Ahora, mi querida Lettice, quiero que vengáis conmigo. Recordad que venís como Reina. Sé que sabréis desenvolveros. Viviremos aquí y no seguiréis en el destierro, como vos le llamáis. Estoy deseando veros.




Leí y releí aquella carta. Debía ir como una Reina. Sería regia como era ella, y hermosa como ella jamás podría ser. La vida iba a ser emocionante. Me sentía dichosa. ¿Qué diría ella, qué haría, cuando se enterase de que yo iba a ir a los Países Bajos como Reina de Leicester? Inicié los preparativos en seguida.

Iría como una Reina. Sería más espléndida y majestuosa de lo que Isabel lo hubiese sido nunca.




Así, pues, llegaba al fin mi triunfo. Vería lo que significaba ser esposa de Leicester. Sería Reina y nadie me mandaría, ¿qué más me daba que fuese en La Haya y no en Greenwich y en Windsor?

A Leicester House fueron llegando mercaderes con las más finas telas. Planeé mi guardarropa con frenética prisa y las costureras trabajaron día y noche. Encargué carruajes en que se trenzaban las armas de los Países Bajos con las de Robert. Diseñé ricos adornos, para mí, para mis acompañantes y para los caballos incluso. Había decidido que me acompañaran damas y caballeros. La cabalgata hasta Harwich emocionaría a la gente del campo, porque jamás habrían visto nada tan espléndido. Lo que les mostraría yo sería cien veces más rico, más lujoso que lo que hubiese poseído nunca la Reina. Fueron semanas de emoción. Ansiaba ya emprender viaje. Un día de febrero, cuando estaba en mitad de estos preparativos, me enteré de que William Davison, el secretario de la Reina, que había acompañado a Robert a los Países Bajos, había llegado a la Corte para dar a Su Majestad completa relación de lo sucedido.

¡Robert gobernador de las Provincias Unidas! ¡Aceptar tal cargo sin consultarla! ¡Aceptar un puesto que significaba su permanente ausencia de Inglaterra! Su cólera fue terrible, según los testigos presenciales. Alguien (que debía querer sembrar discordia) mencionó que la «condesa de Robert» estaba preparándose para unirse a él con el rango de Reina.

¡Qué juramentos y exabruptos lanzó Isabel! Decían que ni su padre la superaba en eso. Juró por la sangre de Dios que les daría a Leicester y a su Loba una lección. Así que querían jugar al rey y la reina, ¿eh? ¡Ella les enseñaría que la dignidad real no era algo que pudiesen tomar los vasallos, sólo porque estuviesen tan descarriados como para considerarse (erróneamente) dignos de ello!

Envió inmediatamente a Heneage. Debía ver a Leicester y decirle que dispusiese lo necesario para otra ceremonia. En ella renunciaría a su cargo y diría al pueblo de los Países Bajos que no era más que un súbdito de la Reina de Inglaterra que había caído además en desgracia por haber aceptado aquel nombramiento sin permiso de su Soberana. Luego, debía volver y pasaría a la Torre.

El pobre Davison fue severamente reprendido y apenas se le permitió hablar. Pero Isabel escuchó al cabo de un rato y luego, cuando su cólera se aplacó un poco, debió pensar en la humillación a que iba a someter a Robert y modificó su decisión. Robert debía, desde luego, renunciar a su cargo, pero debía hacerlo de la manera menos humillante posible. Aun así debía saber que ella estaba furiosa. Que había declarado públicamente, para que los príncipes extranjeros pudieran saberlo, que estaba decidida a no aceptar el gobierno de los Países Bajos, y que lamentaba que uno de sus súbditos lo hubiese aceptado, viendo en ello una especie de premio de que podía disfrutar, con lo que parecería como si ella le hubiese dado permiso (pues nadie creería que un súbdito se hubiera atrevido a tanto) y se creería que ella no había cumplido su palabra.

—En cuanto a la Loba —gritó—, puede sacar sus joyas del equipaje y sus lindos vestidos. Puede renunciar a la idea de pasear entre aclamaciones por La Haya. En vez de eso, habrá de ir humildemente a la Torre y suplicar el privilegio de que le dejen ver al prisionero, cuidando mucho su actitud si no quiere verse encerrada allí también por un largo período.

