Le dije que su vida correría peligro si Leicester lo descubría y él compartía ese temor. Pero eso daba mayor atractivo a nuestro amor.

Entretanto, Essex despertaba la envidia de los demás cortesanos y en especial de Walter Raleigh, que se sentía desplazado por mi hijo.

Raleigh era mayor que Essex y bastante más astuto. Tenía mucha facilidad de palabra y una lengua de miel, cuando quería, pero era capaz de decirle algunas verdades a la Reina cuando consideraba que era el momento adecuado de hacerlo. Además de su notable apostura, que había atraído de inmediato a la Reina, era hombre de gran talento y de muy buen juicio. Ella le llamaba su Agua, quizá porque se llamaba Walter[2]; quizá porque le resultaba refrescante; quizá porque le gustaba verle fluir a su alrededor. Sin embargo, el hecho de que le hubiese puesto un sobrenombre era indicio del afecto que sentía por él.

Y estaban también los favoritos de edad madura. El pobre Hatton lo mismo que Robert, iba haciéndose viejo, y también Heneage. Pero, debido a su carácter leal y al hecho de que le eran útiles, les conservaba a su lado y les era casi tan fiel, a su modo, como con Leicester, sólo que, por supuesto, ellos sabían (y lo sabía todo el mundo en la Corte) que nadie podría jamás ocupar en su corazón el lugar que pertenecía a Leicester, el amado de su juventud, al que había sido fiel toda la vida.

Essex y mis hijas me contaban pequeñas anécdotas de la Corte y a mí me encantaba escuchar. Penélope estaba muy satisfecha de que su hermano gozase del favor de la Reina, y me aseguraba que de allí a poco él insistiría ante la Reina para que me recibiese.

—Dudo que yo aceptase ir en tales condiciones —dije.

—Mi señora, iríais en las condiciones que fuese —replicó mi hija—. Jamás os aceptará como ayudante de cámara, pero no veo por qué no habríais de ir a la Corte tal como corresponde a vuestra posición de condesa de Leicester.

—Me asombra que le guste proclamar sus celos como lo hace.

—Se complace en ello —dijo Penélope—. Hatton le ha enviado un punzón y una cubeta forjados en oro, con el mensaje de que podría necesitarlo, pues es seguro que tendrá siempre Agua a mano… refiriéndose a Raleigh. Lo lógico sería pensar que reprendiese a Hatton por hacer semejante tontería, pero le aseguró, en el mismo tono, que Agua jamás desbordaría sus cauces, pues sabía lo mucho que ella estimaba a sus ovejas. Así pues, agradeció al viejo Jefe del Rebaño sus celosos esfuerzos. A Isabel le encanta que luchen entre sí por ella. Eso le ayuda a olvidar las patas de gallo y las arrugas con que se enfrenta en ese cruel espejo que no es tan halagador como sus cortesanos.

Le pregunté cómo le iba su vida matrimonial y desechó la pregunta con el comentario de que en cuanto daba a luz un hijo estaba embarazada de otro y que un día iba a decirle a Lord Rich que ya le había dado suficientes hijos y que no le daría más.

Sus frecuentes embarazos no parecían menoscabar su salud ni su belleza, pues estaba tan animosa y bella como siempre; y a punto estuve yo de hablarle de mi propia aventura con Christopher Blount. Ella continuó contándome que la Reina estaba, desde luego, muy entusiasmada con Raleigh y que éste quizá fuese el rival más inmediato que tenía Essex. Según su opinión, Essex debía ser más prudente, no ser demasiado franco con la Reina, usar sólo la franqueza cuando la complaciese y cuando ella claramente quisiese una respuesta sincera.

—Le pides que vaya contra su carácter —dije—. Creo que eso es algo que nunca podrá hacer.

Hablábamos de él cariñosamente, pues Penélope le quería casi tanto como yo. Las dos nos sentíamos muy orgullosas de él.

—Pero Raleigh es muy listo —dijo— y nuestro Robin nunca podrá serlo tanto. Sin embargo, Raleigh le pide cosas a la Reina y cuando el otro día ella le preguntó cuándo dejaría de mendigar, él contestó en seguida que sólo lo haría cuando Su Majestad dejase de ser tan benevolente… lo cual le hizo reír de muy buena gana. Ya sabéis lo que le gustan a ella los detalles de ingenio. Robin jamás podría darle eso. Algo que me da miedo es que él pueda sobrevalorar su poder sobre ella.

