Durante un tiempo, había creído que sólo Leicester podía complacerme. Quería demostrarme a mí misma que ya no era así.
Había un joven en el séquito de mi marido (un tal Christopher Blount, hijo de Lord Mountjoy) al que Leicester había hecho su caballerizo. Era alto, de gentil apostura y sumamente bello, rubio, de ojos azules y con un atractivo aire de inocencia que me encantaba. Me había fijado en él muchas veces y sabía que él también me miraba. Siempre le daba los buenos días al pasar, y él siempre estaba atento y me miraba con cierta reverencia, que me resultaba muy gratificante.
Decidí hablar con él siempre que le viese, y pronto comprendí que él procuraba que le viese para que le hablase.
Después de verle, iba a mi habitación y pensaba en él, me miraba al espejo y me examinaba críticamente. Me parecía increíble que en cinco años fuese a cumplir cincuenta. La idea me horrorizaba. Debía aprovechar lo bueno de la vida, pues de allí a poco sería demasiado vieja para disfrutarlo.
Hasta entonces, siempre me había congratulado el hecho de que la Reina fuese ocho años mayor que yo y Robert algo más. Pero de pronto me comparaba con Christopher Blount. Debía tener veinte años menos que yo. En fin, no sólo las reinas pueden jugar a ser jóvenes. Quería demostrarme a mí misma que aún poseía atractivos. Quizá sólo quisiese asegurarme de que Leicester no era ya tan importante para mí como antes. Si él había de estar siempre al lado de la Reina para divertirla, yo podía encontrar diversiones en otra parte. Sentía, en cierto modo, que no sólo estaba superando a Leicester sino, y era más importante para mí, también a la Reina.
Unos días después, vi a Christopher en los establos y dejé caer un pañuelo. Un truco viejo pero útil. Le dio una oportunidad. Me preguntaba si tendría el valor de aprovecharla. Si lo hacía, merecía una recompensa, pues tenía que conocer a Leicester y yo estaba segura de que habría leído el célebre folleto, por lo que sabría que podía ser peligroso jugar con la esposa de Leicester.
Yo sabía que vendría.
Sí, allí estaba, a la puerta de mi cámara con el pañuelo en la mano. Le hice entrar sonriendo, y, cogiéndole de la mano, le introduje en la cámara y cerré.
Fue emocionante, no menos para él que para mí. Había sido aquel añadido del peligro lo que más me había atraído en los primeros tiempos de mi relación con Robert. Fue maravilloso estar con un joven, saber que mi cuerpo era bello aún y que mi edad parecía ser un atractivo más, porque dominaba por completo la situación y mi experiencia le llenaba de respeto y de asombro.
Le despedí después en seguida diciendo que aquello no podría repetirse. Sabía que se repetiría, claro, pero eso lo hacía más precioso y emocionante. Su expresión fue de gran seriedad, una expresión muy trágica, pero yo sabía que tendría valor suficiente para volver a desafiar la cólera de Leicester una y otra vez, por no perderse aquello.
Una vez que se fue, me eché a reír y pensé en Leicester bailando alrededor de la Reina.
—Ese juego pueden jugarlo dos, mi noble conde —dije.
La Reina había cambiado de idea una vez más. Se había recuperado y sólo Leicester, había decidido de nuevo, era digno de dirigir los ejércitos de los Países Bajos.
Robert estaba muy emocionado cuando vino a Leicester House. Veía abrirse ante él, según me dijo, un maravilloso futuro. Le habían ofrecido a la Reina la corona de Holanda. Ella no la aceptaría, pero Robert no veía razón alguna para no poder aceptarla él.
—¿Os gustaría ser Reina, Lettice? —me preguntó. Le contesté que no rechazaría una corona si me la ofrecían.
—Esperemos que no impida otra vez nuestra marcha —dije.
—No lo hará —contestó—. Está ansiosa de obtener una victoria allí. La necesitamos. Voy a prometeros una cosa: expulsaré a los españoles de los Países Bajos.
Me miró de pronto y vio la frialdad de mi mirada, pues yo pensaba en lo absorto que le tenía su inminente gloria y lo poco que le preocupaba dejarme. Pero luego ella había visto que teníamos tan poco tiempo para estar juntos que aquella separación no alteraba gran cosa la vida que llevábamos desde hacía mucho tiempo.
Me cogió de las manos y me besó.
—Lettice —continuó—. Voy a lograrlo por vos. No creáis que no comprendo lo que ha sido vuestra vida. Yo nada pude hacer. Era contra mi voluntad. Comprendedlo, por favor.
