—Habrá sitio para todas vosotras —nos explicó muy emocionada mi madre—. Y todas tendréis oportunidades.

«Oportunidades» significaba la posibilidad de hacer buenos matrimonios, v eso era algo que había preocupado muchísimo a nuestros padres durante nuestro exilio.

Y por fin llegó el día en que me correspondió comparecer ante Su Majestad. Recuerdo muy bien aquel día, recuerdo todos los detalles del traje que llevaba. Era un traje de seda de un azul intenso, con muchos adornos, la falda acampanada y las mangas acuchilladas. El corpiño era muy ajustado y mi madre me dio un cinturón que ella tenía en gran estima, para la cintura. Estaba adornado con piedrecitas preciosas de diversos colores y me dijo que me daría suerte. Poco después, decidí que así era. Yo quería llevar el pelo descubierto, a decir verdad, pues estaba muy orgullosa de él, pero mi madre me dijo que sería mucho más adecuado uno de los nuevos gorritos franceses, tan de moda entonces. Protesté un poco, pues el velo que colgaba por detrás me tapaba el pelo, pero hube de ceder de inmediato, pues mi madre estaba muy nerviosa pensando en la impresión que yo podría causarle a la Reina, e insistió en que si la desagradaba echaría a perder no sólo mis propias posibilidades sino también las de los demás.

Lo que más me impresionó en esta primera entrevista fue su aura de soberanía, de que en aquel momento (aunque ninguna de las dos lo supiésemos entonces) nuestras vidas quedaron ligadas. Ella habría de jugar en mi vida un papel más importante que ninguna otra persona (salvo, quizá, Robert). Y mi papel en la suya, pese a los grandes acontecimientos acaecidos en su reinado, no fue en modo alguno insignificante.

Yo era, sin duda, un tanto ingenua por entonces, pese a mis ilusiones de experiencia mundana. Los años de Alemania habían sido embrutecedores, pero hube de aceptar de inmediato que había en ella una cualidad que jamás había visto en persona alguna. Capté que veinticinco años habían estado plagados de experiencias aterradoras suficientes para quebrantar de por vida a cualquier persona. Había estado cerca de la muerte y, en realidad, había vivido bajo su sombra, como prisionera en la Torre de Londres, con el hacha del verdugo siempre dispuesta a caer sobre su frágil cuello. Cuando aún no había cumplido los tres años, su madre subió al patíbulo. ¿Lo recordaría? Había algo en aquellos grandes ojos castaños que sugería que sí, y que había aprendido muy deprisa y que recordaba lo que había aprendido. Había sido notablemente precoz, una erudita desde la infancia. ¡Oh, sí, ella recordaba! Quizá por eso, aunque la muerte la había seguido tan de cerca durante aquellos años precarios, no había logrado alcanzarla. Tenía un aire majestuoso y regio; era, en suma, una auténtica Reina; y, sin embargo, bastaba estar un minuto a su lado para saber que vivía su majestad sin esfuerzo, como si hubiese estado preparándose para ella toda la vida… lo cual quizá fuese cierto. Era muy delgada, se mantenía muy recta y erguida y había heredado de su padre aquella piel tan clara. Su elegante madre tenía el pelo oscuro y la piel aceitunada. Yo, no Isabel, había heredado aquellos ojos oscuros, que eran también, se decía, como los de mi abuela María Bolena. Pero mi pelo (abundante y rizado) era como pálida miel. Sería estúpido negar que tal combinación resultaba muy atractiva, y yo tomé conciencia de ello muy pronto. Por lo que había visto en los retratos de los Bolena, Isabel no había heredado nada de su madre salvo quizás aquella brillantez indefinible, que yo estaba segura de que su madre tenía que haber poseído para cautivar al Rey hasta el punto de hacerle repudiar a su esposa española, hija de reyes, y romper con la propia Roma para unirse a ella.

Isabel tenía el pelo como un halo dorado con vetas rojizas. Yo había oído que su padre poseía un magnetismo que arrastraba a la gente hacia él, pese a su crueldad, y ella también lo poseía; pero en su caso se hallaba atemperado por un poder femenino y cautivador que debía heredar de su madre.

En aquellos primeros momentos pensé que ella era todo lo que me había imaginado que sería, y percibí de inmediato que le agradaba. Mi insólito cutis y mi vivacidad me habían hecho siempre la belleza indiscutible de nuestra familia y mi buena presencia había atraído a la Reina.

—Tienes bastante de tu abuela —me había dicho una vez mi madre—. Tendrás que vigilar tu propia naturaleza.

