—Claro que cambia. Significa que apenas veo a mi esposo porque está constantemente bailando alrededor de otra mujer.
—Cambiará de actitud.
—No veo la menor señal de ello.
—Dejadlo de mi cuenta.
Se mostraba gentil y confiado cuando se fue a poner los «nudos de amante» alrededor del cuello regio, mientras yo me preguntaba cuánto tiempo se pretendía que yo soportase aquello. Había habido un tiempo en el que se me había reconocido como la mujer más bella de la Corte; y la razón de que ahora no se me reconociese como tal no era que se hubiesen marchitado mis encantos, sino, sencillamente, que no estaba allí. Recibíamos, desde luego, en Leicester House, Kenilworth, Wanstead y las otras residencias más pequeñas que teníamos, y entonces yo me sentía en mi propio terreno, pero era como si siempre que yo gozaba de mi papel de esposa del hombre más influyente de Inglaterra, la Reina decidiese visitar al conde de Leicester y eso significaba que debía desaparecer la esposa de Leicester.
Empezaba a agotárseme la paciencia. Robert seguía siendo mi esposo amado (cuando estaba conmigo) y yo procuraba asegurar que no hubiese otra mujer en su vida… aparte de la Reina. No sé si se debía a un debilitamiento del deseo por su madurez, a la satisfacción que yo le proporcionaba o al miedo de provocar la cólera de la Reina, no sabría decirlo; pero fuese Robert lo que fuese, él era el hombre de la Reina, y esto era algo que ella jamás iba a permitirnos olvidar.
Él podría estar satisfecho con su fortuna en ascenso, pero desde luego yo no lo estaba con la mía, en evidente declive.
En mi frustración por verme excluida, había cedido a una extravagancia aún más disparatada. Llevaba vestidos aún más ostentosos y resplandecientes cuando salía, y aumenté la envergadura de mi séquito. Cuando paseaba por las calles la gente se quedaba aún más impresionada que antes, y una vez oí murmurar: «Es una dama superior a la propia Reina». Y esto me satisfizo mucho… pero sólo temporalmente.
¿Iba yo, Lettice, condesa de Leicester, a permitir que me marginaran simplemente porque otra mujer estuviese celosa de mí hasta el punto de no poder soportar siquiera que se mencionase mi nombre en su presencia? No era propio de mi carácter aceptarlo. Algo tenía que suceder.
Yo era considerablemente más joven que Leicester, considerablemente más joven que la Reina. Ellos quizá pudiesen estar satisfechos con la situación, pero yo no.
Empecé a mirar a mi alrededor y descubrí que en nuestra propia casa había hombres atractivos. Pude comprobar que no había perdido ninguno de mis encantos por las miradas furtivas que me dirigían… aunque ninguno, por temor a la terrible cólera de Leicester, se atreviese a declarar sus sentimientos…
Naturalmente, esta situación no podía prolongarse de modo indefinido.
En mayo de aquel año llegaron a Inglaterra noticias de la muerte del duque de Anjou. Se habló de que le habían envenenado, como siempre que moría alguien importante, y corría también el rumor de que los espías de Robert eran los responsables, a causa de que éste temía que la Reina pudiese casarse con el duque. Esto era absurdo, y hasta los enemigos de Robert le prestaron escaso crédito. Era notorio que el principito rana de la Reina había sido un pobre ejemplar de humanidad: enano, picado de viruelas, se había entregado inmoderadamente a los placeres de los sentidos y, sin duda, su frágil constitución se había resentido de ello.
La Reina se afligió mucho por la noticia y lloró su pérdida. Era el único hombre con el que ella se habría casado, declaró, pero nadie la creyó. Yo no estaba segura de si se estaba engañando a sí misma y obligándose a pensar que podía haberse casado con él; el pensarlo ahora, dadas las circunstancias, no planteaba problema alguno, ya que estaba muerto. Resultaba difícil entender cómo ella, que tanta claridad revelaba en cuestiones de estado, tuviese aquella extraña obsesión con el matrimonio. Pienso que quizá la hubiese suavizado de algún modo el permitirse a sí misma creer que si el duque de Anjou no hubiera muerto, podría haberse casado con él. Necesitaba ahora a Leicester cerca de sí, para que un amante compensara la pérdida de otro.