—Lo comprendo muy bien —contesté—. Teníais que menospreciarme porque ella lo deseaba.
—Así es. Si yo pudiese…
Me cogió y me abrazó, pero percibí que aquella emoción no brotaba de su pasión por mí sino de pensar en la gloria que alcanzaría en los Países Bajos.
Le acompañaría Philip Sidney, y encontraría además un puesto para Essex.
—Eso complacerá a nuestro joven Conde. Ya veis cómo me cuido de la familia.
La campaña de Flandes sería una marcha triunfal. Ya lo tenía planeado. Y se fue a ver a su caballerizo, pues tenía mucho que hablar con él.
Me preguntaba, divertida, cuál sería la reacción de Christopher Blount. Había algo en Christopher muy inocente, y desde que se había producido lo que yo secretamente llamaba «el incidente» había visto desfilar por su rostro muchas emociones. Culpabilidad, nerviosismo, esperanza, deseo, vergüenza y miedo mezclados. Se consideraba un villano por haber seducido a la mujer de su señor. Yo quería decirle que había sido yo quien le había seducido. Era un joven encantador, y aunque me había sentido tentada a repetir la experiencia, no lo había hecho. No quería decepcionar a Christopher convirtiéndolo en una relación puramente física.
Tenía interés, sin embargo, en ver cómo se comportaba con Leicester, y si dejaba entrever algo. Estaba segura de que se esforzaría todo lo posible por no hacerlo. Y, puesto que había de salir para los Países Bajos con Leicester, me dije, no podría haber de inmediato una repetición del incidente. Pero me equivocaba.
La Reina estaba decidida a que Leicester no pasase su última noche en Inglaterra conmigo.
Esperaba que al final hiciese aquello y esperaba que él viniese a Leicester House. No vino. En su lugar llegó un mensajero con la noticia de que la Reina insistía en que Robert se quedase en la Corte, pues tenía mucho que hablar con él. Yo sabía, por supuesto, que pese a ser su esposa, era ella quien tenía derecho preferente a sus servicios. Me puse furiosa y me sentí frustrada. Me ofendía la actitud de Robert. Supongo que en el fondo de mi corazón aún seguía amándole, aún le deseaba. Sabía entonces que no podía haber otro en mi vida que ocupara su sitio. Me sentía enferma de celos y de desilusión, al imaginarles juntos. Ella aparecería sin duda a primeras horas de la mañana, y él estaría allí, presentándole sus nauseabundos cumplidos, diciéndole lo triste que se sentía por tener que dejarla. Y ella escucharía, con la cabeza ladeada, los ojos de halcón benignos y suaves… creyendo a su dulce Robin, Sus Ojos, el único hombre al que ella podía amar.
Había sido un frío día de diciembre, pero el tiempo no podía ser peor que mi estado de ánimo. Decidí que era una estúpida. Al diablo Isabel, me dije. Al diablo Leicester. Ordené a mis criados que hiciesen un buen fuego en mi dormitorio y cuando estuvo caliente y acogedor, envié recado a Christopher de que viniese.
Era tan joven, tan ingenuo, tan inexperto. Sabía que me adoraba, y su adoración era un bálsamo para mi vanidad herida. No podía soportar que su opinión de mí cambiase, así que le dije que había mandado a buscarle para decirle que no debía sentirse culpable por lo ocurrido. Había sido una cosa espontánea, que había sucedido antes de que hubiésemos podido darnos cuenta de lo que hacíamos. No debía repetirse, por supuesto, y debíamos olvidarlo.
Él dijo lo que yo esperaba que dijese. Haría todo lo que le pidiera salvo olvidar. Eso era algo que jamás podría hacer. Había sido la experiencia más maravillosa de su vida y la recordaría siempre.
Los jóvenes son encantadores, pensé. Comprendí por qué a la Reina le gustaban tanto. Su inocencia nos refresca, renueva nuestra fe en la vida. El arrebato de Christopher le arrastraba casi a la idolatría y esto fortaleció notablemente mi fe en mi capacidad para atraer a los hombres que, debido a la avidez de Leicester por dejarme por la gloria de Flandes, había empezado a poner en duda.
Me dispuse pues a despedir a Christopher… o a fingir hacerlo, pues me proponía que pasase la noche allí. Le puse las manos en los hombros y le besé en los labios. Por supuesto, esto fue como arrimar la yesca a la llama.