Sabía lo que quería decir. Los hombres me encontrarían atractiva, lo mismo que les había parecido atractiva María Bolena. Yo tendría que cuidarme de conceder favores si no me aportaban ningún beneficio. Era una perspectiva que me encantaba y una de las razones de que me complaciera tanto ir a la Corte.

La Reina estaba sentada en un gran sillón tallado que era como un trono, y mi madre me condujo hasta ella.

—Esta es mi hija Leticia, Majestad. En la familia la llamamos Lettice.

Hice una reverencia, con los ojos bajos, tal como me habían dicho que debía hacer, para indicar que no me atrevía a alzarlos por la deslumbrante majestad de la Reina.

—Entonces así la llamaré —dijo la Reina—. Lettice, levantaos y acercaos más para que pueda veros mejor.

La miopía hacía que sus pupilas parecieran muy grandes. Me asombró la delicada textura y la blancura de su piel. Las cejas y las pestañas claras le daban un aire de sorpresa.

—Vaya, Cat [1]—dijo a mi madre, pues tenía la costumbre de poner apodos, y, llamándose mi madre Catalina, era fácil ver por qué la llamaba Cat—. Tenéis una hermosa hija.

En aquellos tiempos, mi buena presencia la complacía. Siempre fue muy sensible a la belleza… sobre todo a la masculina, desde luego. Pero también le gustaban las mujeres… ¡Hasta que los hombres que le gustaban las admiraban también!

—Gracias, Majestad.

La Reina se echó a reír.

—Sois una mujer muy fértil, prima —dijo—. Siete hijos y cuatro hijas, ¿no? Me gustan las grandes familias. Bueno, Lettice, dadme la mano. Somos primas, ¿sabéis? ¿Qué os parece Inglaterra ahora que habéis vuelto?

—Inglaterra es un lugar maravilloso desde que Vuestra Majestad es su Reina.

—¡Ja, ja! —rió ella. —Veo que la educasteis como es debido. Eso es cosa de Francis, estoy segura.

—Francis siempre estuvo pendiente de sus hijos y sus hijas mientras estuvimos fuera del país —dijo mi madre—. Cuando Vuestra Majestad estaba en peligro, se puso tan desesperado… todos lo estuvimos en realidad.

La Reina asintió con gravedad.

—Bueno, ahora estáis de nuevo en la patria y todo irá bien. Tendréis que buscar maridos para vuestras hijas, Cat. Si todas son tan bellas como Lettice, no será difícil.

—Es una alegría tan grande estar de nuevo en casa, Majestad —dijo mi madre—. Creo realmente que ni yo ni Francis podemos pensar en otra cosa de momento.

—Ya veremos lo que puede hacerse —dijo la Reina, mirándome a mí—•. Vos, Lettice, parece que no tenéis mucho que decir —comentó.

—Creía que debía esperar a que su Majestad me diese permiso para hablar —dije rápidamente.

—Vaya, así que sabéis hablar. Me alegro. No puedo soportar a esas personas que son incapaces de hablar por sí mismas. Un bribón que sepa explicarse es más divertido que un santo silencioso. Bueno, ¿qué podéis contarme de vos?

—Os diré que comparto la alegría de mis padres por estar aquí y ver a mi regia parienta donde nosotros siempre creímos fervorosamente que debía estar.

—Bien hablado. Veo que después de todo le habéis enseñado a usar la lengua, prima.

—Eso es algo que me aprendí sola, Majestad —repliqué rápidamente.

Mi madre pareció alarmada por mi temeridad, pero la Reina frunció los labios de modo que indicaba que no la había irritado.

—¿Qué más aprendisteis sola? —preguntó la Reina.

—A escuchar cuando no podía participar en la conversación; y a situarme en el centro de ella cuando podía.

La Reina se echó a reír.

—Entonces habéis acumulado mucha sabiduría. La necesitaréis cuando vengáis a la Corte. Son muchos los que hablan y pocos los que aprenden el arte de escuchar. Y los que lo hacen son los hombres y mujeres sabios. Y vos… con sólo diecisiete años, ¿no?… habéis aprendido ya eso. Venid y sentaos a mi lado. Quiero hablar un rato con vos.

Mi madre parecía muy satisfecha y al mismo tiempo me lanzaba miradas de advertencia, indicándome que no perdiese la cabeza por aquel éxito inicial. Tenía razón. Yo podía ser muy impulsiva, y el instinto me advertía que la Reina podía sentirse complacida e irritada con la misma brusquedad.

Pero la oportunidad de adentrarme en aquel terreno peligroso me quedó negada, pues en aquel momento se abrió sin ceremonias la puerta y entró en la estancia un hombre. Mi madre pareció sorprendida y advertí que aquel hombre debía haber violado alguna norma estricta de etiqueta regia al irrumpir así sin anuncio previo.