Podría ser peligroso que lo hiciese.

Contesté que cuando sus favoritos se pasaban de la raya, ella a menudo les perdonaba. Bastaba pensar en Leicester.

—Pero nunca habrá otro Leicester —dijo secamente Penélope.

Yo sabía que era cierto.




Cada vez sentía más cariño por Christopher. Me parecía interesante y divertido, una vez que superó el respeto que sentía por mí, que era imposible mantener ya, pues sabía que le deseaba tanto como él a mí.

Me habló de su familia, noble pero empobrecida. Su abuelo, Lord Mountjoy, había gastado sin tino, y su padre había derrochado aún más la fortuna de la familia, intentando descubrir la Piedra Filosofal. El hermano mayor de Christopher, William, era hombre que no tenía en la menor estima el dinero y vivía muy por encima de sus medios, con lo que parecía poco probable que quedase ya mucho de la fortuna familiar.

La esperanza era el hermano Charles, unos años mayor que Christopher y algo más joven que William. Charles había declarado su decisión de acudir a la Corte y restaurar la fortuna familiar.

Me interesaba la familia por Christopher, claro está, y cuando empezó a hablarse de su hermano Charles como rival de mi hijo, mi interés aumentó.

Los Blount eran bellos y apuestos, y parecía que Charles contaba con su cuota correspondiente. Fue admitido en la Corte e incluido entre los que se sentaban a cenar con la Reina. No significaba esto que ella hablase con todos los presentes, pero constituía una posibilidad de atraer su atención, cosa que la apariencia de Charles logró de inmediato.

Según me contaron, la Reina preguntó a su trinchador quién era aquel desconocido tan apuesto, y cuando el trinchador dijo que no le conocía, la Reina le pidió que lo averiguara.

Charles, viendo que la Reina le miraba, se puso muy colorado, cosa que a ella le encantó, y cuando supo que se trataba del hijo de Lord Mountjoy, le hizo llamar. Habló con el tímido joven unos minutos y le preguntó por su padre. Luego le dijo:

—Si seguís acudiendo a la Corte, procuraré favoreceros.

Los presentes sonrieron. ¡Otro joven apuesto!

Por supuesto, él aceptó la invitación y pronto disfrutó de gran favor ante la Reina, pues poseía otras cualidades además de su belleza, ya que era culto, sobre todo en cuestiones históricas, con lo que podía relacionarse con la Reina a un nivel intelectual que a ella le encantaba. El que mantuviera una postura retraída y no gastara ostentosamente (en realidad no podía), produjo en la Reina una sensación nueva y refrescante y pronto pasó a formar parte de su pequeño grupo de favoritos.

Un día, en una justa a la que ella asistió, sin ocultar la satisfacción que le produjo su victoria, le regaló para celebrarla una reina de ajedrez de oro muy ricamente esmaltada. Él se sentía tan orgulloso del regalo que ordenó a sus criados que se la cosieran a la manga y se echó la capa al brazo para que todos pudieran ver aquella prueba de favor regio. Cuando mi hijo la vio, quiso saber qué significaba, y le explicaron que la Reina había premiado así la victoria del joven Blount en el torneo del día anterior. Otro defecto de mi hijo era la envidia, y la idea de que la Reina admirase a aquel joven le llenó de cólera.

—Al parecer, cualquier necio puede obtener su favor —dijo despectivamente.

Como estaban presentes varias personas, Charles Blount no tuvo más remedio que desafiarle.

Me sentí muy inquieta cuando Christopher me lo dijo, y él también lo estaba. Vino a decírmelo casi llorando.

—Mi hermano y vuestro hijo van a batirse en duelo —dijo, y fue entonces cuando supe el motivo.

Los duelos podían acabar en muerte, y el ver .a mi hijo en peligro me llenó de ansiedad. Le envié un mensaje inmediatamente para que viniese a verme. Lo hizo, pero cuando me oyó lo que quería, se impacientó.

—Mi querido Rob —le dije—. Puede mataros.

Se encogió de hombros y proseguí:

—¿Y si mataseis vos a ese joven?

—Poco se perdería —contestó.

—Lo lamentaríais profundamente.

—Está intentando ganarse el favor de la Reina.

—Si pensáis luchar con todos los hombres de la Corte que pretenden tal cosa, no creo que tengáis muchas posibilidades de supervivencia. Rob, tened cuidado, os lo ruego.

—Si os lo prometiese, ¿os daríais por satisfecha?

