—Vos no conocéis el carácter de la Reina, Rob —dije enseguida.

—»Ni deseo conocerlo —contestó.

Me di cuenta de que no sería fácil persuadirle.

Hube de admirar, como siempre, el tacto de Leicester. Era evidente cómo se las había arreglado para conservar su puesto en la Corte. Sonrió indulgente, sin dar el menor signo de que aquel muchacho inexperto, que sin duda ignoraba las cosas de la Corte, le irritase. Fue paciente y cortés, y creo que desconcertó un poco a Essex. Pude ver que su opinión cambiaba al hablar Leicester tranquila y cordialmente, y que luego escuchaba con profunda atención las consideraciones de mi hijo. Nunca le admiré tanto y, al verles juntos, pensé lo afortunada que era al tener a aquellos hombres ocupando el puesto que ocupaban en mi vida: Leicester, un hombre que inspiraba admiración y respeto en todo el país; ¿y Essex.—..? Quizás un día fuese igual.

En aquel momento, podía burlarme de la Reina. Leicester quizá bailase al son que ella tocaba, pero sólo porque ella era la Reina. Yo era su esposa. La mujer a la que amaba. Y tenía, además, aquel maravilloso hijo. Leicester y Essex. ¿Qué más podía pedir una mujer?

Comprendí que Essex estaba preguntándose qué había sido del villano del folleto y, a su modo impulsivo, menospreciándolo como un libelo absurdo. Observándoles, pensaba yo en lo distintos que eran… aquellos dos condes míos. Leicester tan listo, tan sutil, hablando normalmente con suma cautela… y Essex, fogoso, sin pararse nunca a pensar en las consecuencias de sus acciones y sus palabras.

Conociendo también su carácter, no me pareció sorprendente el que, al poco tiempo, Leicester lograse convencer a Essex de que fuera a la Corte.

Estaba muy dolida, claro, de verme excluida de aquella primera presentación. Cómo habría disfrutado observando a aquellos ojos de halcón estudiando a mi apuesto hijo.

Mas hube de oírlo de otra gente.

Penélope, que estuvo presente, me lo contó.

—Estábamos todos muy nerviosos, claro, porque ella pensaría inmediatamente que era vuestro hijo.

—¿Sigue odiándome entonces como siempre?

Penélope no contestó a esto. Con lo que indicaba que sí.

—Hubo un momento en que pareció indecisa. «Majestad», dijo Leicester, todo cordialidad y sonrisa, «permitidme, por favor, presentaros a mi hijastro, el conde de Essex». Le miró entonces detenidamente y, por unos instantes, no dijo nada. Yo creí que iba a soltar algún exabrupto.

—Contra la Loba —Comenté.

—»Entonces, Essex se adelantó. Es tan alto y tiene ese aire tan imponente… e incluso el que vaya un poco encorvado resulta atractivo. Tiene un modo especial, además, de saludar a las mujeres… es tan cortés, gentil casi, hasta con la más humilde sirvienta… No hay duda de una cosa, señora, le gusta a las mujeres. Y la Reina es una mujer. Fue como si relampaguease algo entre los dos. He visto otras veces que le sucedía esto con los hombres a los que iba a favorecer. Extendió la mano, y él la besó con gran elegancia. Y luego ella sonrió y dijo: «Vuestro padre fue un buen súbdito. Lamenté su muerte. Fue demasiado prematura…» Le hizo sentar a su lado y le preguntó cosas del campo.

—¿Y él? ¿Estuvo airoso?

—Ella le imponía. Ya la conocéis. Puede odiársela en privado, pero…

—Ha de ser muy en privado —comenté, irónicamente.

—Desde luego, por prudencia. Pero aun odiándola, uno no puede por menos de reconocer su grandeza. Essex la apreció. Se desvaneció su arrogancia. Fue casi como si se enamorara de ella. Es lo que ella espera de los hombres, y todos fingen asombro por su encanto, pero Essex no finge nunca, desde luego, así que en su caso debía ser auténtico.

—Con lo que parece que vuestro hermano ingresará en el círculo íntimo —dije.

Penélope estaba pensativa.

—Puede que así sea. Tiene sólo diecisiete años, pero cuanto mayor se hace la Reina, más jóvenes le gustan los hombres.

—Pero esto es realmente extraño. El hijo de la mujer a la que más odia.

—Es lo bastante apuesto para superar tal obstáculo —contestó Penélope—. Y hasta puede que forme parte del atractivo.

