No podía haber duda alguna de que al finalizar aquel trágico año, Robert era el hombre de quien más se hablaba en Inglaterra.

La aventura ultramarina



La delegación llegó a la Gran Cámara y «me hicieron una propuesta… venían a ofrecerme, con muy buenas palabras, con las que querían honrar a Su Majestad, el gobierno absoluto de todas las provincias»…

Leicester a Burleigh.


Tan descontenta está la Reina de que hayáis aceptado gobernar ahí, antes de solicitar consejo y de recabar la opinión de Su Majestad que, pese a que yo, por mi parte, juzgue esta acción a la vez honorable y provechosa, Su Majestad no querrá siquiera oír lo que yo pueda decir en su defensa.


Burleigh a Leicester.


Con grandes juramentos y aludiendo a la condesa de Leicester como «La Loba», la Reina declaró que no habría «más Cortes bajo su obediencia que la suya propia y que debíais renunciar inmediatamente».


Thomas Dudley a su señor el conde de Leicester.


La circulación del libelo calumnioso no podía dejar de producir sus efectos, incluso en mí. Empecé a preguntarme hasta qué punto sería cierto y a mirar a mi esposo con nuevos ojos. Evidentemente era una extraña coincidencia que la gente que se había interpuesto en su camino hubiese quedado eliminada en momentos tan notablemente oportunos. Él estaba muy pocas veces en el escenario del crimen, pero, claro, tenía espías y servidores suyos por todas partes. Yo esto siempre lo había sabido.

La inquietud y el desasosiego me dominaban. ¿Cuánto sabía yo en realidad sobre mi esposo? Si había, aunque sólo fuese algo de verdad en lo que estaba leyendo, debía admitir que mi posición resultaba bastante precaria. ¿Y si la Reina decidía, después de todo, casarse con él? ¿Qué haría entonces? ¿Le resultaría irresistible la posibilidad? ¿Me encontrarían también desnucada al pie de una escalera? Parecía el desenlace lógico.

Pensé en nosotros tres, en los tres que formábamos aquel trío impío. Los tres éramos personas complicadas y ninguno era excesivamente escrupuloso. Tanto Robert como Isabel habían vivido peligrosamente toda la vida. La madre de Isabel y el padre de Robert habían muerto de muerte violenta, en el patíbulo, y ellos mismos habían estado sólo a unos pasos de un destino similar. En cuanto a mí, la Reina había exigido que viviese más en la sombra. Pero estaba casada con un hombre que, según aquel panfleto, manejaba sin contemplaciones la copa de veneno y otras armas mortíferas. El misterio de Amy Robsart jamás se aclararía. Sólo se sabía que había muerto en un momento en que su muerte podría haber elevado a Robert al trono de Inglaterra. Pensé en Douglass Sheffield, que en determinado momento había sido un obstáculo para él. Habían empezado a desintegrársele las uñas, había empezado a caérsele el pelo. No había muerto, pero había estado muy cerca de la muerte. ¿Qué sabíamos de los peligros por los que había pasado? Al menos ahora era la más satisfecha de las esposas, pues Edward Stafford la adoraba.

Iba sintiéndome cada vez más insatisfecha. Me parecía que la actitud de la Reina respecto a mí nunca cambiaría. Si ella hubiese repudiado igualmente a Robert, no hubiese sido tan terrible para mí. Él era rico, y aunque no hubiese disfrutado más del favor de la Reina, podría haber vivido señorialmente en Kenilworth, Wanstead, Cornbury, Leicester House (o en una de sus mansiones campestres) y yo habría sido románticamente considerada la mujer por la que él daba por bien perdido el favor de la Reina.

Pero no fue así y, decidida a castigarme, experimentaba ella un malévolo placer apartándole de mi lado. ¿Por qué? ¡Para que él la prefiriese a ella! Deseaba demostrarme (y demostrar al mundo) que él estaba dispuesto a abandonarme en cualquier momento por ella. Y él lo hacía.