¡Pobre Robert! Qué breve fue su gloria. Y pobre de mí, que había creído salir de las sombras y me veía de nuevo en ellas. El odio de la Reina hacia mí se hizo aún más profundo, pues sabía que acabaría convenciéndose a sí misma de que yo, y no su amado Robert, había planeado y dispuesto sentarme en el trono.




Sólo Robert podría haber sobrevivido a la desastrosa aventura de los Países Bajos. Yo siempre había sabido que Robert no era un soldado. Podía resultar muy impresionante desfilando por las calles, podía imaginármelo en las ceremonias, pero era muy distinto el enfrentarse al curtido e implacable Duque de Parma, del que no podía esperarse que contemplase impávido cómo Robert disfrutaba y complacía al pueblo con grandes espectáculos.

Y cuando Parma golpeó donde menos le esperaban, el golpe fue terrible. Se apoderó de la ciudad de Grave, que Robert había creído bien fortificada. Después de la de Venlo.

A la cólera de la Reina se sumaban otras dificultades, pues no llegaba dinero de Inglaterra para la paga de los soldados y los oficiales andaban disputando entre sí continuamente. Robert me explicó mucho después la pesadilla por la que había pasado y me dijo que no quería volver nunca a los Países Bajos.

La campaña fue un completo desastre, y para nosotros una tragedia personal.

Yo estimaba mucho a la familia Sidney, y Philip era el favorito de todos nosotros. Su madre, Mary, y yo nos habíamos hecho muy amigas, pues ambas estábamos desterradas de la Corte, ella voluntariamente y yo en contra de mi voluntad.

Aún se cubría la cara con un fino velo y pocas veces iba a la Corte, aunque la Reina seguía recibiéndola muy afectuosa y respetaba su deseo de permanecer en la intimidad de sus aposentos en la residencia real. Isabel jamás olvidaba a qué debía Mary sus cicatrices, y su estimación por ella jamás se debilitó.

En mayo supe por Mary que la salud de su esposo empeoraba. Llevaba un tiempo enfermo y se negaba a descansar; no fue pues sorprendente que muriese poco después. Fui a Penshurst a estar con ella, y me alegré de haberlo hecho, pues en agosto murió la propia Mary. Su hija, Mary, condesa de Pembroke, vino a Penshurst a acompañar a su madre en la hora final, y lamentamos que Philip estuviese con el ejército en los Países Bajos y no pudiese estar presente.

Y fue una suerte, en cierto modo, que Mary Sidney muriese antes de que cayese sobre su familia la gran tragedia. La conocía lo bastante para saber que lo que iba a suceder habría sido para ella el golpe más cruel de su vida.

Leicester decidió atacar Zutphen en septiembre, un mes después de la muerte de Lady Sidney.

La historia de lo que pasó, se recompuso luego, y es una historia de imprudencia y heroísmo, y muchas veces pienso que si Philip hubiese sido más realista y menos caballeroso no tendría por qué haber sucedido.

Una serie de incidentes llevaron a lo que siguió. Cuando dejó su tienda se encontró con Sir William Pelham, que se había olvidado de ponerse la armadura de las piernas. Tontamente, Philip dijo que no debía tener ventaja alguna respecto a un amigo y se quitó también la suya. Fue un gesto ridículo por el que pagó un caro precio. Pues más tarde, en el combate, le alcanzó una bala en el muslo izquierdo. Consiguió mantenerse a caballo, pero sufría mucho por la pérdida de sangre y, rodeado de sus amigos, gritó que se moría de sed y no de pérdida de sangre. Le arrojaron una cantimplora, pero cuando estaba a punto de beber vio que un soldado que agonizaba en el suelo pedía débilmente agua.

—Tómala —dijo Philip, con palabras que habían quedado inmortalizadas—. Tu necesidad es mayor que la mía.

Le trasladaron a la embarcación de Leicester y le bajaron a Arnhem y allí le alojaron en una casa.

Fui a ver a su esposa, Francés, y, aunque embarazada de muchos meses, estaba preparándose para salir. Dijo que tenía que ir con él, pues él necesitaba sus cuidados.

—No debéis hacerlo en vuestro estado —le dije. Pero no quiso escucharme y su padre dijo que, puesto que tan decidida estaba, no la detendría.

