Su presencia y sus palabras reforzaron el valor de capitanes y soldados de forma increíble.


William Camelen.


Estaba a punto de producirse el último episodio de la trágica historia de María de Escocia. Se encontraba prisionera por entonces en nuestra mansión de Chartley, que ahora pertenecía a mi hijo Essex. Éste se había mostrado muy reacio a que se la utilizase como prisión de la Reina y había alegado que era demasiado pequeña y muy poco adecuada. Pero se habían rechazado sus objeciones y, en aquellas cámaras, que tanto yo como mi familia conocíamos tan bien, donde yo había jugado alegremente con mis hijos, tuvieron lugar las últimas y dramáticas escenas de la vida de la Reina escocesa.

Allí había participado ella en la Conjura de Babington, que habría de conducirla a su destrucción; la fase siguiente de su triste peregrinaje había de ser el fatídico castillo de Fotheringay.

Todo el país hablaba de ello, de cómo se habían reunido los conspiradores, cómo habían cruzado cartas entre ellos, cómo la Reina de Escocia había participado activamente en la conjura y, en esta ocasión, era culpable también sin lugar a dudas. Walsingham tenía todas las pruebas en sus manos, y María fue declarada culpable de intentar organizar el asesinato de Isabel con el propósito de sustituirla en el trono.

Pero, aún con las pruebas delante, Isabel se resistía a firmar la sentencia de muerte.

Leicester se mostraba impaciente con ella, y le recordé que no hacía mucho él había pensado reconciliarse con la Reina de Escocia considerando la posibilidad de que Isabel muriese y ella subiese al trono.

Robert me miró desconcertado. No podía entender mi inexperiencia en cuestiones políticas. Hasta entonces yo había estado de acuerdo con él en lo que proponía. Oh, sí, no había duda de que mi amor se había agotado.

—Si no se tiene cuidado —exclamó él, con vehemencia—, puede haber una tentativa de rescatar a María que tenga éxito.

—No os veríais entonces en una posición muy envidiable, mi señor —comenté, malévolamente—. Tengo entendido que Su Majestad la Reina de Escocia es muy aficionada a los perros falderos, pero que le gusta escogerlos a ella, y no creo que tenga sitio para los que antes eran amigos de la Reina de Inglaterra.

—¿Qué te ocurre, Lettice? —preguntó él, asombrado.

—Me he convertido en una esposa olvidada —repliqué.

—Sabes perfectamente que sólo hay una razón de que no esté contigo.

—Lo sé perfectamente —contesté yo.

—Basta entonces. Consideremos otros asuntos graves.

Pero lo que para él era grave, podía no serlo para mí. Eso no se le ocurría.

La gente estaba inquieta, y aún así, la Reina jugaba el juego de la prevaricación que había practicado toda la vida. Le había resultado casi siempre. Pero ahora sus leales súbditos querían saber cuándo podían regocijarse con la ejecución de la Reina católica.

Por último, el secretario Davison le presentó la sentencia de muerte a la Reina y ésta la firmó. Y la ejecución, de la que tanto se ha hablado, se llevó a cabo en el salón del castillo de Fotheringay.

Así se libró de esta amenaza la Reina de Inglaterra. Pero había una mayor: los españoles.




Ella, aquella mujer extraordinaria, sufría remordimientos. Ella que era tan lista, tan sutil, se veía asediada por sueños y pesadillas. Había firmado la sentencia de muerte que había llevado al patíbulo y a la decapitación a la Reina de Escocia.

El Rey de Francia dijo que hubiese sido mejor envenenarla, porque así al menos podría haber habido alguna duda sobre su muerte. Había excelentes venenos disponibles, y algunos súbditos de Isabel eran notorios por la gran pericia con que los usaban. ¿Sería aquello una malévola alusión al célebre folleto? Podrían haberla ahogado con la almohada, procedimiento que, bien utilizado, apenas deja rastro. ¡Pero no! La Reina de Escocia tenía que ser culpable, la Reina de Inglaterra había firmado su sentencia de muerte. Y la habían llevado al salón del castillo de Fotheringay y la habían decapitado. Y mientras Inglaterra se regocijaba de haber eliminado para siempre la amenaza de la Reina escocesa, Isabel se veía asediada por intensos remordimientos.