En sus breves visitas hacíamos el amor apasionadamente, pero me preguntaba si se daría cuenta de que para mí hasta la vieja pasión estaba cambiando. Me preguntaba si Isabel advertiría en él el cambio. Un hombre que había vivido tal como había vivido Robert, no podía esperar salir ileso. Había vivido con demasiada esplendidez, entregándose con exceso a lo que la gente llamaba las cosas buenas de la vida, y el resultado eran periódicas visitas a Buxton, donde tomaba las aguas y vivía de modo más sencillo con la esperanza de que su gota se aplacase. Como era tan alto, aún tenía una figura impresionante, y conservaba aún aquel aura que le hacía destacar como un príncipe entre la multitud. Era un hombre que creaba su propio destino. Las leyendas relacionadas con él siempre harían que la gente pronunciara su nombre con respeto. Seguía siendo el hombre más discutido del país, papel que él buscaba y del que gozaba. La devoción de la Reina hacia él, que duraba ya casi una vida, jamás se olvidaría. Pero estaba ya envejeciendo, y cuando le veía después de sus ausencias, siempre me impresionaba un poco su aspecto.

Yo procuraba cuidarme mucho, decidida a parecer joven el mayor tiempo posible. Repudiada de la Corte, tenía tiempo para experimentar con hierbas y pociones que mantenían bella mi piel. Me bañaba en leche; trataba mi pelo con lociones especiales que ayudaban a conservar su brillante color. Utilizaba polvos y afeites con una habilidad que no tenía rival entre las damas de la Reina, preservando así una apariencia juvenil que desmentía mis años. Pensaba en Isabel (más vieja que yo) y experimentaba un placer profundo examinándome en el espejo y viendo mi cutis, que parecía (con el añadido de aquellos afeites que con tanta habilidad sabía aplicarme) tan fresco como el de una muchacha.

Robert siempre manifestaba su asombro al verme después de algún tiempo.

—No has cambiado desde el día que te vi —decía.

Era una exageración, pero una exageración que se agradecía; y sabía, sin embargo, que yo había conservado una cierta frescura y una lozanía que me daban un aire de inocencia tan contrario a mi carácter que quizá fuese ese contraste lo que me distinguiese y el secreto de mi éxito entre los hombres. En cualquier caso, tenía plena conciencia de mis atractivos, que Robert jamás dejaba de comentar. Solía comparar a nuestra Zorra con su Cordera… en detrimento de la primera, por supuesto, y lo hacía por ponerme de buen humor. No quería que el tiempo que pasásemos juntos se malgastase en recriminaciones. Deseaba desesperadamente que le diera otro hijo, pero yo no estaba deseosa de ello. En realidad, nunca olvidaría la pérdida de mi pequeño Robert, lo cual puede parecer falso en una mujer de mi carácter, pero que sin embargo es cierto. Estaba dispuesta a reconocer y a admitir que era egoísta, sensual, que busqué la admiración, que perseguí el placer. Había aprendido también que no era excesivamente escrupulosa a la hora de conseguir lo que deseaba… pero, pese a esto, era una buena madre. De eso me enorgullezco aún ahora. Todos mis hijos me querían. Para Penélope y Dorothy era como una hermana, y me confiaban sus secretos matrimoniales. No era que Dorothy tuviese problemas por entonces. Era benditamente feliz en su precipitada unión. No sucedía lo mismo con Penélope. Ésta me contaba detalladamente las sádicas costumbres de Lord Rich, el esposo que ella jamás había querido, me hablaba de las rabietas de él por la pasión que Philip Sidney sentía por ella. Y de su vida espeluznante en el lecho matrimonial. Pero, por su carácter, muy similar al mío, no estaba del todo hundida por ello. La vida le resultaba emocionante: las largas batallas con su marido; la devoción sublime de Philip Sidney (me preguntaba muchas veces qué pensaría de aquello su esposa, Francés); y el constante mirar hacia adelante, hacia las aventuras que el día pudiese brindar. Así, pues, tenía a mis hijas.

En cuanto a mis hijos, veía a Robert, conde de Essex, de vez en cuando. Yo insistía en ello, porque no podía soportar la separación. Él vivía en su casa de Llanfydd, en Pembrokeshire, y yo protestaba siempre de que quedaba demasiado lejos. Se había convertido en un joven muy apuesto. Hube de admitir que su carácter era un poco inestable y que había en él una actitud díscola, una extraña arrogancia; pero como era su madre, me convencía enseguida de que aquello quedaba sepultado por sus modales perfectos y por una cortesía innata sumamente atractiva. Era alto y delgado y yo le adoraba.