—No —grité con vehemencia—. Sólo podré tener una satisfacción con este asunto y es que se anule el duelo.

Procuré tranquilizarme, razonar con él.

—La Reina se enfadará mucho —dije.

—La culpa la tiene ella por hacerle ese regalo.

—¿Y por qué no hacerlo? La complació en el torneo.

—Madre querida, ya os he dicho que acepté el desafío. No hay más que hablar.

—Querido, tenéis que abandonar esta locura.

De pronto se puso cariñoso.

—Ya es demasiado tarde —dijo, con suavidad—. No temáis. No es rival para mí.

—Su hermano pequeño es caballerizo nuestro. Pobre Christopher, está tan afectado… Oh, Rob, no comprendes lo que siento…; si algo te pasase…

Me besó, y su expresión era tan tierna que me sentí desbordada de amor hacia él, y mis temores se multiplicaron. Es muy difícil transmitir su atractivo, que era siempre especialmente eficaz, unido a su impresionante apariencia. Me aseguró que me amaba, que siempre me amaría. Haría todo lo posible por hacerme feliz, pero no podía volverse atrás pues el reto había sido aceptado. Su honor se lo impedía.

Me daba cuenta de que lo único que podía hacer era rezar fervorosamente para que saliese de aquello ileso.

Vino a verme Penélope.

—Rob va a batirse en duelo con el hijo de Mountjoy —dijo—. Hay que impedirlo.

—¿Y cómo vamos a impedirlo? —exclamé—. Lo he intentado. Oh, Penélope, estoy muy asustada. Se lo he pedido y suplicado, pero todo ha sido en vano.

—Si vos no podéis convencerle, nadie podrá hacerlo. Pero tenéis que entender su posición. Ha ido ya tan lejos que le sería muy difícil volverse atrás. Es terrible. Además, Charles Blount es un hombre tan apuesto… tan apuesto como Rob, pero de modo distinto. Rob jamás debería haber mostrado sus celos de forma tan abierta. La Reina odia los duelos y se pondrá furiosa si uno de sus apuestos jóvenes resulta herido.

—Querida, la conozco mejor que vos. Todo es obra suya. Se sentirá orgullosísima al ver que se batan por ella —apreté el puño—. Si le pasa algo a Rob, ella será la culpable. Podría matarla…

—¡Madre! —dijo Penélope mirando furtivamente por encima del hombro—. Tened cuidado. Ya os odia. Si alguien oye lo que decís, sabe Dios lo que podría pasar.

Dejé la conversación. Poco podía consolarme Penélope, y sabía que de nada serviría el suplicar más a mi hijo.

Nada podía hacer, en consecuencia, para impedir el duelo y éste tuvo lugar en el parque Marylebone. Essex resultó derrotado, lo cual probablemente fue lo mejor, ya que Charles Blount no tenía intención ninguna de matar a Robert ni de morir él… lo que habría significado el final de su carrera para ambos. Charles Blount era muy sabio y prudente. Logró que el duelo terminase del mejor modo posible, ya que Essex insistía en que se celebrase. Hirió ligeramente a Robert en un muslo y le desarmó. Charles Blount resultó ileso.

Así terminó el duelo del parque de Marylebone, aunque tendría consecuencias de más largo alcance. Debería haberle servido de lección, pero, por desgracia, no fue así.

Cuando la Reina supo que había habido un duelo, se enfureció y reprendió a ambos, pero, conociendo el carácter de Essex y teniendo noticia de la causa de la disputa, aprobó la conducta de Charles Blount.

—Por la muerte de Dios —fue su comentario—. Es conveniente que uno u otro convenza a Essex de que es preciso tener mejores modales, pues si no, no respetará ninguna regla.

Esto era indicio de que no la satisfacía en modo alguno su arrogancia y de que Rob debía tener cuidado y moderarse en sus arrebatos. No lo hizo, claro.

Intenté advertirle, hacerle ver lo peligroso que era confiar excesivamente en el favor de la Reina. Ella podía cambiar igual que el viento, y un día podía mostrarse afable y cariñosa y al siguiente una enemiga implacable.

—La conozco —dije—. Pocos la conocen como yo, en realidad. He vivido muy cerca de ella… y mírame ahora… desterrada, en el exilio. He sufrido como pocos su mala voluntad y su odio.

Él contestó ardorosamente que si se me había tratado de modo vergonzoso la culpa era de Leicester.