Leicester decía que tenía miedo a que pudiese perder la razón. Se ponía furiosa con todos llamándoles asesinos, acusándoles de inducirla a firmar la sentencia, cuando sabían de sobra que ella nunca había pretendido que se llegara a cumplir. Pese a conocer su voluntad, habían actuado precipitadamente.

¡Qué propio de ella era todo esto! Le comenté a Leicester que lo que pretendía era librarse del sentimiento de culpa. Hablaba incluso de ahorcar a Davison. Al principio, Leicester, Burleigh y los que tanto se alegraban de que hubiese desaparecido la amenaza, estaban aterrados; hasta que comprendieron que ella no tenía ninguna intención de hacer locuras y sólo estaba aplacando a sus enemigos. Temía la guerra. Sabía que los españoles estaban construyendo una Armada para ir contra ella. No quería que los franceses se uniesen a ellos y atacasen al mismo tiempo. Había que tener también en cuenta a los escoceses. Habían depuesto a su Reina y la habían obligado a huir, pero estarían dispuestos a ir contra la Reina de Inglaterra por haberla decapitado. Además estaba el joven James, su hijo.

Los remordimientos de la Reina empezaron a ser menos notorios. Su corazón sin duda debió aceptar la realidad de que la vida iba a ser más cómoda ahora que la Reina de Escocia ya no existía… aunque, de cualquier modo, se había decapitado a una Reina, y eso podría sentar un precedente. A pesar de los años transcurridos, la hija de Ana Bolena, aún sentía a veces el trono demasiado inseguro para su tranquilidad. El pensamiento de lo que le había sucedido a una Reina cuya legitimidad jamás se había puesto en duda, la llenaba de aprensión. No quería que el deponer reinas se convirtiese en costumbre.

Pero otras cuestiones la ocupaban, y la más importante era la creciente amenaza de la armada española.




Me llegaron noticias a través de los espías de Leicester de que la Reina estaba muy emocionada con mi hijo. Essex estaba madurando, pero eso no disminuía su atractivo. Destacaba por su belleza, con aquel pelo rojizo y aquellos ojos oscuros relampagueantes que heredaba de mí. Creo que era como yo en muchos sentidos. Era vanidoso (como lo había sido yo en mi juventud); y daba la impresión de creer que el mundo había sido hecho para él y que todos debían compartir su punto de vista. Una característica que no heredaba de mí y que era opuesta por completo al carácter de Leicester era su franqueza. Nunca se paraba a pensar las consecuencias de sus palabras; si creía algo, lo decía: Esto no era una cualidad de cortesano, desde luego, y no le proporcionaría el favor de la Reina que desde su juventud había estado rodeada de aduladores cuya única idea había sido decir lo que ella quería oír.

No podía evitar la comparación entre Leicester y Essex, porque ambos eran favoritos de Isabel y estoy segura de que jamás se interesó tanto por ningún hombre como por ellos dos. Era irónico que fuese a elegir a mi esposo y a mi hijo, considerando la relación que existía entre ella y yo. Me proporcionó una nueva ansia de vida el enterarme de que su afecto por Essex crecía. Quería que le tomase cada vez más afecto. Sólo el afecto la haría vulnerable.

Decidí hacer cuanto pudiese para ayudarle a conservar aquel vacilante favor. No es que pudiese hacer mucho, aparte de darle consejos. Pero podía decir que la conocía bien (había percibido su fuerza y su debilidad debido a la rivalidad que existía entre nosotras) por lo que quizá pudiese serle útil.

A menudo dudaba de que Essex fuese capaz de conservar el favor de la Reina. Una de las grandes ventajas de Leicester había sido su habilidad, como dijo alguien «para meterse su pasión en el bolso». Él, siempre los ojos especiales de ella, la había ofendido una y otra vez y había acudido a ella y ella le había perdonado. Era una lección que mi hijo tenía que aprender: no guardar rencor y poner freno a su lengua. Quizás al principio su graciosa juventud resultase atractiva a Isabel. Sin duda debían divertirle sus comentarios francos y sinceros; pero me preguntaba si seguirían pareciéndoselo mucho tiempo.

Cuando vino a verme, hablaba de la Reina y le chispeaban los ojos de admiración.

—Es maravillosa —decía—. No hay ninguna como ella. Sé que es una mujer mayor, pero estando ante ella, uno olvida la edad.

—De lo bien disfrazada que está con colorete y polvos y afeites —repliqué—. Por la sedera me enteré de que está haciéndole doce pelucas, y que además el pelo ha de ser del color del suyo cuando era joven.

