo.

Por entonces, murió uno de los enemigos más peligrosos de Robert: Thomas Radcliffe, conde de Sussex. Llevaba enfermo mucho tiempo, lo que, para satisfacción de Robert, había significado una larga ausencia de la Corte. Sussex había servido fielmente a la Reina, según él mismo proclamaba, y no permitía {aunque fuese contra el deseo de ella) que nada se interpusiese en el camino de su adoración. Jamás se había recuperado de las penalidades sufridas durante la rebelión del Norte, en que había ayudado a aplastar a los enemigos de la Reina. Tenía clara conciencia de la ambición de Robert y, según mi criterio, le preocupaba realmente hasta dónde esta ambición podría conducirle y conducir a la Reina, Él y Robert habían estado a punto de llegar a las manos en presencia de Isabel y se llamaron mutuamente traidores a Su Majestad. A ella le molestaba profundamente ver enfrentados a los que amaba; tenía miedo siempre de que sufriesen daño; por lo que había ordenado que los guardias les sacasen fuera y que permaneciesen en sus aposentos hasta que se calmasen los ánimos.

Sin embargo, había sido Sussex quien la había advertido que no enviase a Robert a la Torre cuando se hizo público nuestro matrimonio. En su cólera, ella lo habría hecho, pero Sussex se había dado cuenta de lo peligrosa que sería una acción tal y del daño que habría hecho a la Reina. Como había dicho Robert, Sussex se habría sentido muy satisfecho viéndole preso en la Torre, por lo que parecía bastante verosímil la afirmación del duque de que su propósito era hacer lo que fuese mejor para la Reina.

Ahora estaba en su lecho de muerte, e Isabel fue a verle a su casa de Bermondsey, donde se sentó al borde de su lecho y fue muy tierna con él. Lloró su muerte, pues sentía profundamente la pérdida de los hombres a los que había ligado a ella firmemente.

Estaba muy preocupado, le dijo antes de morir, porque aún había muchas cosas que podía hacer por ella. Ella le dijo que descansase en paz. Nadie podría haberla servido mejor y quería que supiese que aunque había sido dura con él, jamás había disminuido su afecto porque siempre había sabido, aun cuando más la irritase, que era por su bien.

—Señora —dijo él—. Temo dejaros.

A lo cual ella se echó a reír y dijo que tenía un gran concepto de sí mismo, y que también ella lo tenía de sí y que por eso creía que podía enfrentarse perfectamente a cualquier adversidad que le aconteciese. Sabía que estaba advirtiéndola contra Robert, cuya ambición, como él había dicho muchas veces, no se detendría ante nada.

Había varias personas en el lecho de muerte de Sussex para informar que sus últimas palabras a los presentes habían sido: «Voy ya pasar ahora a mejor vida, y he de dejaros entregados a vuestro destino y a la voluntad de la Reina. Pero cuidado con el gitano, pues será implacable con todos vosotros. No conocéis a la bestia como yo la conozco.»Por supuesto, se refería a Robert.

Isabel lloró a Sussex y declaró una y otra vez que había perdido un fiel súbdito; pero no hizo caso de su advertencia sobre «el gitano».

Un día llegó a Leicester House Sir Henry Cock muy preocupado. Me asusté mucho, pues supuse que le habría pasado algo a mi hija.

Y así era. Al parecer, Thomas Perrot, el hijo de Sir John Perrot, estaba también en Broxbourne, y él y mi hija habían entablado una relación romántica. El vicario de Broxbourne había ido a contarle a Sir Henry una insólita historia. Dos desconocidos, dos hombres, habían ido a verle y le habían pedido las llaves de la iglesia. Naturalmente, se las negó; se fueron, y al cabo de un rato el vicario se sintió inquieto y fue a la iglesia a ver si todo estaba en orden. Se encontró con que habían forzado la puerta y que se estaba celebrando una boda. Actuaba como sacerdote uno de los dos hombres que habían ido a pedirle las llaves. El vicario les dijo entonces que no podían celebrar una boda en su iglesia, pues sólo él estaba titulado para hacerlo. Uno de los hombres, que se dio cuenta luego de que era Thomas Perrot, le pidió entonces que les casara. El vicario se negó a ello y el desconocido siguió con la ceremonia.

—El hecho es —dijo Sir Henry —que la joven en cuestión era vuestra hija, Lady Dorothy Devereux, y que ahora es la esposa de Thomas Perrot.

Me quedé atónita, pero como se trataba del tipo de aventura que yo habría emprendido, no me sentía con fuerzas de reprochárselo a mi hija. Sin duda estaba enamorada de Perrot y había decidido casarse con él, por lo que di las gracias a Sir Henry y le dije que si el matrimonio era legítimo (y sería de vital importancia cerciorarse), nada podíamos hacer.