A la muerte del duque de Anjou siguió la del príncipe de Orange, esperanza de los Países Bajos, asesinado por un fanático incitado por los jesuitas. Hubo mucho sentimiento en todo el país, y la Reina estaba constantemente reunida con sus ministros, lo que significaba que yo apenas veía a mi marido.
Cuando me hizo una breve visita, me dijo que la Reina no sólo estaba preocupada por lo que ocurría en los Países Bajos, sino que el éxito de los españoles le hacía temer mucho a María, Reina de Escocia. Desde que aquella Reina era prisionera de la nuestra, había habido alarmas. Se organizaban constantemente conjuras y complots para rescatarla y reinstaurarla en el trono. Robert me dijo que Isabel había recibido una y otra vez el consejo de librarse de ella, pero que como creía que la realeza era divina, por muchas molestias que le causase María de Escocia, aún seguía siendo Reina y además Reina coronada. No podía haber duda de su legitimidad y de su derecho a la corona, lo cual la hacía una enemiga aún más terrible. Isabel explicó en una ocasión a Robert que estaba preparada para morir en cualquier momento porque no había vida más amenazada que la suya.
La Corte estaba en Nonsuch y yo estaba en Wanstead cuando la salud de mi hijito empeoró bruscamente. Llamé a los médicos y la gravedad de sus comentarios me sumió en la más profunda desesperación.
Mi hijo pequeño padecía unos ataques que le dejaban muy débil y durante todo aquel año yo no me había atrevido a dejarle solo con las doncellas. Mi presencia parecía consolarle mucho y se entristecía tanto cuando yo hacía ademán de irme, que no podía dejarle.
El calor de julio era agobiante y sentada al borde de su lecho pensaba yo en mi amor por su padre (del cual él era fruto) y en lo importante que Robert había sido en tiempos para mí, dominando mi vida. Había creído entonces que el afecto que había entre nosotros duraría siempre, e incluso allí, entonces, sabía que jamás me libraría del todo de él. Si hubiésemos podido vivir juntos sin que la sombra de la Reina se interpusiese entre ambos, creo que la nuestra habría sido la mayor historia de amor de nuestro tiempo. Pero ella estaba allí, desgraciadamente. Había un trío donde debería haber habido una pareja. La Reina y Robert, pensaba yo, eran dos personalidades excepcionales; y quizá yo también lo fuera. Ninguno prescindiría de su orgullo ni de su ambición ni de la estimación que por sí mismo sentía, o lo que fuese. Si yo hubiese podido ser la esposa devota y sumisa que podría haber sido Douglass Sheffield, todo habría resultado más fácil. Me habría contentado con permanecer en la sombra y dejar que mi esposo sirviese a la Reina, le brindase la adulación que ella exigía y aceptase esto como algo necesario para su carrera.
Yo jamás podría hacerlo; y sabía que, tarde o temprano, esto se haría patente.
Y ahora, al estar en peligro nuestro hijo, sentía que cuando muriese (pues eso me temía) el lazo que me ligaba a Robert Dudley se debilitaría.
Envié un mensajero a la Corte a decirle a Robert lo grave que estaba su hijo y él vino de inmediato.
Cuando le recibí en el vestíbulo, no pude evitar decir:
—Vaya, has venido. Ha aceptado prescindir de ti.
—Habría venido aunque se hubiese opuesto —contestó—•. Pero está muy preocupada. ¿Cómo está el niño?
—Muy enfermo, me temo.
Fuimos a ver a nuestro hijo.
Allí estaba tendido en su lecho, pálido y pequeño, entre la magnificencia de que yo le había rodeado. Nos arrodillamos a su lado y Robert tomó una de sus manos y yo la otra, y le aseguramos que estaríamos con él mientras así lo desease. Esto hizo que sonriera y la presión de aquellos deditos cálidos en mi mano me llenó de tal emoción que apenas podía soportarlo.
Murió pacíficamente, ante nuestros ojos, y nuestro dolor fue tan intenso que no podíamos más que abrazarnos y mezclar nuestras lágrimas. No éramos, en aquel momento, los ambiciosos Leicester… éramos sólo padres afligidos y desdichados.
Le enterramos en Warwick, en la capilla de Beauchamp, e hicimos levantar una estatua yacente en su tumba con una larga túnica; la lápida le describía como el «noble impecable» y explicaba quién fue, y la fecha de su muerte en Wanstead.