No se parecía a ningún hombre que yo hubiese visto. Había en él una cualidad indefinible que se manifestaba de inmediato. Decir que era guapo, y sin duda lo era, es decir muy poco. Hay muchos hombres guapos, pero yo jamás había visto uno que poseyese tan singular atractivo. Le había visto antes, en la coronación. Quizás algunos piensen que era el amor lo que me hacía ver así a Robert Dudley. Quizás él me embelesase y me cautivase como a tantas mujeres (a Isabel incluso), pero no siempre le amé, y cuando miro hacia atrás y veo lo que pasó en los últimos días que estuvimos juntos, aún me estremezco. Se amase o se odiase a Robert Dudley, había que admitir aquella cualidad carismàtica. El carisma se define como un don gratuito de la divina misericordia y no puedo encontrar nada mejor para describirlo. Había nacido con aquel don y él lo sabía perfectamente.

En primer lugar, era uno de los hombres más altos que he visto en mi vida y emanaba poder. El poder, según mi opinión, es la esencia misma del atractivo masculino, al menos así ha sido siempre para mí… hasta que me hice vieja. Cuando hablaba de amores con mis hermanas (y lo hacía con frecuencia, porque sabía que jugarían un gran papel en mi vida), decía que mi enamorado debía ser un hombre que mandase a los demás. Sería rico y los demás temerían su cólera (todos salvo yo; él temería la mía). Comprendo que al describir el tipo de amante que deseaba, estoy en realidad destruyéndome a mí misma. Fui siempre ambiciosa… pero no de poder temporal. Jamás envidié a Isabel su corona, y siempre me alegró que ella la tuviese, cuando nuestra rivalidad era fuerte y yo podía demostrar que era capaz de triunfar sobre ella, pese a su corona. Yo deseaba que se centrase sobre mí la atención general. Yo quería ser irresistible para quienes me amaban. Empezaba a darme cuenta por entonces de que era una mujer de profundas necesidades sensuales y que tendría que satisfacerlas.

Robert Dudley era, pues, el hombre más atractivo que había visto. Era muy moreno, aceitunado casi, y tenía el pelo muy tupido y casi negro. Sus ojos oscuros eran chispeantes y vivos y daba la impresión de verlo todo; tenía la nariz algo aguileña y tipo de atleta. Actuaba como un Rey en presencia de una Reina.

Advertí en seguida el cambio que se producía en Isabel con aquella llegada. Su piel pálida se tiñó de rosa.

—Aquí está Rob —dijo—. No podía ser otro. ¿Por qué entras así, sin anunciarte?

El tono suave desmentía la aspereza de las palabras, y era evidente que la interrupción no la desagradaba en absoluto y que se había olvidado de mi madre y de mí.

Extendió su hermosa mano blanca; él se inclinó al cogerla y la besó, reteniéndola mientras posaba la mirada en su rostro e intercambiaban una sonrisa por la que tuve la sensación firme de que eran amantes.

—Querida señora —dijo—. Me apresuré a venir a vuestro lado.

—¿Alguna calamidad? —replicó ella—. Vamos, contadme.

—Nada —contestó él—. Sólo el deseo de veros que me resultaba irresistible.

Mi madre me puso una mano en el hombro y me hizo dar la vuelta hacia la puerta. Me volví a mirar a la Reina. Pensaba que debía esperar su permiso para retirarme.

Mi madre meneó la cabeza al inclinarse señalándome la puerta. Salimos juntas. La Reina se había olvidado de nosotras. Y también Robert Dudley.

Cuando la puerta se cerró tras nosotros, mi madre dijo:

—Dicen que habría matrimonio entre ellos de no ser porque él ya tiene esposa.

Seguí pensando en ello. No podía olvidar al apuesto y elegante Robert Dudley ni la forma en que había mirado a la Reina. Me fastidiaba que no me hubiese dirigido ni una sola mirada, y me convencí de que si lo hubiese hecho, habría mirado por segunda vez. No se me borraba del pensamiento su imagen con su gorguera blanca almidonada, sus almohadilladas caderas, su jubón, sus calzas abombadas, el diamante en la oreja. Recordaba la forma perfecta de sus piernas bajo las medias ajustadas. No llevaba ligas porque la simetría de sus piernas le permitía prescindir de artículo tan necesario para hombres peor dotados. El recuerdo de aquel primer encuentro permaneció en mi memoria como algo que tenía que vengar. Porque en aquella ocasión en que se formó el triángulo, ninguno de ellos dedicó un pensamiento a Lettice Knolly, cuya madre, poco antes, la había presentado humildemente a la Reina.