Le instaba siempre a volver a la casa familiar, pero él movía la cabeza y a sus ojos asomaba un brillo obstinado que yo conocía muy bien.

—No, madre querida —dijo—. Yo no nací para ser cortesano.

—Pues lo parecéis, querido.

—Las apariencias engañan. Vuestro esposo querría que yo fuese a la Corte, supongo. Pero soy feliz en el campo. Vos deberíais venir conmigo, madre. No deberíamos separarnos. Según tengo entendido, vuestro esposo está constantemente sirviendo a la Reina, así que quizá no os echase de menos.

Percibí el frunce desdeñoso de sus labios. Le resultaba muy difícil ocultar sus sentimientos. No le complacía mi matrimonio. A veces, yo pensaba que su aversión por Leicester nacía de saber lo mucho que me preocupaba por él; en realidad, él quería que todo mi afecto fuese suyo. Y, por supuesto, el saber que Leicester me menospreciaba por la Reina, le enfurecía. Conocía muy bien a mi hijo.

El joven Walter idealizaba a su hermano Robert y pasaba el mayor tiempo posible en su compañía. Walter era un gran muchacho… Siempre me pareció una pálida sombra de Essex. Le quería, pero lo que sentía por cualquiera de mis hijos no podía aproximarse a la intensidad de lo que sentía por Essex.

Aquellos eran días felices, cuando podía reunir a mi familia y sentarme alrededor del fuego y hablar todos. En muchos sentidos, me recompensaban de no poder vivir en la Corte y de la compañía de mi marido, que estaba casi siempre allí.

El que disfrutase tanto con mis hijos, hacía que no desease los inconvenientes de dar a luz de nuevo. Admito que era ya demasiado vieja. El parto habría sido para mí una prueba y no hubiese salido ilesa de él.

Recordaba cómo había deseado en tiempos lejanos un hijo de Robert. El destino nos había dado a nuestro angelito, a nuestro Noble Impecable; pero con él nos había causado mucha ansiedad y mucha aflicción. Jamás olvidaría su muerte, ni aquellas noches que pasé al pie de su lecho después de los ataques. Y ahora había muerto; pero, a la vez que me afligía profundamente, su pérdida me liberaba de una gran angustia.

Me compensaba saber que mi hijito querido no sufriría más. A veces, me preguntaba si su muerte habría sido un castigo a mis pecados. Y me preguntaba si Leicester no sentiría lo mismo.

No, no quería más hijos, y esto podría ser indicio de que mi amor por Robert decrecía.

Cuando estaba en Leicester House, que era donde más me gustaba estar por su proximidad a la Corte (tan cerca y sin embargo tan lejos para los excluidos de ella), veía más a Roberta porque le resultaba más fácil escaparse por breves períodos. Pero no podíamos estar juntos más que unos pocos días, porque enseguida llegaba el mensajero de la Reina exigiendo su vuelta a la Corte.

En una ocasión llegó muy preocupado. Después de sus declaraciones de eterna fidelidad a mí y de que consumamos nuestra pasión, que me pareció intentaba alimentar con la avidez que ambos habíamos conocido en nuestros encuentros secretos, me di cuenta de por qué había venido a mí aquel día.

La causa era un hombre llamado Walter Raleigh, que estaba creando grandes inquietudes.

Yo había oído hablar de él, por supuesto. Su nombre estaba en boca de todos. Penélope le había conocido y me dijo que era muy apuesto y que poseía un gran encanto; la Reina le había introducido enseguida en su círculo íntimo. Se había hecho famoso, según se decía, un lluvioso día en que la Reina regresaba a palacio a pie y se detuvo ante una zona embarrada que tenía que cruzar. Raleigh se quitó entonces su maravillosa capa y la extendió sobre el barro para que ella pudiese pasar. Me imaginé la escena: el gesto gentil, la lujosa capa, el resplandor de aquellos ojos tostados al ver los bellos rasgos del apuesto joven; el cálculo que debía brillar en los del aventurero que contaba sin duda por bien perdido el costo de una capa lujosa ante los beneficios que pudiese obtener.

Poco después de este incidente, Raleigh estaba al lado de la Reina, encantándola con su ingenio, sus galanterías, su adoración y sus relatos de pasadas aventuras. Le había tomado gran cariño y le había nombrado caballero aquel año.