La Reina mandó buscar a Robert y declaró que estaba decidida a consolarle. Lloró por el niño fallecido y dijo que el dolor de Robert era también suyo. Pero su simpatía no se extendió a la madre del niño. No me hizo llegar ni una palabra suya. Y yo era aún la desterrada.
Fue aquel un año de desastres, pues no mucho después de la muerte de mi hijo, apareció un folleto de lo más vil y despreciable.
Lo encontré en mi dormitorio de Leicester House, donde alguien debió colocarlo intencionadamente para que yo lo viera. Fui la primera en enterarme, pero al poco tiempo toda la Corte y el país hablaba de ello.
El blanco era Leicester. ¡Cómo le odiaban! Jamás hubo hombre que despertase tal envidia. Disfrutaba de nuevo del favor de la Reina y parecía que nadie podría desplazarle jamás. El afecto que la Reina sentía por él era tan firme como su corona. Robert parecía el hombre más rico del país. Gastaba liberalmente y a menudo tenía problemas de dinero, pero eso sólo significaba que había gastado, de momento, más de lo que podía permitirse. Estaba siempre junto a la Reina cuando ésta tomaba decisiones importantes y, según algunos, era Rey en todo salvo en el nombre.
Así que le envidiaban y su odio era un odio ponzoñoso.
Examiné el librito, titulado «Copia de una carta escrita por un maestro de arte de Cambridge».
En la primera página distinguí el nombre de mi esposo.
«Ya sabéis que el Oso ama sobre todo su barriga…», leí, y advertí enseguida que el Oso era Robert.
Seguía un resumen de su relación con la Reina. Me pregunté qué diría ella si lo leía alguna vez. Y luego… sus crímenes. Naturalmente, uno de los puntos más destacados era la muerte de Amy Robsart. Según el folleto, Robert había contratado a un tal Sir Richard Verney para asesinarla, y despejar el camino para que él y la Reina pudiesen casarse.
Se mencionaba también al marido de Douglass Sheffield, diciendo que Leicester le había envenenado, aunque se hubiese dicho que había muerto de un catarro que le había bloqueado la respiración. Yo sabía qué vendría después, pues no podía esperar verme al margen del libelo: allí estaba. Leicester había tenido relaciones conmigo cuando mi esposo aún vivía, y al quedar yo embarazada habíamos destruido al hijo y después él había asesinado a mi marido. Daba la sensación de que todo el que había muerto misteriosamente había sido envenenado por él. Hasta el cardenal de Chátillon se decía que había sido víctima suya, porque amenazó con revelar que Leicester había impedido el matrimonio de Isabel con el duque de Anjou.
Se mencionaba también al doctor Julio, el médico de Robert, como el individuo que, por su amplio conocimiento de los venenos, había ayudado a Leicester a llevar a cabo sus malvados designios.
Me quedé atónita. Lo leí una y otra vez. Gran parte de aquel librito podía ser cierto, pero quedaba invalidado por las acusaciones y exageraciones absurdas. Era un golpe contra Leicester, y la forma en que su nombre se ligaba al de la Reina creaba una situación desagradabilísima.
Al cabo de unos días, el panfleto, que había sido impreso en Amberes, circulaba por todo Londres y por todo el país. Todo el mundo hablaba de lo que pasó a llamarse la Regencia de Leicester.
Philip Sidney llegó a Leicester House a caballo. Estaba furioso y declaró que iba a escribir una respuesta en defensa de su tío. La Reina hizo que el Consejo decretara la prohibición del folleto, y declaró que por lo que ella sabía, el contenido del libro era totalmente falso; pero no era tan fácil hacer desaparecer el libro. La gente estaba dispuesta a arriesgarse para hacerse con él. Era más interesante, de cualquier modo, que la respuesta, maravillosamente escrita, de Philip, en la que éste pedía al individuo que había escrito aquel ignominioso ataque al conde de Leicester, que diese la cara, aunque añadía que estaba seguro de que nunca se atrevería a hablar en su propio nombre por tratarse de un falsario y un calumniador. Añadía que por la rama de su padre pertenecía a una familia noble y distinguida, pero que su principal honor era ser un Dudley.
Fue inútil. El panfleto tuvo gran difusión; y todas las murmuraciones que en el pasado se habían difundido subrepticiamente, se difundían ahora en letra impresa… con el añadido de algunas calumnias más.
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