Cuando Robert se enteró de lo sucedido, al principio se enojó. Dorothy le había parecido un excelente valor de cambio. ¿Quién sabe qué otros pretendientes habría imaginado para ella? El hecho de que James de Escocia ya no fuese un candidato posible no se lo habría impedido, desde luego. Y ahora ella se había excluido por iniciativa propia al casarse con Perrot.

El matrimonio parecía legítimo, así que poco después llegaron a Leicester House Dorothy y su marido.

Ella irradiaba felicidad y lo mismo su esposo, y, por supuesto, Robert estuvo encantador con ambos. Prometió hacer lo posible en su favor. Robert, como siempre, se portó como un devoto padre de familia.

Era hacia finales del año 1583 y, por desgracia, yo no tenía idea de la tragedia que nos traería el nuevo año. Robert y yo habíamos procurado siempre ocultar la inquietud que sentíamos por nuestro hijito, diciéndonos mutuamente que muchos niños eran delicados en la infancia y luego superaban esa condición en la pubertad.

Era un muchachito inteligente, de modales suaves. Desde luego, no se parecía a su padre ni a su madre. Adoraba a Robert que, cuando estaba en casa, iba siempre a hacer una visita al cuarto del niño. Recuerdo verle llevándole en brazos y recuerdo que el pequeño Robert gritaba, satisfecho y aterrado, cuando le lanzaba al aire, y cuando le dejaba pedía más.

Nos quería mucho a los dos. Creo que éramos como dioses para él. Le gustaba verme en mi carruaje tirado por cuatro caballos blancos, y su recuerdo, sus manitas acariciando uno de los adornos de mi vestido, me acompañará toda la vida.

Leicester estaba constantemente haciendo planes de grandes matrimonios y no habría abandonado la idea de Anabella Estuardo aunque la Reina hubiese rechazado tal propuesta.

Tras la muerte de Sussex, Robert parecía más unido que nunca a la Reina. Yo sabía que uno de los placeres que ella experimentaba teniéndole constantemente a su lado era el hecho de que me privaba a mí de su compañía. Tú puedes ser su esposa, venía a decirme, pero yo soy su Reina.

Era amorosísima con él. Él era sus Ojos queridos y su Dulce Robin. Y se irritaba si estaba ausente de su lado mucho tiempo. La advertencia de Sussex no le había conmovido lo más mínimo. En la Corte se decía que nadie ocuparía jamás el puesto que él ocupaba en el favor real, pues si ese favor había podido sobrevivir a su matrimonio conmigo, podría sobrevivir a cualquier cosa.

Desgraciadamente, su odio por mí no parecía aplacarse. Yo oía decir con frecuencia que era imprudente mencionar mi nombre en su presencia y que en las ocasiones en que hablaba de mí me citaba siempre como esa Loba. Había decidido, sin duda, aceptar a mis crías, por otra parte, pues recibía en la Corte tanto a Penélope como a Dorothy.

Al aproximarse el fin de año, llegaba el momento de preparar los regalos de Año Nuevo a la Reina. Robert había procurado siempre superar cada año el regalo del anterior. Yo le ayudaba a escogerlo, y ese año fue una gran escudilla de piedra verde oscura con dos manillas majestuosas doradas que \ abrazaban como serpientes de oro. Era muy impresionante. Luego descubrí que Robert tenía otro regalo para ella: un collar de diamantes. Le había regalado joyas en varias ocasiones, pero nunca algo tan ostentoso como aquello. Sentí una ira sorda al ver que estaba adornado con «nudos de amante», y creo que lo habría destrozado si hubiese podido.

Me sorprendió con él en las manos.

—Para aplacar a Su Majestad —dijo.

—¿Os referís a los «nudos de amante»?

—Eso es sólo un diseño. Me refiero a los diamantes.

—Considero el diseño muy atrevido, pero estoy segura de que la Reina lo aprobará.

—Le encantará, sin duda.

—Y os pedirá que se lo colguéis al cuello, supongo.

—Solicitaré ese honor.

Debió percibir mi estado de ánimo porque añadió, rápidamente:

—Quizá si se suavizase lo suficiente, podría pedirle algo de la mayor importancia.

—¿Qué?

—Que os recibiese a vos en la Corte.

—No la complaceríais pidiéndole tal favor.

—Pues, sin embargo, me propongo hacer todo lo posible por conseguirlo.

Le miré cínicamente y dije:

—Si yo estuviese allí, vuestra posición sería difícil, Robert. Tendríais que hacer de amante de dos mujeres… y las dos de carácter impredecible.

—Vamos, Lettice, seamos razonables. Vos sabéis muy bien que tengo que aplacarla. Sabéis que tengo que estar a su servicio. Pero eso no cambia nada entre nosotros.