Empezó a disculparse, creyendo que la culpa era suya, con lo que resultaba aún más atractivo. Le mandé marchar antes de que amaneciera, y se fue diciendo que si moría en la guerra, le honrase recordando que jamás podría haber amado a otra más que a mí aunque hubiese vivido cien años…
¡Mi querido Christopher! En aquel momento, la muerte parecía algo glorioso, desde luego. Se veía ya muriendo por la fe protestante con mi nombre en los labios.
Era muy romántico, muy hermoso, y todo el episodio fue para mí muy placentero; y me preguntaba por qué me habría reprimido tanto tiempo.
Se fueron al día siguiente y Leicester, después de despedirse de la Reina, se situó a la cabeza de la expedición en la que también iban mi amante y mi hijo.
Supe que habían sido liberalmente agasajados en Colchester y al día siguiente fueron a Harwich, donde aguardaba una flota de cincuenta naves en la que cruzaron el Canal.
Robert me escribió luego muy emocionado, hablándome de la tumultuosa bienvenida que le habían dispensado en todas partes, pues el pueblo le consideraba su salvador. En Rotterdam, donde la flota llegó ya de noche, se alineaban los holandeses en la orilla y cada cuatro hombres, uno sostenía un gran farol. La multitud le vitoreó y le llevaron a su alojamiento a través de la Plaza del Mercado, donde habían erigido una estatua de Erasmo de tamaño natural. De Rotterdam había ido a Delft, instalándose en la misma casa en que había sido asesinado el príncipe de Orange.
«Los agasajos, escribía, fueron haciéndose más espléndidos a medida que penetraba en el país. En todas partes me consideraban su salvador.»Al parecer, aquellas gentes habían sufrido mucho por su religión y, temerosas de un triunfo de los españoles, veían la llegada de Leicester con dinero y hombres de la Reina de Inglaterra, como su gran esperanza.
Él había ido allí a mandar un ejército, pero no había lucha en aquella etapa. Todo eran agasajos y festejos y hablar de lo que Leicester (e Inglaterra) iban a hacer por el país. A mí me había sorprendido un tanto que la Reina hubiese elegido a Leicester para aquella tarea, pues él era un político, no un soldado. Era diestro con la cabeza, no con la espada. Me preguntaba qué pasaría cuando empezase la lucha.
Pero él gozó primero del triunfo. Durante varias semanas continuó la alegría, y luego llegó el gran momento de la decisión. Me escribió inmediatamente, pues aquello era algo que no podía guardarse para sí:
El primer día de enero, llegó a mi residencia una delegación. Aún no estaba vestido, y mientras concluía mi aseo, uno de mis hombres me dijo que los ministros habían venido a comunicarme algo. Iban a ofrecerme el mando militar de las Provincias Unidas. Esto me inquietó, pues la Reina me había enviado a luchar por ellos y con ellos y no a gobernarles; y aunque la oferta era atractiva, no podía aceptarla sin una consideración detenida.
Me lo imaginé, con los ojos brillantes. ¿No era lo que él pretendía? Había sido durante tanto tiempo el hombre de la Reina… Como un perrillo con una cadena, había dicho yo una vez. «Mi linda criaturilla, yo te mimaré…, pero sólo podrás llegar hasta donde te permita esta cadena que yo manejo».
¡Debió significar mucho para él que le ofreciesen la corona de los Países Bajos! Volví a su carta:
No contesté y seguí considerando la cuestión. Creo que os gustará saber que he nombrado a Essex general de caballería. Paso mucho tiempo escuchando sermones y cantando salmos, pues éstas son gentes que se toman muy en serio su religión. He de deciros también que he discutido esta cuestión con el secretario de la Reina, Davison, que está aquí, y con Philip Sidney, y ambos son de la opinión de que he de dar satisfacción al pueblo, aceptando la oferta. Así pues, mi querida Lettice, soy ahora gobernador de las Provincias Unidas.
Había una nota posterior:
Me invistieron en el cargo en La Haya. Ay, ojalá pudieseis haber visto la impresionante ceremonia. Me senté bajo las armas de los Países Bajos e Inglaterra, en un trono, rodeado de representantes de los principales estados. Se honró a la Reina y se me honró a mí, teniente general, y gobernador ahora de las Provincias. Hice los votos exigidos y juré protegerles y trabajar por su bienestar y el de la iglesia. ¡Cómo me hubiese gustado teneros a mi lado! Os habríais sentido orgullosa de mí.
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