—No entiendo de esas cosas —contestó impaciente Essex—. Lo único que sé es que el estar en su compañía es como estar con una diosa.

Debía sentirlo así, porque si no, no lo hubiese dicho. Sentí una gran oleada de celos de aquella mujer que tenía poder para quitarme primero a mi esposo y luego a mi hijo.

Como ya he dejado entrever, siempre tuve un afecto especial por mi apuesto hijo, pero lo que sentía por Essex se intensificó y en el fondo de mi corazón sabía que esto se debía en cierto modo al afecto que la Reina sentía por él.

Pero el interés que manifestaba por Essex no disminuía en modo alguno el que mostraba por Leicester. Yo a veces pensaba que Leicester era para ella como un esposo y Essex como un joven amante; pero siendo la clase de mujer que era, de un carácter muy posesivo, no podía soportar que uno de ellos gozase de la compañía de otra mujer, y menos aún de la de su esposa y madre, ni que se apartasen de su lado, no fuese a necesitarlos.

Eran aquellos tiempos de creciente tensión y nerviosismo. La amenaza española era cada vez más inminente y estaba en el pensamiento de todos. Había problemas en los Países Bajos y se envió allí de nuevo a Leicester… esta vez para decirles que llegaran a un acuerdo con los españoles, pues con la amenaza ante sus propias costas, la Reina ya no podía permitirse preocuparse por ellos. En esta ocasión, no permitió que Essex acompañase a su padrastro.

—Alguien ha de entretenerme —dijo; y le honró haciéndole su caballerizo, puesto que le quitó a Leicester, haciéndole a cambio senescal de su Corte. Quería hacer ver a Leicester que sólo podía haber para ella unos Ojos, y que nada alteraría esto; pero, al mismo tiempo, le gustaba tener a su lado a su apuesto hijastro.

Leicester debió darse cuenta por entonces de que cuando la Reina entregaba su afecto era para siempre. ¡Pobre Leicester! Ahora estaba viejo y enfermo. ¿Dónde había ido el apuesto héroe de su juventud y de la mía? Él ya no lo era, le había sustituido un hombre aún de gran estatura, pero pesado, enrojecido, asediado por la gota y otros males consecuencia de una vida de excesos.

Sin embargo, la Reina le fue fiel durante toda la vida. Leicester había conseguido sobrevivir a la misteriosa muerte de su primera esposa, a su matrimonio conmigo, a sus tentativas de engañarla y, por último, al tremendo fiasco de los Países Bajos. Sin duda era una fiel amante.

Le gustaban las elegancias como siempre, y había tomado la costumbre de vestirse principalmente de blanco. Siempre le había gustado el blanco, desde los tiempos en que los colores de moda eran el blanco y el negro. El blanco le sentaba bien a su rostro maduro, según creía. En las raras ocasiones en que la vi por esta época (siempre sin que ella me viera, quizás al pasar por la calle en sus recorridos por el país), no pude por menos de darle la razón. Había conservado su cutis, y su moderación en la comida y la bebida había mantenido su figura delgada y juvenil. Se desenvolvía con suma gracia (de hecho, jamás vi caminar ni sentarse a nadie con tanta majestad) y desde lejos aún podía parecer joven. Y el brillo y la pompa de que se rodeaba la predisponían a aceptarse inmortal.

Conociendo bien a Essex, me di cuenta de que, en cierto modo, estaba enamorado de ella. No quería apartarse de su lado. Pasó todo el verano en la Corte, y ella se sentaba a jugar a las cartas con él hasta altas horas de la madrugada. El hecho mismo de que fuese expansivo y sincero debía divertirla, pues siendo el hombre que era (ajeno a cualquier ocultamiento de una emoción) debía manifestar patentemente su admiración por ella; y, viniendo de un joven más de treinta años menor que ella, esto debía constituir un verdadero cumplido.

Yo la entendía muy bien. Sabía lo que podía significar la admiración de un hombre joven y agradable. Había reanudado mi amistad con Christopher Blount, que había regresado de los Países Bajos más refinado de lo que se había ido. Era más enérgico, más exigente, cualidad que no me molestaba. Permitía que me tomase y continuamos con esta interesante aventura que tenía para mí el mérito del romance, simplemente porque debíamos obrar con mucha cautela.