Me sentí sobrecogida por un brusco temor. Se había apoderado de mi hijo. ¿Sabía lo mucho que yo le amaba? Tarde o temprano, él le indicaría que había un lazo especial entre nosotros tres. Jamás recurriría a subterfugios para conservar su favor, como había hecho Leicester. Si se mencionaba mi nombre, él me defendería. No permitiría que me insultase en su presencia.

Y esto me daba mucho miedo.

Según Leicester, Essex había causado muy buena impresión a la Reina; ésta estaba desviándose de Raleigh hacia mi hijo. Le divertía. Era distinto a los demás, era joven, impulsivo, sincero.

Oh, hijo amado, pensaba yo, ¿he permitido que Leicester te atrape en su red?




El estar inmersa en mis asuntos personales y desterrada de la Corte, me había permitido olvidarme de las muchas nubes que empezaban a formarse sobre el país.

Había oído hablar de aquellas amenazas durante muchos años: La Reina de Escocia (en relación con la cual había constantes conjuras para subirla al trono deponiendo a Isabel), y el enemigo español. Había llegado a aceptar aquellas amenazas como realidades de la vida. Creo que lo mismo les sucedía a muchos de mis compatriotas; pero, desde luego, en el pensamiento de la Reina y en el de Leicester, estaban siempre presentes.

Mi exilio de la Corte era en mi corazón como una peste, sobre todo ahora que Essex estaba allí. No es que yo quisiera sonrisas de la Reina. Sólo quería estar allí… ver las cosas directamente. Me procuraba muy poca satisfacción recorrer en carruaje las calles vestida como una Reina y recibir en mis espléndidas mansiones, donde, sólo a través de otros, podía enterarme de lo que pasaba en la Corte. Así que anhelaba estar allí, y parecía que nunca podría. Era su venganza.

Leicester hablaba con frecuencia de la Reina de Escocia. Vacilaba entre buscar su favor y eliminarla definitivamente. Mientras viviese, decía, poca paz tendrían él e Isabel. Temía que algún día triunfase una de las muchas conjuras de sus partidarios; en cuyo caso, quienes habían apoyado y seguido a Isabel, serían los menos aceptables para la nueva Reina. Y él sería el primero a quien se retiraría el poder. Privado de su poder y de sus riquezas, sin duda le enviarían a la Torre y sólo saldría para subir al patíbulo.

Una vez que estábamos juntos en la cama y en su sopor se dejó llevar en sus confidencias, dijo que había aconsejado a la Reina que ordenase estrangular a María, o, mejor aún, envenenarla.

—Hay venenos —dijo— que apenas dejan rastro… y bien administrados, ninguno en absoluto. Sería una bendición para el país y para la Reina, el que María no existiese. Mientras esté ahí, siempre habrá peligro. En cualquier momento, puede triunfar una conjura, pese a todos nuestros esfuerzos.

¡Veneno!, pensé. No deja ningún rastro… bien administrado. Había tiempo suficiente para que aquellas huellas desapareciesen antes de que las buscaran.

Oh, me había embrujado aquel maldito libelo.

Me preguntaba si la Reina hablaría alguna vez con él de mí cuando estaban solos. Me preguntaba si habría dicho alguna vez: «Te precipitaste, Robin. Si hubieses esperado, podría haberme casado contigo».

Era muy capaz de eso. Muy capaz de hablar nostálgicamente de matrimonio ahora, con un hombre que ya no era libre y no podía casarse con ella. Me la imaginaba torturándole: «Perdisteis una corona al casaros con esa Loba, Robin. De no ser por ella, ahora podría casarme con vos. Podría haberos convertido en Rey. Qué bien sentaría tina corona sobre esos rizos canos».

No podía dejar de pensar en Amy Robsart.

Cuando iba a Cornbury, Oxfordshire, pasaba por Cumnor Place. No entré porque eso habría dado lugar a murmuraciones, pero me habría gustado ver la escalera por la que había caído Amy. Aquella escalera me embrujaba; y, a veces, cuando iba a bajar un tramo largo de escaleras, miraba furtivamente hacia atrás por encima del hombro.

He dicho antes que existía la amenaza constante de la Reina de Escocia y de los españoles. Se hablaba por entonces con mucha alarma de que Felipe de España estaba construyendo una gran flota de naves con las que pretendía atacarnos. Nosotros trabajábamos febrilmente en nuestros astilleros; hombres como Drake, Raleigh, Howard de Effingham y Frobisher zumbaban alrededor de la Reina como abejas instándole a prepararse para los españoles.