Así, pues, Frances se fue a Arnhem. Pobre muchacha, su vida no había sido feliz, precisamente. Pero debía amarle, sin embargo. ¿Quién podía evitar querer a Philip Sidney? Quizá Frances supiese que aquellos poemas de amor que escribía a mi hija Penélope no debían interpretarse como una ofensa para ella. Pocas mujeres había capaces de aceptar una situación semejante, pero Francés era una mujer extraordinaria.

Philip padeció una dolorosa agonía de veintiséis días antes de morir. Yo sabía que su muerte sería un duro golpe para Robert, pues le consideraba casi como un hijo. Sus dotes, su gentileza, todo en Philip había sido de tal naturaleza, que se ganaba la admiración de todos y sin despertar la envidia de nadie, como la despertaban hombres como Robert, Heneage, Hatton y Raleigh, pues Philip no era ambicioso. Era un hombre de raras cualidades.

Supe que la Reina estaba muy afligida. Había perdido a su querida amiga Mary Sidney, a quien siempre había estimado, y ahora moría también Philip, a quien ella tanto admiraba.

Isabel odiaba la guerra. Decía que era absurda y que no conducía a nada y había procurado evitarla durante todo su reinado. La agobiaban la pérdida de sus queridos amigos y la amenaza cada vez más patente de España, que aquella imprudente y absurda aventura en los Países Bajos no había hecho nada por conjurar.

El cuerpo de Philip fue embalsamado y trasladado en barco a Inglaterra, en un barco de velas negras que pasó a llamarse el Buque Negro.

Al febrero siguiente hubo un funeral en su honor en la catedral de San Pablo.

La pobre Francés dio a luz un hijo muerto, cosa muy explicable después de lo que había soportado.

Leicester volvió a Inglaterra, pues el invierno no era época de campañas militares, y con él volvió mi hijo Essex.

Leicester fue primero a la Corte. Si no lo hubiese hecho, habría habido problemas y su posición era precaria. Imaginé su recelo al presentarse a su amada soberana. Essex vino a verme a mí primero. Estaba muy afectado por la muerte de Philip Sidney, y lloró explicándome que había estado en su lecho de muerte.

—El hombre más noble que he conocido —se lamentaba—. Y ha muerto. Estaba satisfecho de tener a su lado al conde de Leicester. Había entre ambos un profundo afecto. Y a mi padrastro le afectó mucho su muerte. Philip me dejó su mejor espada. La atesoraré siempre y espero ser digno de ella.

Había visto a la pobre Francés Sidney… una mujer valerosa, dijo, pues no se encontraba en condiciones de cruzar el mar. Haría todo lo posible por ayudarla, pues tal había sido el deseo de Philip.

Tras informar a la Reina, Leicester vino a verme. La última aventura le había envejecido, y su aspecto me impresionó. Había tenido otro ataque de gota y estaba abrumado por la depresión debido al desenlace de la aventura.

—Gracias doy a Dios de que la Reina no me retirase su favor —me dijo con mucha vehemencia—. Cuando acudí a ella y me arrodillé, me hizo levantar y me miró duramente con lágrimas en los ojos. Vio lo que yo había sufrido y dijo que la había traicionado, pero que lo que más le dolía era que me hubiese traicionado a mí mismo, pues no me había preocupado por mi salud cuando sabía que aquélla había sido su orden más importante. Entonces me di cuenta de que todo estaba perdonado.

Le contemplé, contemplé aquella pobre parodia de aquel Leicester glorioso de otros tiempos y pensé asombrada en el carácter de aquella mujer. Él la había desafiado y había creído encontrar un medio de hacerse con la corona de los Países Bajos, hecho que habría significado abandonarla a ella, y el mayor golpe de todos había querido que yo también fuese a compartir aquella corona con él. Sin embargo, le perdonaba. No hay duda, me dije, de que le ama. Le ama de verdad.

Inglaterra victoriosa



En cuanto a vuestra persona, al ser lo más sagrado y delicado que hemos de cuidar en este mundo, cualquier hombre debe temblar cuando piensa en ella; en especial al constatar que Vuestra Majestad tiene el valor regio de trasladarse a los confines de su Reino para enfrentarse a sus enemigos y defender a sus súbditos. No puedo. Reina queridísima, consentirlo, pues en vuestro bienestar se basa la seguridad toda del Reino, y es, en consecuencia, primordial preservarlo.


Leicester a Isabel.