Leicester decía que estaba inquieta y temerosa de que los españoles se lanzasen un día contra ella, y que por eso consideraba tan importante la campaña de Flandes.

Yo sabía que tras las muertes del duque de Anjou y de Guillermo de Orange, habían llegado delegaciones de los Países Bajos ofreciendo a Isabel la corona si les protegía. No se había atrevido a hacerlo. No tenía deseo alguno de aumentar sus responsabilidades, y era fácil suponer la reacción de España si aceptaba la oferta. Lo considerarían un acto de guerra. Esto no significaba, sin embargo, que ella no enviase dinero y hombres a luchar en la campaña de Flandes contra los invasores españoles.

Una tarde, Robert llegó a Leicester House muy excitado. Oí el repiqueteo de los cascos de su caballo en el patio y me apresuré a bajar a recibirle. Supe nada más verle que algo muy importante había ocurrido.

—La Reina envía un ejército a luchar a Flandes —me dijo jadeante—. Ha decidido elegir muy cuidadosamente y enviar al hombre más adecuado para la tarea, aunque preferiría retenerle a su lado.

—Y vos vais a mandar ese ejército —contesté con aspereza.

Una súbita cólera me inundaba. Estaba segura de que a ella le molestaba perderle, pero, como al mismo tiempo, le apartaba de mí, se sentía compensada. Podía imaginar muy bien su perversa satisfacción. Él es su esposo pero soy yo quien decide si ha de estar con él.

Y Robert asintió.

—Estuvo muy afectuosa, hasta lloró un poco incluso.

—¡Conmovedor! —dije, con un sarcasmo que él fingió no advertir.

—Me hace un gran honor. Era uno de los mejores destinos que podía otorgarme.

—Me sorprendo que os deje ir. Pero al menos ella tiene la satisfacción de saber que yo, también, me veré privada de vuestra presencia.

Leicester no escuchaba. Su vanidad le hacía verse ya lleno de gloria y de honores.

No se quedó mucho en Leicester House. Ella había indicado que, puesto que muy pronto la dejaría, debía estar todo el tiempo posible con ella antes de irse. ¡Con ella!, pensaba yo amargamente. Ella me estaba indicando que aunque yo fuese su esposa, ella era la mujer importante de su vida, ella mandaba y él obedecía y cada hora que pasaba con ella era una hora que yo no podía compartir.

Pocos días después, me enteré de que él no iba a ir al fin a los Países Bajos. La Reina estaba enferma y creía que no viviría mucho. No podía permitir, en consecuencia, que el conde de Leicester se alejara de su lado. Llevaban demasiado tiempo juntos para separarse pensando que quizá no volviesen a verse. Así pues, él debía quedar y ella pensar de nuevo quién sería el más adecuado para ostentar el mando del ejército que había de ir a Flandes.

Yo estaba furiosa. Tenía la certeza de que todas las acciones de la Reina iban dirigidas contra mí para humillarme aún más de lo que ya me había humillado. Ella decía que mi esposo tenía que ir a los Países Bajos y él se preparaba para ir. Ella decía que debía quedarse y se quedaba. Mi esposo debía es lar allí a sus órdenes. Estaba tan enferma que le quería a su lado. Si yo hubiese estado enferma, él habría tenido que ir. Isabel quería hacerme saber que en la vida de él tenía yo muy escasa importancia. Me abandonaría si ella lo ordenaba. ¡Cómo la odiaba! Mi único consuelo era que ella me odiaba tanto como yo a ella. Y sabía que en el fondo de su corazón estaba segura de que la elegida sería yo… de no ser su corona.

Fue durante este período depresivo cuando fui infiel a mi esposo. Lo fui con toda deliberación. Estaba cansada de sus breves visitas robadas a la Reina; como si ella fuese su esposa y yo su amante. Había desafiado la cólera de Isabel para catarme con él, sabiendo que ella me odiaría siempre. Y, tras hacer aquello, no estaba dispuesta para que me tratasen de aquel modo.

Leicester se hacía viejo y, como había advertido desde hacía algún tiempo, había algunos jóvenes muy apuestos a su servicio. A la Reina le gustaba rodearse de jóvenes apuestos, para que atendiesen sus caprichos, la halagasen, la sirviesen… pues bien, a mí también me gustaban. Desde que veía tan poco a mi esposo, cada vez pensaba más en esto. Aún era lo bastante joven para gozar de los placeres que podía compartir con el sexo opuesto. Pensándolo ahora, creo que quizás albergase la esperanza de que Leicester se enterara y supiese así que otros me deseaban lo suficiente para arriesgarse a su venganza.